– ¡Agh! -La oleada de dolor la recorrió y se fue con la misma rapidez.

– Sigue caminando -le dijo Maybel.

Pusieron la silla de parir junto al hogar sobre un lecho de paja. En el fuego hervía un enorme caldero de agua. Había una mesita llena de paños limpios. En otra, una jarra de bronce y una pequeña botella de aceite. Trajeron la cuna junto con los paños para fajar al recién nacido.

– Ahora, salgan todos -ordenó Maybel.

– ¡Que Owein se quede! -exclamó Rosamund mientras su tío el sacerdote y los criados salían de la sala.

– Dar a luz es asunto de mujeres, mi niña -dijo Maybel.

– Me quedaré -dijo Owein, en voz baja, y Maybel asintió.

Rosamund caminó por la sala hasta que sintió débiles las piernas ya no pudo tenerse en pie. Owein la sostuvo antes de que cayera y la llevó a la silla de parir. La sentó y ella se aferró a los robustos brazos de madera, porque los dolores venían ya muy seguido. Finalmente, pareció que no había respiro para tanto dolor.

– Puja, mi niña -ordenó Maybel-. Tienes que pujar para que salga la criatura de tu cuerpo.

– No puedo -gimió Rosamund. Tenía la frente perlada de transpiración y casi no podía respirar.

– ¡Tienes que pujar! -dijo Maybel, severa.

El largo crepúsculo de primavera se convirtió en la más negra de las noches. La oscuridad persistía, y Rosamund se cansó más y más luchando por traer a su hijo al mundo, al heredero de Friarsgate. Owein se quedó a su lado, alentándola, mojándole los labios resecos con un paño empapado en vino, apartándole los cabellos, ahora lacios y húmedos, de la frente.

Por fin, cuando el cielo comenzaba a aclarar con el nuevo día, Maybel gritó:

– ¡Ya casi está, mi niña! La criatura casi salió. ¡Con el próximo dolor tienes que pujar con todas tus fuerzas!

Y Rosamund se aferró a los brazos de la silla, apretando los dientes y gruñendo mientras pujaba con todas sus fuerzas. Un grito rasgó el alba y Maybel, de rodillas ante la silla de parir, ayudó a que la criatura terminara de salir del cuerpo de su madre.

– ¡Es una niña! -exclamó Maybel-. ¡Tan bonita como tú cuando naciste!

– ¡Pero yo quería un varón! -gimió Rosamund.

– La próxima vez -dijo Owein, y sus ojos brillaron cuando miró por primera vez a su hija.

– ¿La próxima vez? Tú tienes que estar loco -le dijo Rosamund, pero Owein y Maybel rieron.

– ¿Qué nombre le pondremos? -le preguntó a su agotada esposa

– ¿Qué día es hoy? -preguntó Rosamund, exhausta, casi incapaz de mantener los ojos abiertos.

– Es 29 de abril.

– Mañana es mi cumpleaños. Cumpliré quince. Pero hoy es el día de santa Catalina. Le pondremos como mi madre, como la santa y como la reina de los escoceses -decidió Rosamund.

Maybel había terminado de limpiar a la niña, cuyos alaridos ya no eran tan fuertes. La envolvió con paños apretados y se la entregó a su madre.

– Tiene tus mechones rojizos, mi niña.

Rosamund miró a su primogénita.

– Bienvenida al mundo, Philippa Catharine Margaret. Casi compartimos el cumpleaños -dijo y rió cuando su hija bostezó y cerró los ojos para dormir, como diciendo: "Ahora que todo terminó podemos descansar un rato".

El delgado dedo de Owein tocó la mejilla sedosa de la criatura.

– Nuestra hija -murmuró, despacito.

– Lo siento, milord. Traté de darte un hijo varón.

– Es perfecta. No podría ser más feliz, mi amor.

– ¿De verdad? -preguntó ella, escudriñando el hermoso rostro de él.

– De verdad -respondió él-. Ahora tengo dos hermosas mujeres para amar y malcriar.

CAPÍTULO 11

Si había algo que Rosamund había aprendido en su breve paso por la Corte era el valor de tener conexiones con personas importantes. No había considerado seriamente la cuestión hasta el nacimiento de su hija. Porque, ahora, Philippa era la heredera de Friarsgate, pero, aunque fuera suplantada por un hermano varón, seguiría siendo la hermana del heredero. Rosamund sabía que en esa región tan poco habitada era difícil conseguir buenos maridos. Se tomarían en cuenta la dote de su hija, su belleza y sus conexiones. Philippa no era de cuna noble, pero tampoco era una campesina. En consecuencia, de sus padres dependía mantener sus frágiles lazos con la Corte de los Tudor, aunque más no fuera por la niña.

Rosamund le escribió a la Venerable Margarita y a su antigua acompañante, Margarita, la reina de Escocia, anunciándoles el nacimiento de su hija. También se le ocurrió escribirle a Catalina de Aragón, que probablemente sería reina de Inglaterra algún día. Podría ser muy útil conservar la relación con una reina. Para deleite de Rosamund, llegaron cartas de las tres mujeres. La madre del rey enviaba sus felicitaciones junto con un pequeño broche de esmeraldas y perlas para Philippa. La reina de los escoceses mandó doce cucharas de plata y una carta llena de rumores escrita con su propia mano. La viuda Catalina había dictado su misiva a su secretaria, pues su inglés seguía siendo malo. En ella, la princesa española enviaba sus cariñosos deseos de buena salud para Philippa y se disculpaba porque su regalo, un pequeño misal encuadernado en cuero, no era más importante. Explicó que sus fondos eran escasos y que el rey no la ayudaba.

Rosamund quedó pasmada, pero a Owein no le llamó la atención. Le explicó a su esposa que Enrique Tudor no se sentiría responsable por Catalina hasta que ella no se casara con su hijo menor. Estaría convencido de que el padre de ella, el rey Fernando, tenía la obligación de mantener a su hija. Si bien se esperaba que el casamiento ocurriera en algún momento, el príncipe Enrique era todavía demasiado joven para contraer enlace. Podría haber un partido más ventajoso para el heredero al trono de Inglaterra y hasta que el rey pudiera decidirse, retendría la custodia de la princesa española.

La princesa, gentil y obediente, estaba ahora a merced de su padre y de su suegro, y ninguno de los dos consideraba que Catalina necesitara fondos para pagar a sus criados, vestirlos, alimentarlos y albergarlos. Sus propias vestimentas, el magnífico guardarropa que había traído consigo al llegar a Inglaterra hacía ya varios años, comenzaban a manifestar el paso del tiempo. Tenía solo dos trajes de damasco todavía en buen estado. Y, además, la desafortunada princesa no gozaba de buena salud. Le contaba a Rosamund en su carta que se había puesto pálida, demacrada y desganada. Los médicos decían que era su incapacidad de adaptarse a la comida inglesa y al clima de la isla.

– Me pregunto si será eso -le dijo Rosamund a su esposo-, o si es el temor al futuro lo que la preocupa. No estaba enferma antes de la muerte del príncipe Arturo ni después, mientras permaneció con nosotros. Estuvo en Greenwich, pero dice que ahora que la llevaron al palacio Fulham, en el campo, no solo no mejoró, sino que empeoró.

Rosamund le contestó a la princesa que rezaría por su salud. Le contó de Philippa, de cómo cada día traía cambios para su bebé. Le dijo que su hija, cuando hubiera crecido lo suficiente para comprender el honor que se le había dispensado, adoraría el hermoso misal de cuero. Y la solitaria Catalina de Aragón decidió responder, y así nació la correspondencia entre ellas. El Papa, escribía Kate, había dado la dispensa para su casamiento con el príncipe Enrique. Tendría lugar cuando él cumpliera catorce y ella, diecinueve.

Cuando Philippa Meredith cumplió siete meses, murió la reina Isabel de España. Su hija menor, en Inglaterra, quedó desolada por la pérdida. De lo que no tuvo conciencia fue de que con ello su posición social cambiaba drásticamente. Isabel había sido reina de Castilla por derecho propio. Su esposo, el rey de Aragón, solo había sido consorte, pero entre ambos habían reinado sobre casi toda España. La hija mayor, Juana, esposa de Felipe el Hermoso, archiduque de Austria, heredaría el trono de su madre. Cuando Juana se convirtió en reina de Castilla, la condición social de su hermana menor cayó en gran forma, porque ahora Catalina no era más que la hija del rey de Aragón y no la de Fernando e Isabel de España. Enrique Tudor comenzó a replantearse seriamente el matrimonio entre el hijo que le quedaba y la princesa. Y Catalina, que no era ninguna tonta, de pronto tuvo muy claro lo precario de su posición.


Parece que ya no hay quien me proteja. Cómo desearía tener un brazo fuerte como el de tu buen sir Owein. Si bien en la Corte se me alberga y se me alimenta, aunque no sea de muy buena gana, ya no tengo dinero para mis necesidades mínimas. Mi padre y el rey Enrique regatean, mientras mis pobres criados están más y más andrajosos cada día que pasa. El rey casi no me presta atención y, aunque le he pedido al embajador de mi padre, el doctor De Puebla, que interceda por mí, el hombre es un inútil, solo le interesa conservar su puesto. Le he escrito a mi padre sobre esto, pero no menciona el punto en su correspondencia.

Estoy muy disgustada con mi dueña, doña Elvira. Aquí estoy yo, en aprietos económicos, y ella sigue preocupándose por mi decoro. Luego de haber probado la libertad de las mujeres inglesas, ya no puedo volver a ser verdaderamente española. Pero esta entrometida le escribió a mi padre contándole que mi comportamiento no se correspondía con el de una princesa de España. Mi padre, a su vez, le escribió al rey Enrique, y ahora me han dicho que debo obedecer los deseos de mi padre. Se me han prohibido pequeños placeres como cantar y bailar con otros en la Corte. ¡Si pudiera mandaría a esa bruja de regreso a España!


– Pobre Kate -le dijo Rosamund a Owein cuando terminó de lee la carta-. ¿Se ofendería si le enviáramos un poco de dinero? No soporto pensar que maltraten a Kate de esa manera.

– Estoy de acuerdo -dijo Owein-, pero déjame pensar el importe adecuado, mi amor, para no a ofender a la princesa, que es una mujer orgullosa.

Owein no le dijo a su esposa que se había enterado, por antiguos de la Corte, que el rey había entrado en negociaciones secretas con los nuevos reyes de Castilla para casar al príncipe Enrique con su hija, la princesa Leonor, de seis años, cuya condición social era ahora más importante que la de su tía de diecinueve años. Todo el mundo hablaba de esto en susurros, aunque no era, por cierto, un tema de conocimiento público.

Aunque el príncipe había cumplido catorce años en junio, el matrimonio con Catalina no se celebró, y ni siquiera se lo mencionaba. Catalina de Aragón comenzaba a darse cuenta de su situación. Comprendió que el hecho de que su padre no hubiera podido entregar la segunda cuota de su dote era un tema ríspido y le escribió para implorarle que ofreciera un pago en oro por la plata y las joyas que ella poseía, lo que originalmente iba a ser el pago final a Enrique Tudor. Fernando le prometió a su hija que enviaría el resto de la dote.

Para la primavera el pago aún no había llegado y el rey inglés comenzó a quejarse públicamente con gran resentimiento. La posición de Catalina en la Corte se volvió más precaria. Fernando estaba técnicamente en su derecho de negar el pago hasta que el matrimonio no se celebrara formalmente y pudiera consumarse. Pero hasta que no se celebrara formalmente no podría consumarse, y no se consumaría hasta que el rey Tudor no tuviera toda la dote de la princesa en la mano.

Rosamund alumbró a su segunda hija en marzo de 1506. Su nueva niña fue bautizada Banon Mary Katherine. Banon había sido el nombre de la madre de su esposo. Significaba reina en lengua galesa. Mary» por la santa Virgen y Katherine, por la princesa de Aragón, a quien se le pidió que fuera la madrina. Y la princesa aceptó. Para Friarsgate era todo un acontecimiento y un honor.

Una noche de primavera estaban sentados en la sala y Rosamund le dijo a su esposo:

– Tienes que ir a ver a la princesa. Le llevarás el dinero del que hablamos la vez pasada, para ayudarla con sus gastos. Está muy pobre y no se encuentra bien. No entiendo por qué no se ha celebrado su matrimonio, si el príncipe Enrique ya está en edad.

– Es muy largo el camino hasta la Corte -le recordó Owein a su esposa. Había decidido no contarle a Rosamund de la doblez de Enrique Tudor.

– Yendo solo llegarás al sur mucho más rápido que cuando fuiste escoltándome. No podemos confiar este asunto a un extraño, Owein. No soporto pensar que una persona tan bondadosa y delicada como Kate reciba maltrato. Ve, por favor. Si no es por ella, hazlo por mí. Si estoy disgustada, se me cortará la leche, y no querrás poner a la pobre Banon con un ama de leche.

– Estamos en primavera. Hay que plantar y tenemos que seleccionar las ovejas, y pronto habrá que celebrar el tribunal del señorío, que ya ha terminado el invierno -argumentó él con una pequeña sonrisa.

– Edmund se hará cargo de plantar, de las ovejas y de todo lo que haya que hacer. Y yo me ocuparé del tribunal, milord, como tú bien sabes. Ve al sur, por mí, por favor.