Owein y Richard rieron ante el comentario, pero Henry Bolton frunció el entrecejo.
– Y, tío, quisiera informarte que la reina de los escoceses, Margarita Tudor, junto con su abuela, la honorable madre del rey, me eligieron el esposo. El rey mismo anunció nuestro compromiso en su sala ante la Corte entera y lo vivaron por ello. Mi esposo se ha criado en la Casa de los Tudor. El rey sabe que puede confiar en él para manejar esta porción de frontera y que no lo traicionen. Mi esposo es respetado por el hombre más poderoso de Inglaterra, el rey Enrique. Mi esposo es querido y bien considerado por hombres de consecuencia. Estoy orgullosa de ser su esposa, tío. ¡Me habría metido en un convento y habría legado Friarsgate a mi orden antes de casarme con otro de tus hijos!
– Pero no tuviste que hacerlo, mi amor -dijo Owein, tranquilizando a su esposa-. Vamos, tíos, desayunemos. -Llevó a Rosamund la mesa grande y la ubicó, poniendo a Henry Bolton a su derecha y a Richard Bolton a la derecha de Rosamund.
Los criados sirvieron la comida. Avena, huevos hervidos, jamón, pan, manteca y queso. Había vino y sidra. Henry Bolton no pronunció ni una palabra desde que tuvo la comida enfrente. Comió con las dos manos y bebió tres copas de vino. Y cuando los criados se llevaron los pocos restos, habló Richard Bolton.
– Cuando estés listo, hermano Henry, cabalgaré contigo.
– ¿Cabalgarás conmigo?
– ¿Adónde?
– A tu casa, hermano Henry. Ya has presentado tus respetos a la novel pareja y no creo que sea tu intención interferir en su bendición de recién casados. En especial estando tu buena esposa enferma. Querrás estar con ella.
– Como te vas, tío -dijo Owein-, quiero despedirme. Hoy debo salir a inspeccionar nuestro ganado. Hay que seleccionar los peores animales y llevarlos al mercado. No podemos permitirnos alimentar bestias inútiles este invierno, ¿no? -Se puso de pie y estrechó la mano gorda de Henry Bolton enérgicamente. Se dirigió a Richard-: Gracias por toda tu ayuda. Que tengas buen viaje, y regresa pronto. -Le estrechó la mano, delgada y elegante. Por fin, se inclinó y besó a Rosamund; los labios se demoraron lo suficiente para que a ella se le acelerara el pulso. -¿Vas a hacer jabones o conserva hoy, mi amor? -preguntó, solícito.
– No lo he decidido aún -respondió ella, con una sonrisa-. Una mujer nunca termina su trabajo. Tal vez haga pociones medicinales, milord.
– Bien -dijo Henry Bolton-, me agrada comprobar que al menos por fin te portas como una esposa dócil y sumisa, sobrina.
– Gracias, tío -respondió ella, modosa, poniéndose de pie-. Permíteme acompañarte para despedirme como corresponde. -Le hizo una reverencia a Owein-. Te veré esta noche, milord -le dijo, y él salió de la sala. Rosamund ordenó a una joven criada-: Corre a las cocinas y asegúrate de que mis tíos tengan sustento para sus viajes del día.
– Sí, milady -respondió la muchacha, que hizo una reverencia antes de salir.
Rosamund envió entonces a un criado a los establos para asegura se de que las monturas de su tío hubieran comido y bebido y estuvieran listas para viajar. Cuando el muchacho volvió, regresaba la criad de las cocinas con dos cuadrados de tela de algodón, atados con sumo cuidado. Rosamund los tomó con una sonrisa.
– ¿Qué hay en ellos?
– Pan fresco, queso, un pedazo de carne y una manzana, señora -se apresuró a responder la muchacha.
– Llenen sus cantimploras a gusto, tíos -invitó la dama de Friarsgate-. El sol calentará mucho, y les vendrá bien un trago.
Cuando por fin los hermanos estuvieron listos, la sobrina los acompañó hasta el exterior de la casa, donde dos muchachos de los establos sostenían las monturas. Richard Bolton subió con gracia a su silla; el oscuro hábito de tela se levantó apenas lo suficiente para mostrar las pantorrillas blancas y musculosas y los delgados pies calzados en sandalias de cuero. Henry, por otro lado, necesitó un tocón para montar, y aun así hubo que empujarlo y subirlo a la silla. También a él se le levantó el traje, y se vieron sus muslos gordos y oprimidos en la calza oscura. No, no se lo veía bien, pero no era sólo por el peso.
– Que Dios los acompañe a ambos.
– Que Dios te dé un hijo, sobrina -dijo Richard Bolton-. Rezaremos por ti en St. Cuthbert.
– Gracias, tío.
Henry Bolton rezongó.
– ¿Podemos irnos? -gruñó. Y, como recordándolo, agregó-: Adiós, sobrina.
Luego de observar la partida de los dos hombres, Rosamund se volvió y entró en la casa. En la sala, la esperaba Maybel.
– No le vi buen aspecto al tío Henry.
Maybel rió.
– Acabo de oír un rumor de la cocinera, que tiene una hermana en Otterly Court. A la señora Mavis le ha crecido un inmenso vientre, pero no es obra de tu tío. Se dice que ella estuvo con un mozo de establo, joven y moreno. Tu tío los sorprendió y mandó a pasear al muchacho. Entonces Mavis les anunció a todos, en la cena de Pascua, que está otra vez encinta. Tu tío no se anima a negar que es el padre, porque prefiere morir antes de que se sepa que es un cornudo, aunque casi todo el mundo está enterado. Ahora bien, se dice que él está cuestionando la paternidad de todos los hijos que ha tenido con ella, excepto la del mayor, que es tan idéntico a él que no deja dudas de quién es el padre.
– Pobre tío Henry. Casi me da pena, porque está tan orgulloso de ser un Bolton, nacido del lado decente de la cama, a diferencia de mis tíos Edmund y Richard. Pero es tan avaro y desagradable que nadie puede evitar comprender a Mavis. No es fácil vivir con el tío Henry, Maybel, como bien lo sabemos las dos. Pero ¡adulterio! Es muy feroz la venganza que ella se ha tomado, diría yo, y los pobres niños sufrirán más que nadie por la indiscreción de ella y por el altanero orgullo de él.
– Tienes un corazón bondadoso, mi niña -dijo Maybel.
– ¿Te ocuparías de la casa hoy, Maybel? Todavía estoy cansada de nuestros viajes y quisiera retirarme a mi habitación para descansar un rato.
– Ve, mi niña.
– Me gustaría que me trajeran un baño -murmuró Rosamund.
– Enviaré a los muchachos con el agua caliente. Te prepararán la tina, milady.
– Qué importante suena eso.
– Bien, ahora eres la esposa de un caballero y así hay que dirigirse a ti. Ahora ve, milady.
Rosamund entró en su dormitorio y le sonrió al hombre que yacía en la cama, esperándola.
– Milord -dijo, con una reverencia-. He pedido un baño, pero debes esconderte cuando lleguen los criados, porque no quiero que se sepa que no estás en los campos seleccionando la hacienda, sino en nuestra cama, dándome placer. -Los ojos ámbar relampaguearon-. He despedido a mis tíos con comida para el viaje.
– Ven aquí, esposa, bésame -dijo él, entrecerrando los ojos verdes.
Rosamund, bromeando, mantuvo la distancia.
– Me contó Maybel que la cocinera, que tiene una hermana e Otterly, dice que Mavis tiene un vientre inmenso y que no es de mi tío. Por eso él está tan dispéptico. No se anima a negar su paternidad sin echarse encima el escarnio, y tú ya sabes cómo es el tío Henry.
– Ven aquí -repitió él, esta vez con más énfasis.
– Creo que oigo a los criados -respondió Rosamund, traviesa- Debes ocultarte en mi pequeño guardarropa, esposo.
De mala gana, Owein se levantó de la cama y caminó hasta el pequeño nicho cubierto. Se volvió, estiró el brazo y la atrajo hacia él.
– Señora, corres el riesgo de que te den unas palmadas, pues me temo que eres una pícara embustera. -Le dio un beso muy lento.
Sin aliento, ella lo apartó, no sin antes bajar la mano y acariciarle la estaca de deseo, que estaba con obvia necesidad de sus dulces atenciones.
– Decidiremos esto entre los dos después de que esté lista la tina. Quítate la ropa, milord, pues yo misma voy a bañarte.
– Ah -murmuró él-, así que eres tan rebelde como yo me temía, señora. Pero te obedeceré, mi amor, y espero con ansias tus tiernos cuidados. -Con una risa se metió en el guardarropa.
– Adelante -dijo Rosamund, al oír golpear a la puerta de la alcoba.
Entraron varios criados con cubos de roble con agua hirviente. Uno de ellos dejó su carga, sacó la tina que había junto al hogar y la puso ante el fuego. Entonces, los criados comenzaron a vaciar en ella el agua caliente. Rosamund añadió unas gotas de su precioso aceite de baño, obsequio de la reina de los escoceses, y de inmediato la habitación quedó inundada por la fragancia de brezo blanco. Los criados recogieron los cubos vacíos y se fueron.
– Um -El sonido provenía del guardarropa.
– Todavía no, mi señor, sólo un momento -le dijo Rosamund a su esposo, mientras sus dedos se apresuraban a desatarse la ropa y quitársela. Por fin, quedó tan desnuda como cuando Dios la trajo al mundo, y entonces lo llamó, con dulzura-. Ven, Owein. Estoy lista para ti.
Él apareció, igualmente desnudo. Al verla desvestida, sonrió.
– No te apartaré del rebaño, mi amor -bromeó-. Por Dios, Rosamund, eres la criatura más hermosa que tuve jamás ante mis ojos. No creo haber visto nunca a una mujer totalmente desprovista de ropa. -Su mirada era de abierta admiración.
Los ojos de ella recorrieron el cuerpo alto y esbelto de él. A la luz del sol que llenaba la alcoba, él se veía magnífico. Tenía la espalda muy ancha, pero la cintura era estrecha y las piernas, largas, pero bien formadas. Un vello dorado le cubría las piernas y el pecho, y una delgada franja de vello bajaba hasta el vientre, para entrar en el bosquecillo de rizos dorados que enmarcaban su masculinidad.
– Y tú eres la criatura más hermosa que yo he visto jamás, milord -le respondió ella, con ternura. Pero, entonces, se ruborizó por la temeridad de sus acciones y se apartó de él, tímida de pronto ante este hombre que era su esposo. ¿Todas las esposas se comportarían así con sus señores?
Él se acercó desde atrás y deslizó un brazo por la cintura de ella para atraerla hacia sí. Con la otra mano le cubrió un seno y comenzó a jugar con el pezón. Sus cálidos labios le rozaron la nuca, el hombro. Luego comenzó a hablarle bajo al oído y a excitarla con el calor de su respiración tanto como con las palabras que le susurraba.
– Anoche me preguntaste si haríamos el amor como el carnero y la oveja. Te dije que lo haríamos, pero no la primera vez. Tres veces he entrado en ti, Rosamund. Ahora te mostraré cómo toma el carnero a la oveja. -Sus dedos se cerraron sobre el seno de ella y apretaron.
Ella casi no podía respirar por el efecto de sus palabras. Se estremezo de excitación mientras él la llevaba lentamente hacia la mesa que había junto al fuego.
Cuando ella estuvo con los muslos contra la mesa, él volvió a hablarle al oído.
– Ahora, mi amor, dóblate hacia adelante, y agárrate de la mesa. Así estarás en la posición de la ovejita en los prados. El voluptuoso carnero te cubrirá con su cuerpo, te montará, y su vaina húmeda y caliente te penetrará… ¡así! -Se introdujo en ella con un solo movimiento.
Rosamund contuvo el aliento al sentir que él la penetraba tan plenamente. Su miembro estaba tan grande; juraría que vibraba dentro de ella.
– ¡Ay, Owein! -gimió, suave-. ¡Ay, sí! -lo alentó cuando él comenzó a moverse dentro de ella. El peso de él le oprimía los senos sobre la mesa. Los dedos de él le apretaban las caderas. Ella gimió de placer cuando él empujó al máximo. Y luego salió casi por completo de su interior con un movimiento lento, sensual y majestuoso de su masculinidad-. ¡Por favor! -Ella sentía la excitación que le crecía por dentro-. ¡Ay, por favor, no pares! ¡No pares, Owein! -Arqueó la espalda para permitirle a él entrar más a fondo-. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ahhhhhhhhhhhhhh! -exclamó ella. Entonces llegó a la cumbre y se desmoronó, casi decepcionada de que no hubiera más.
Su néctar entró como una tromba en el cuerpo ansioso de ella. Él no había pensado rendirse tan fácilmente, pero era imposible resistirse a ella. Y ahora lo sabía. Uno le hace el amor a una esposa como le hace el amor a cualquier mujer. Con pasión, con habilidad y, en el caso de Rosamund, con amor. La besó en la oreja y murmuró:
– ¡Beee!
Rosamund rió. No podía más. Él le había hecho el amor de una manera muy excitante, y se sentía maravillosamente.
– Déjame incorporarme, mi amor. Creo que ahora los dos deberemos bañarnos. -Sintió que él salía del interior de ella y se incorporaba-. Ven. La tina se enfría. Tú primero, y yo te lavaré. -Lo tomó de la mano y lo llevó a la tina de roble redonda.
Él se metió y se sentó con cuidado.
– No creo que haya lugar para los dos -dijo, con pena.
– No en esta tina, aunque he oído que hay unas más grandes. ¿Le pedimos al tonelero que nos haga una, milord? -Se arrodilló junto a él y comenzó a lavarlo con su paño de franela y una barra de jabón.
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