– Fue salmón lo que me diste, señor, sólo salmón. Y no preguntaré de dónde lo tomaste -bromeó Rosamund, picara-. La evidencia será devorada con tal rapidez que quedarás a salvo.

Todos en la mesa rieron, incluido Logan Hepburn, que tuvo la inteligencia de aceptar que lo habían vencido. En un campo cercano pusieron blancos de tiro y, con los arcos largos en la mano, los hombres se turnaron para disparar. Pronto se convirtió en una competencia abierta entre Owein Meredith y Logan Hepburn. Dispararon una flecha tras otra, y los dos se superaron a sí mismos con cada tiro. Cuando la flecha de Logan Hepburn partió en dos la flecha anterior de Owein, los observadores emitieron una exclamación de asombro.

El escocés rió y dijo:

– No puedes mejorar eso, Owein Meredith.

– Tal vez sí -respondió el otro con suavidad, preparó el arco y lanzó la flecha hacia el blanco.

Otro grito de asombro se levantó de la concurrencia, seguido por un gran viva: la flecha de Owein había partido la del escocés. Logan Hepburn quedó boquiabierto de asombro, mientras que su rival, con las manos en las caderas, le sonreía.

– ¡Que me trague la tierra!

– No me canso de decirte que eso te sucederá algún día, milord -intervino Rosamund, acercándose a Owein. Se puso en puntillas y le dio un beso en la mejilla-. ¡Bien hecho, esposo mío! -lo felicitó-. Ahora ven a sentarte a mi lado. La cocinera ha preparado una delicada tarta de peras para celebrar el día. Y tú también ven, Logan Hepburn. Creo que en este momento te irá bien algo dulce. ¿Y un poquito de vino, tal vez?

– Con mucho gusto. Milord, tienes que enseñarme a disparar así. Yo creía que era el mejor arquero del mundo, pero admito que me has vencido con facilidad.

– No hay ningún truco, milord, y con gusto compartiré mis habilidades contigo. Pero no hoy. En breve necesitaré toda mi fuerza y mi habilidad para otro deporte. -Le pasó el brazo por los hombros a Rosamund y fue con ella hacia la mesa principal.

– Se burla de ti -dijo, en voz baja, Ian Hepburn.

– Sí, lo sé -respondió Logan-, pero yo me lo merezco. No es ningún tonto y sabe que pretendo a su esposa. Puede que no sea mío el primer bocado, Ian, pero algún día tendré el último. Ella será mía, lo juro.

– Eres un tonto -dijo Colin Hepburn, mofándose de su hermano-. Busca otra muchacha y cásate. Es tu deber, como nuestro señor.

– Busca tú una muchacha, Colin. Si muero sin herederos, heredarán tus hijos. No me importa. La muchacha que acaba de casarse es la única esposa que quiero.

– Tendrías que haberla tomado el otro día, cuando tuviste oportunidad -le reprochó Ian.

– Tal vez sí, pero ahora es demasiado tarde. Aunque no es el final, hermanos. Tendré otra oportunidad y, cuando llegue, la aprovecharé sin vacilar.

La gente de Friarsgate comió hasta hartarse. Los hombres disputaron sus juegos recios, pateando la vejiga de oveja en el campo, lejos de la casa. Después de recuperar el honor batiendo a los ingleses en ese terreno, los tres Hepburn tomaron sus gaitas y se pusieron a tocar. Se les unieron varios de los hombres con la flauta de doble caña, un violín, campanillas, un pandero y un tambor. Todos se pusieron a bailar, de la mano, en círculo. Luego, danzaron en una larga fila, pasando entre las mesas, guiados por los novios. El día llegaba a su fin. A una señal de Rosamund, se le entregó una hogaza de pan con una vela encendida a cada invitado. Guiado por Edmund Bolton, el séquito nupcial y sus invitados dieron tres vueltas a la casa. Entonces, se apagaron las velas y se comieron las hogazas hasta dejar una cuarta parte del pan, que se guardaría para la celebración del año siguiente.

El sol comenzó a ponerse por el oeste y los invitados partieron de regreso a sus casas. El Hepburn de Claven's Carn y sus hermanos agradecieron a sus anfitriones y se despidieron. Logan Hepburn hizo una reverencia ante Rosamund tomando su mano.

– Algún día volveremos a vernos, milady de Friarsgate.

– Esperaré ese momento, milord -respondió ella, sin desviar la mirada de los ojos azules de él. Entonces, apartó su mano de la de él y les deseó que regresaran sanos y salvos a su casa.

– ¿No se quedarán a pasar la noche? -preguntó Owein, hospitalario.

– No, señor, pero gracias por su ofrecimiento. Hay una hermosa luna fronteriza que nos guiará a casa.

Owein y Rosamund observaron cómo los tres escoceses se alejaban. La novia tuvo que admitir, aunque más no fuera para sus adentros, que la aliviaba ver alejarse al Hepburn de Claven's Carn. La fascinaba de una manera algo perversa, pero no le diría nada a nadie de sus pensamientos secretos. Ni siquiera a Owein. Tenía por esposo a un buen hombre y estaba decidida a amarlo.

Permanecieron un momento en silencio, mirando el crepúsculo sobre las montañas hacia el poniente. Después, de la mano, volvieron a la sala de la casa. Se encendieron velas, como de costumbre; el fuego ardió con alegría y contrarrestó el fresco de la tarde que, después del día desusadamente cálido, se había puesto muy fría. Los esposos se sentaron juntos ante el hogar sobre un pequeño banco con almohadón. A los pies de Owein había un laúd; él lo tomó y comenzó a cantarle a su novia con su clara voz de tenor. Ella quedó sorprendida y encantada, pues nunca lo había oído cantar ni tocar, y no sabía que lo hacía tan bien.


Mira esta rosa, oh Rosa, y, mirando, ríe para mí que en el sonido de tu risa cantará el ruiseñor.

Toma esta rosa, oh, Rosa, que es la flor del amor, y por esa rosa, oh, Rosa, cautivo está tu amante.


La música terminó y ella quedó sin aliento. Él le tomó la pequeña mano, dejó el laúd y le dio un tierno beso. Sus ojos se encontraron y Rosamund sintió un estremecimiento en el corazón.

– Nunca antes me habían dado una serenata -dijo, con delicadeza-. ¿Tú escribiste esa canción?

– No -admitió él, dándose cuenta de que podría haberle mentido que ella nunca se hubiera enterado-. Se dice que el poema lo escribió Abelardo, un filósofo francés y a veces poeta. Pero la melodía es mía Como casi todos los galeses, tengo habilidad para la música. Me alegro de haberte complacido, mi amor.

– Mi tío Henry no vino. Pensé que aparecería -dijo Rosamund luego de un pequeño silencio.

– Sabe que ya no puede hacer nada -respondió Owein-. Ha tenido un año para acostumbrarse a la idea de que Friarsgate pertenecerá a tus hijos y no a sus nietos.

– Pero pensé que vendría, aunque más no fuera para quejarse de nosotros por robarle la finca -dijo ella, con una sonrisa.

Owein rió.

– Ya vendrá, y antes del invierno, ya verás. ¿Estás cansada, Rosamund? Ha sido un día muy largo para ti, y ninguno de los dos se ha recuperado del viaje con la reina de los escoceses.

– Llamaré a Maybel para que me ayude -le respondió Rosamund, y se puso de pie. Era un alivio que los invitados se hubieran ido y hubieran renunciado a la tradición de acostar a los novios. "Soy valiente pero, si hubieran hecho mucha alharaca, me habría dado mucha vergüenza. No sé si no estoy bastante asustada así como están las cosas", reflexionó. Se dirigió a su esposo-: Enviaré a Maybel a buscarte cuando esté lista.

Él se incorporó, le dio un beso en la mano y le dijo:

– Esperaré aquí. -La vio salir deprisa de la sala y se reclinó en el asiento, frente al fuego. Ella estaba nerviosa. Por supuesto. Era una virgen bien educada y él, un hombre de experiencia, pero que nunca había hecho el amor con una virgen. Luchó por recordar qué sabía sobre las vírgenes. Había que tratarlas con delicadeza y no apresurarlas. Eso lo sabía. Pero sería firme con ella, porque debía consumar el matrimonio para que fuera completamente legal. Oyó una tos discreta y levantó la mirada.

– El Hepburn trajo una barrilito de whisky, milord -dijo Edmund Bolton-. Se me ocurrió que no le vendría mal un sorbito, ¿eh?

Owein Meredith asintió y aceptó una copa. Tragó un largo sorbo, saboreando el gusto ahumado y el calor que le fue de la garganta al estómago.

– La amo -dijo, casi con desesperación.

– Lo sé -le respondió Edmund.

– Ella no entiende el amor.

– No, no el amor entre hombre y mujer. Pero lo entenderá y creo que antes de lo que pensamos, milord.

– Llámame Owein cuando estemos juntos -le dijo el nuevo amo de Friarsgate a Edmund Bolton-. Bebe conmigo, hombre.

– Te lo agradezco. El whisky de Claven's Carn tiene fama de ser excelente.

– Y siéntate. -Edmund Bolton se sirvió whisky y se sentó junto a Owein. Bebió un trago, con placer.

– Es excelente -dijo, con una sonrisa que le iluminó el rostro.

– Seré bueno con ella.

– Sé que así será.

– No sé cómo se comporta un esposo, Edmund. Mi padre nunca volvió a casarse y todos los hombres que conocí en la casa de los Tudor eran soldados. Un hombre no ama a una esposa como a una prostituta. El rey amaba a su reina, pero nunca supe cómo se comportaban cuando estaban a solas, algo poco usual, además. Tú eres esposo. ¿Qué hago? -Su expresión era desolada y la voz sonaba al borde del pánico.

Edmund rió.

– En términos generales, los esposos hacen lo que se les ordena, Owein, muchacho. Al menos, esa ha sido mi experiencia. Rosamund fue criada por Hugh y por mí para ser independiente. Los dos odiábamos el deseo avaro de Henry por quedarse con su finca. Queríamos que nuestra muchacha fuera libre. ¿Qué hace un esposo? Bien, debe ser fuerte cuando su esposa no lo es, o cuando ella necesita que él lo sea. Debe ser amante, amigo y compañero. Ella querrá malcriar a los niños. Tú sabrás cuándo no debe hacerlo y te asegurarás de que prevalezca tu voluntad en esas cuestiones. Debes ser la fuerza y la guía moral de tu familia, Owein Meredith. Serás fiel a ella y a Friarsgate. Es lo mejor que puedo decirte. Pero, para esta noche, sé delicado, sé paciente y enséñale los placeres del lecho matrimonial. Dile lo que haya en tu corazón para que ella se sienta libre de contarte lo que hay en el suyo. Las mujeres como Rosamund jamás admiten el amor a menos que se las ame. Yo nunca pude entender eso, pero es así.

– Gracias, Edmund. Trataré de seguir tu consejo.

– Aprenderás transitando el camino, Owein, muchacho, pero, como te dije, por ahora dedícate a amar a esta muchacha. El resto vendrá solo.

– ¿Vas a retener a este hombre parloteando toda la noche en la sala mientras lo espera su novia? -preguntó Maybel, interrumpiendo la conversación-. Ve, Owein Meredith. Tu esposa te espera en su cama. ¡No demores!

El señor de Friarsgate se levantó de un salto y atravesó deprisa la sala, con una sonrisa en los labios.

– Eres una vieja malvada -dijo Edmund, bromeando con su esposa-.Yo lo tenía tranquilo, bien en calma, y tú llegas gritando órdenes. -La llevó hacia sus rodillas y la besó.

– Estuviste bebiendo -lo reprendió Maybel.

– ¿Quieres un traguito?

– Sí, pero antes bésame otra vez. Puede que no seamos novios, pero nunca has sido remiso en el amor, Edmund Bolton.

Él le sonrió.

– Y después de tantos meses lejos de ti, Maybel, esta noche estoy dispuesto a demostrarte otra vez que mi corazón es tuyo, como te lo he demostrado todas las noches desde que llegaste a casa. -Y la besó.

CAPÍTULO 10

Owein abrió lentamente la puerta del dormitorio, entró en la habitación y se sobresaltó cuando la puerta se cerró a sus espaldas con un ruido fuerte. Las cortinas estaban corridas sobre las ventanas de plomo. En un extremo de la habitación había un gran hogar, donde ardía un hermoso fuego que calentaba el ambiente. La habitación estaba bien equipada con fuertes muebles de roble; y la gran cama con baldaquino le llamó de inmediato la atención. Las cortinas de la cama estaban cerradas casi por completo.

– ¿Owein? -La voz sonó pequeña y joven.

– Sí, soy yo, Rosamund -le respondió, acercándose a la cama por donde las cortinas se abrían apenas y revelaban a su novia sentada muy derecha contra las almohadas y apretando la manta contra el pecho. Tenía los cabellos sueltos sobre los hombros desnudos.

– Ven a la cama -lo invitó ella, ya con un poco más de voz.

– ¿Estás tan impaciente? -bromeó él, comenzando a desvestirse.

– ¿Tú no? -replicó ella, traviesa.

Él rió.

– Para ser virgen, eres una muchacha muy atrevida. -Se quitó la ropa lo más rápido que pudo sin parecer ansioso, aunque la verdad era que sí estaba impaciente por reunirse con ella en la cama. Se desvistió de espaldas a Rosamund.

– Ah, qué lindo trasero tienes -dijo ella, picara, cuando él se quitó la ropa interior-, pero qué piernas tan peludas. ¿El resto de tu cuerpo es así de lanudo? Eres como una de mis buenas ovejas.

Él se dio vuelta.

– Seré un carnero para tu dulce ovejita. -Ya estaba completamente desnudo.