– Enseguida, milord -respondió ella, y llamó a los criados para que trajeran la comida-. Y apenas hayas comido me contarás todo lo que has visto y oído.

Él asintió y se sentó a la mesa principal.

Le llevaron un pollo, dorado y relleno con pan, manzanas, cebollas y apio. Una linda trucha, cortada, servida sobre un lecho de un berro fresco. Había un recipiente con guisado de cordero: los pedazos de carne flotaban en una salsa cremosa con cebada, rodajas de zanahorias y puerros dulces. Llevaron pan casero caliente, manteca dulce y una tajada de queso amarillo. Los dos comieron con apetito, sopando la salsa del guisado con el pan. Vaciaron varias copas de cerveza. Y cuando se hubieron saciado, apareció un criado con un recipiente con frutillas y otro con crema batida.

– Ahora -dijo él, metiendo una frutilla en la crema y dejándola caer en la boca-, te contaré todo, mi amor.

Rosamund escuchó, sin interrumpirlo, hasta que concluyó el relato.

– La pobre Kate tiene menos control sobre su vida que nosotros -se apenó Rosamund-. Es una princesa, a mí no se me hubiera ocurrido que esto fuera posible. No puedo creer que el rey sea tan cruel. ¿Qué clase de ejemplo le da al príncipe?

– No es cruel deliberadamente -explicó Owein-. Él y el Rey Fernando despliegan sus juegos de poder. Es como el ajedrez. Por desgracia, la princesa es su único peón y sufre en consecuencia.

– Tenemos que seguir ayudándola, Owein. Nosotros tenemos tanto, tú y yo, aquí en Friarsgate. Ella no tiene más que sus esperanzas porque no disponemos de mucho en efectivo, porque aquí en el campo uno vive del trueque, pero debemos conseguir dinero para enviarle en cuanto podamos. Por favor, no me niegues esto. -Lo miró con ansiedad.

– Tú eres la señora de Friarsgate, mi amor, yo no soy más que tu esposo. Pero pensamos igual en este asunto, Rosamund. En el otoño vendrá alguien de visita de parte de la princesa Catalina. Y volverá con lo que podamos enviarle.

– ¡Sí! Podemos vender algunos corderos o dos vaquillonas. Hay un potrillo en el prado que todavía no ha sido castrado y que nos dará una buena ganancia, porque es hijo de Danzarín de las Sombras, el mejor padrillo de caballos de guerra que hubo todo el norte de Inglaterra. Yo le puse Papamonta, porque es idéntico a su padre. Si hacemos correr la voz de que lo tenemos en venta, podemos sacarle buen dinero para enviarle a la princesa Catalina -dijo Rosamund, con entusiasmo-. Ese caballo nos puede dar mucho.

– Que pase el verano en nuestras pasturas, engordando -sugirió Owein-. Lo venderemos después de Lammas.

Ella asintió.

– Es un buen plan -y agregó-: tienes que darte un baño, porque apestas al camino. Iré a preparártelo ahora. Maybel vendrá a buscarte.

– Tal vez usted desee acompañarme, milady -dijo él, en voz baja-. Esa linda tina que nos hizo el tonelero nos ha visto muy poco en los últimos meses. Ahora que Banon nació, podemos volver a usarla. -La oyó reír entre dientes, mientras se iba de la sala. Los ojos de él se dirigieron a sus hijas. Philippa jugaba en el suelo bajo la mirada vigilante de su nodriza. Ya había cumplido dos años y era muy activa. Tenía los cabellos rojizos de Rosamund, pero los ojos azules que tenía al nacer estaban cambiando al verde avellana de él. Junto al fuego, el pie de la nodriza hamacaba rítmicamente la cuna de Banon. Él conocía poco de esta segunda hija suya, más que su carácter animado.

Rosamund parecía ser una buena reproductora. Sus embarazos eran fáciles, con pocos malestares. Daba a luz rápidamente y sin grandes dificultades. Las niñas se veían sanas. Pero ella quería darle un hijo varón y la verdad era que él también lo deseaba. Pero jamás lo admitiría, porque conocía bien a su esposa. Rosamund lo amaba tanto como él a ella. Si él decía que quería un varón, ella intentaría engendrarlo hasta que lo tuviera o ya no pudiera concebir. Owein Meredith no era ningún tonto Sabía que demasiados hijos podían matar a una mujer. Su madre había muerto así. Prefería toda la vida tener a su dulce Rosamund antes que un hijo varón.

Maybel interrumpió sus pensamientos.

– Tu baño está listo, milord. Todavía no tuve la oportunidad de darte la bienvenida a casa, pero lo hago ahora.

– Maybel -dijo él, sin más-, ¿cómo se hace para impedir que una mujer conciba un niño?

– ¡Milord! Eso está prohibido.

– Sí, pero sé que hay maneras, y sospecho que tú las conoces. Escúchame, Rosamund quiere darme un hijo varón, pero yo pienso que tener un hijo tan seguido de Banon podría hacerle daño a mi esposa. ¿Puedes ayudarme, Maybel?

– Yo sé que no refrenarás tus pasiones -dijo Maybel, en voz baja, con un brillo en los ojos.

– Es que esa muchacha no me deja en paz -dijo él, bromeando-, y yo reconozco que tengo debilidad por ella.

Maybel rió, pero enseguida se puso seria.

– No te enojes, milord, te lo ruego, pero yo ya eché mano del asunto. Lo hice después del nacimiento de Philippa. Rosamund no lo sabe, pero debe descansar entre un embarazo y otro, y ella no lo haría si la cuestión quedara en sus manos. Todos los días le doy una bebida, un tónico, que ella toma porque confía en mí. En realidad, es un preparado que hago con semillas de zanahoria silvestre y un poquito de miel para quitarle el dejo amargo. Eso debería hacer que tu semilla cayera en terreno yermo, milord. Un hijo cada dos años es más que suficiente. Algún día debemos tener un hijo varón para Friarsgate.

– De acuerdo, pero no demasiado pronto. -Le sonrió a Maybel. Me iré a tomar mi baño con la tranquilidad de que podremos amarnos, pues no debo negarle nada a mi muchacha, traviesa como es.

– Es el mismo espíritu que la mantuvo a salvo de su tío Henry y sus maquinaciones -respondió Maybel, devolviéndole la sonrisa a Owein.

Él corrió escaleras arriba, a su dormitorio. Al entrar encontró a su esposa esperándolo. Cerró la puerta y le pasó el cerrojo.

– Entonces ¿me vas a acompañar, milady? No me respondiste cuando te lo pedí en la sala. -Se sentó y tendió hacia ella el pie calzado con la bota.

Rosamund le sacó las botas y le quitó las medias tejidas. Entonces, frunció la nariz.

– ¡Jesús, María y José! Nunca olí algo tan horrible y, en respuesta a tu pregunta, milord, sí, te acompañaré. ¿Cómo, si no, podría restregarte para sacarte la mugre del cuerpo y quitarte los piojos que seguro te contagiaste en la Corte? Te imagino en la sala del rey con tus amigotes, bebiendo y hablando toda la noche. Si mal no recuerdo, tus compañeros no son demasiado exigentes en lo que hace al cuidado personal.

– Un caballero no tiene muchas oportunidades de bañarse -admitió él mientras ella lo desvestía.

– ¿Viste al príncipe Enrique?

– En la sala, después de la cena, sí, pero no hablé con él, mi amor. Está hecho todo un hombre: alto, de huesos grandes, y muy parecido a su abuelo, el rey Eduardo IV, dicen. Es muy bien parecido, con la piel tan clara como una doncella, sus cabellos dorados y los ojos azules brillantes. Se parece mucho a su fallecido hermano, Arturo, aunque este no tenía la estatura, la imponencia ni la buena salud de Enrique. Es muy bullicioso e inteligente. La gente lo adora. Es tanto el amor que sienten Por él como el desagrado hacia el padre.

– Métete en la tina -le ordenó ella, y él obedeció. Ella se quitó la camisa y se introdujo con él en el agua caliente.

– Tienes que besarme antes de cepillarme -dijo él, con una pequeña sonrisa-. ¡Dios! El agua está preciosa, mi amor. Nadie prepara los baños como tú. -Olió-. ¿Brezo blanco?

– No te quedará el aroma, pero, considerando el viaje que hiciste, pensé que sería bueno agregar un poco de perfume. -Le dio un beso, pero a él no le alcanzó.

La atrajo a sus brazos y apretó firmemente sus labios contra los de ella y, ganada como siempre por sus besos, Rosamund suspiró. Sus lenguas jugaron a las escondidas. Las manos de él comenzaron a recorrer el firme cuerpo de ella, a acariciarle las nalgas, los senos. Él mismo se sorprendió con la rapidez de su excitación. No hablaron. Él la apoyó contra las paredes de roble de la tina, la levantó y la atravesó con su espada de amor.

– ¡Aahhh! -suspiraron de placer a la vez.

Ella le echó los brazos al cuello y se apretó contra él.

Él le tomó el rostro entre sus manos.

– No me pidas que vuelva a separarme de ti, Rosamund. Te extrañé muchísimo.

– Y yo a ti, milord. Ah, oh, eso me gusta, Owein.

Él apretaba los glúteos al pujar dentro de ella.

– Sí, es el paraíso, mi amor.

Sus labios se juntaron en un beso ardiente que intensificó la pasión que los consumía. Él sintió que se acercaba el momento culminante y ella también. El deseo de él explotó cuando los dientes de ella se hundieron en su hombro. Entonces, ella aflojó la presión de las piernas, que rodeaban la cintura de él y quedó, débil, pegada a su esposo. Sus jadeos entrecortados se convertían, poco a poco, en suspiros profundos de satisfacción.

Por fin, Rosamund volvió a abrir los ojos. Todavía sentía las piernas temblorosas, pero igual tomó el paño de franela y comenzó a lavar a su esposo. Owein tenía una sonrisa en los labios, y ella rió al notarlo.

Al oír la risa, él abrió los ojos verde avellana y dijo:

– ¿Hay algo que le está haciendo gracia, milady?

– Se ve que sí me extrañaste, Owein. ¿Ninguna dama de la Corte te ofreció sus encantos, por los buenos tiempos, milord? Estabas muy desesperado por hacer el amor conmigo.

– Tú tampoco te hiciste rogar, mi amor -bromeó él, a su vez-. Creo que nunca habíamos hecho el amor en nuestra tina. Me pareció muy estimulante. Me pregunto si todos los esposos y esposas disfrutan como nosotros. Creo que hemos alcanzado mucho con lo que nos ha tocado.

– No ha sido malo. Tú me amabas aun antes de casarnos y yo he llegado a amarte con todo el corazón. Solo espero que la pobre Kate algún día tenga la misma buena fortuna. Ahora quédate quieto, Owein. Nunca vi tanta mugre como la que tienes en el cuello y las orejas. No sé si terminaré de lavarte alguna vez.

– Me laves o no, mi amor, te ruego que te des prisa. Me muero por estar en la cama y volver a tenerte en mis brazos.

– Haremos el varón pronto si continúas portándote con tal entusiasmo -gorjeó ella, complacida.

– Haremos el varón cuando Dios lo disponga, mi amor -respondió él, sintiéndose algo culpable por el engaño que él y Maybel habían tramado, pero lo cierto es que él no quería perderla, ni en ese momento ni nunca.

El verano pasó en paz. Tuvieron pocas noticias del sur. El rey saldría en su viaje oficial, pero nunca iba tan al norte. El tiempo no fue tan clemente como habrían deseado, de modo que la cosecha no fue pródiga como la del año anterior. Igual, sobrevivirían al invierno. Edmund Bolton hizo correr la voz de que Friarsgate vendería un potrillo después de Lammas. La venta sería el 1° de septiembre.

Papamonta era un animal gris moteado, con la crin y la cola negras como el carbón. Retozaba, bufaba y sacudía la crin cuando lo trajeron al espacio cerrado donde lo exhibirían a los compradores interesados.

– ¿Ha sido entrenado para pelear? -preguntó el representante del conde de Northumberland.

– Es demasiado joven -respondió sir Owein-, pero si el comprador quiere, lo entrenaremos. Pero lo hemos dejado entero porque su valor radica en su capacidad de procreación. Su padre es Danzarín de tas Sombras.

– El conde quiere un caballo que pelee -fue la respuesta.

– Entonces este no es el animal para él. Pero tenemos un capón bien entrenado que podría interesarle. Si quiere seguir a Edmund Bolton a los establos, él le mostrará el animal.

El hombre del conde asintió y fue tras Edmund. Esto dejaba dos interesados. Un representante de lord Neville y Logan Hepburn. Owein se sorprendió porque no sabía que Logan Hepburn tuviera el dinero necesario para semejante compra. Pero el Hepburn de Claven's Carn compitió acaloradamente con el hombre de lord Neville. Finalmente, llegaron a un punto en que sir Owein se vio obligado a decir:

– Caballeros, debo ver el dinero antes de continuar.

Ambos mostraron bolsas muy cargadas. Entonces, el hombre de lord Neville volvió a superar lo ofrecido por Logan Hepburn. Luego, le tocó el turno al Hepburn de elevar la oferta, y dijo:

– Yo estoy ofreciendo en nombre de mi primo, el conde de Bothwell, que quiere el animal para regalárselo a su reina.

El hombre de lord Neville rió con pena.

– Entonces debo abandonar mis ofertas, porque no ofertaré contra un hombre que quiere obsequiar a Margarita Tudor, la hija de mi rey. El animal es suyo, milord.

Logan Hepburn hizo una inclinación.

– Gracias.

– Concluiremos nuestro negocio dentro de la casa -dijo Owein. Se volvió al representante de lord Neville-: ¿Nos acompaña, y tomaremos un poco de vino, milord?