– No, pero muchas gracias, sir Owein. Debo regresar a darle a mi señor la decepcionante noticia. -Se inclinó ante los otros dos, montó su caballo, que estaba atado cerca, y se alejó.

Owein llevó al Hepburn a la sala, donde esperaba Rosamund. Ella levantó las cejas, sorprendida, al ver al invitado.

– Logan Hepburn ha comprado a Papamonta para su primo conde de Bothwell, que desea el animal para regalárselo a la reina.

– No será un buen regalo, Logan Hepburn -opinó Rosamund. A la reina de los escoceses solo le gustan los palafrenes mansos. ¿Qué haría con un padrillo como Papamonta?

Logan Hepburn le entregó a Owein la bolsa de monedas.

– Mentí -admitió, y le brillaban los ojos azules-. El hombre de lord Neville me estaba irritando y, además, yo no podía gastar más. Se lo dejo todo, si quiere. Deseo el caballo para mí. -La desafiante mirada que les dirigió no dejaba lugar para una contradicción, pero Owein lo hizo.

– Has actuado de manera deshonrosa. Yo tendría que mandar buscar al hombre de lord Neville para que compre él el caballo.

– Pero no lo harás. Neville no trata bien a los caballos y ustedes lo saben. Simplemente lo he salvado de un final desdichado para este remate. El hombre del conde quiere un caballo de pelea. Yo quiero un padrillo. Al final, yo le habría ganado al hombre de lord Neville. ¿Mi dinero no es igual de bueno que el de un inglés?

– No es tu dinero lo que cuestiono, sino tus modos. Abre la bolsa y desparrama el contenido ante mis ojos.

Logan Hepburn derramó con descuido las monedas sobre la mesa principal. Owein contó el importe acordado. Iba a devolver el sobrante, pero, para su sorpresa, Rosamund se adelantó y tomó el resto.

– Ya que estabas dispuesto a ofrecer toda la bolsa, milord, así será, y lo entregarás todo por tu mal comportamiento. Sucede que, como mujer sensata, tu dinero escocés me parece tan bueno como las monedas inglesas.

Logan Hepburn largó una carcajada.

– Rosamund, no podemos -intervino Owein.

– ¡Sí que podemos! Recuerda el destino del dinero, esposo. Este astuto escocés nos habría engañado si hubiera podido. Se merece que nos quedemos con todo.

– Quédenselo -dijo Logan Hepburn, secándose las lágrimas que le rotaban por la risa-. Cada vez que pienso, milady de Friarsgate, eres tan mansa y dulce como las ovejas que habitan tus colinas, sorprendes con tus garras, que son muy filosas. Eres un oponente de gran fuste. -Se inclinó ante los dos-. Sé por dónde es la salida. Llevaré el caballo conmigo si me preparan el recibo de compra.

– Edmund Bolton te lo dará -dijo Owein, brevemente.

El Hepburn de Claven's Carn volvió a inclinarse.

– Entonces, les deseo un muy buen día a los dos. Espero con ansia nuestro próximo encuentro, milady. -Y saludando con la mano abandonó la sala.

– Empiezo a entender por qué no te gusta este hombre -dijo Owein, con los dientes apretados-. Te mira como si fueras su próximo bocado.

Le tocó el turno a Rosamund de reír.

– ¿Estás celoso, esposo mío? -bromeó, y le dio un pequeño golpe en la mandíbula apretada-. No nos engañó, Owein. Pagó por el caballo el precio que queríamos y un poco más. Enviaremos ese dinero al sur con el hombre de Kate cuando nos visite en el otoño. Estoy satisfecha, y espero que tú también.

Él se inclinó y le dio un beso intenso.

– Sí, creo que estoy celoso, mi amor. Cada vez que lo vemos me acuerdo de que Logan Hepburn te quería por esposa antes de que nos casáramos. Y tengo entendido que aún no se casó.

– Pero tú sí, y conmigo. Dejemos de pensar en ese tosco fronterizo y disfrutemos de estar juntos -dijo, suavemente, con una sonrisa seductora y una caricia.

Él asintió.

– Sí, mi amor. Debo recordar que te tengo yo, y no él.

CAPÍTULO 12

Rosamund recibió apenas una carta de Catalina de Aragón después del verano de 1506 y la visita de Owein a la Corte. En ella, Kate comenzaba a decir, llena de gozo, que el rey le estaba permitiendo pasar más tiempo con el príncipe Enrique. Al parecer, la diferencia de edad comenzaba a desaparecer a medida que él se hacía adulto. El príncipe era atento y amable, escribía la princesa, y seguía refiriéndose a ella en público como "mi muy amada consorte, la princesa, mi esposa". Empezó a crecer un lazo de afecto entre Catalina de Aragón y el joven príncipe Enrique Tudor. No obstante, al ver lo que estaba sucediendo, el rey decidió separar a la pareja, porque todavía no había decidido si ese matrimonio se concretaría.

Creo que ahora considera que el matrimonio entre su hijo y yo no tendrá lugar. Volvieron a enviarme al Palacio Fullham, aunque el rey ha dicho que, si prefiero cualquier otra de sus casas, puedo tenerla. No puedo mantener Fullham y se lo he dicho por carta al rey. ¿Por qué no entiende mi situación? Ahora se me ha informado que el próximo otoño regresaré a la Corte. Ay, Rosamund, ¿qué será de mí? Estoy empezando a tener miedo, pero debo confiar en Dios y su santa Madre para que me protejan de todo mal. Últimamente he sentido flaquear mi fe y debo arrepentirme, para no ser castigada.

– Es intolerable que jueguen al gato y el ratón con ella -dijo Rosamund, indignada.

Hasta que, en noviembre, llegó un mensajero de la princesa de Aragón con noticias inesperadas. El cuñado de Kate, el archiduque, había muerto súbitamente a la edad de veintiocho años. Su hermana, Juana, la reina de Castilla, estaba desolada. Juana, que nunca había sido muy estable, se había desmoronado y se negaba terminantemente a aceptar que su esposo había muerto. Al principio impidió que enterraran el cuerpo, y abría el féretro y besaba apasionadamente los restos en descomposición antes de caer en grandes ataques de histeria y llanto. Al fin, sus criados la convencieron de que su esposo merecía un entierro decente y cristiano.

De inmediato, el rey Fernando avanzó para tomar posesión de Castilla, pues era obvio para todo el mundo que la reina Juana, que nunca había sido fuerte, jamás volvería a estar del todo cuerda. No podía gobernar. Su hijo de ocho años, Carlos, fue nombrado Carlos I de Castilla, y su abuelo de Aragón actuó como regente para el niño. Ahora, Fernando volvía a tener toda España en sus manos. Sin embargo, esto no ayudaba a la posición de Catalina, pues, algún día, su sobrino sería rey de Castilla.

Rosamund y Owein le dieron al hombre de la princesa el dinero de la venta de Papamonta y adjuntaron una cariñosa carta de apoyo con instrucciones de que el mensajero regresara en la primavera con noticias y con el compromiso de que ellos tratarían de seguir ayudándola.

– Venderemos corderos -dijo Rosamund, decidida-. ¡Ah, Owein, por qué no seré una heredera rica, con bolsas llenas de oro en el sótano! Pero soy apenas la señora de Friarsgate. Mi tesoro está en mis tierras, mis rebaños y mi ganado. ¿Te parece que la pobre Kate alguna vez será reina de Inglaterra? -Suspiró-. Es una pobre muchacha, pese a su rango alto.

A fines de la primavera de 1507, las dos hijas de Rosamund festejaron cumpleaños. Para alivio de sus padres, eran niñas fuertes y sanas. Donde iba Philippa seguro estaba Banon, persiguiendo a su hermana sobre sus piernitas regordetas. Para fines del verano, Rosamund supo que estaba encinta otra vez y se desesperó.

– ¡Otra niña, estoy segura! -gimió-. ¿Por qué no puedo darte un hijo varón, Owein?

– No puedes saberlo hasta que nazca. Y si viene otra niña me alegraré, siempre y cuando las dos estén bien. Además, me producirá un inmenso placer casar a mis niñas mientras tu tío Henry mira con furia cómo yo ignoro a sus hijos.

Ella rió a su pesar.

– Sí, lo volverá completamente loco ver a mi progenie de mujeres heredar Friarsgate. Oí decir que Mavis ha dado a luz a otro bastardo, aunque seguramente mi tío dice que es suyo.

– ¿Qué nombre le pondremos, si llega a ser una niña?

– Bien, a la primera la llamamos como mi madre y a la segunda, como la tuya. Creo que a esta la llamaré como la fallecida esposa del rey, la reina Isabel, que fue tan buena conmigo cuando llegué a la Corte. Es una niña, Owein. La siento como a las otras y estoy fuerte como una cerda. -Suspiró y agregó, con una sonrisa-: Bien que nos divertimos mientras hacemos estas hijas nuestras. Pero seguro que hacemos algo mal. Después de que haya dado a luz a Bessie, tenemos que pensarlo bien, ¡porque quiero un varón, maldita sea!

Rosamund dio a luz a su tercera hija, Elizabeth, el 23 de mayo de 1508. También le pusieron Julia, porque nació el día de santa Julia y Anne, por la madre de la santa Virgen, que, se decía, era la patrona de las mujeres embarazadas. Como sus hermanas, Bessie era una niña sana y fuerte, pero, a diferencia de ellas, tenía el cabello rubio, como el padre, y todos podían ver que Owein estaba muy complacido.

El mensajero de la princesa llegó desde Greenwich, lleno de novedades. Rosamund insistió en que la llevaran a la sala para poder reciario y enterarse de todas las noticias. No eran buenas. Los pocos criados que le quedaban a la princesa de Aragón eran el hazmerreír de la Corte del rey. Esos españoles llenos de orgullo andaban ahora casi en harapos. Eso no era todo, el rey estaba en negociaciones con el emperador Maximiliano, del Santo Imperio Romano, para comprometer al nieto del emperador, el archiduque Carlos, hijo de la reina loca de Castilla, con su hija menor, la princesa María. Como el archiduque era heredero de los Países Bajos, esto sería una inmensa ventaja para Inglaterra en el comercio de la lana y las telas que tenía con gran parte del mundo. También actuaría como un contrapeso para una sorprenden te alianza política celebrada hacía poco entre el rey Fernando y Francia

El rey inglés había decidido que ya no necesitaba a Fernando para sus planes. Se le transmitió claramente a la princesa de Aragón la falta de amor por ella, en sus delicadas palabras, de parte de Enrique Tudor. Ella le escribió a su padre rogándole que la ayudara. Volvió a explicarle que los pocos criados que le quedaban eran su responsabilidad. No pedía lujos, sino simplemente poder mantenerlos. Como todas las mujeres de su familia, Catalina había aprendido desde la cuna a someterse a los hombres. De ahí que no criticara, sino que implorara. Pero su inmenso orgullo de alguna manera la mantenía, en especial porque era acosada sin cesar por sus acreedores. Estos estaban al tanto de lo que se rumoreaba sobre los modales del rey con la princesa española. Temían que se la llevaran a España antes de que pudiera pagar lo que les debía. No comprendían que hasta las princesas pueden estar en la ruina.

Rosamund lloraba por la situación de su amiga, pero, como señaló Owein con sabiduría, no podía hacer más de lo que ya hacía por Catalina. Eran los asuntos de los poderosos, no de una pequeña terrateniente de Cumbria. El dinero que le enviaban a la princesa era mucho para ellos, aunque tal vez a ella le sirviera solo para mantenerse unos días y con algún faltante. Pero Rosamund apartaba lo que podía para enviarle a Catalina de Aragón a través de su mensajero.

El mensajero de la princesa no regresó a Friarsgate en más de un año, pero cuando fue, lo que contó habría merecido un bardo. Al rey Enrique Tudor se le había ocurrido casarse con la reina loca, Juana de Castilla. No le importaba el estado mental de ella. Lo que contaba era que Juana era madre de niños sanos. El rey decidió, de pronto, que debía tener más herederos. Catalina aprobaba el plan, porque su sabiduría le indicaba que su propio futuro dependía de él. Había conseguido convencer a s padre de hacer retornar a su embajador, el doctor De Puebla, que estaba enfermo. El rey Fernando, ahora atormentado por su conciencia, envió a su hija dos mil ducados y la nombró embajadora hasta que enviara a otro hombre. El dinero no era mucho, pero le permitió a Catalina cancelar algunas de las deudas más importantes, pagarles a los criados y ocuparse de su bienestar. Su nuevo puesto de embajadora de España volvió a elevar su condición en la Corte de Enrique. Durante un tiempo breve volvió a tener el favor de la Corte.

Como era de buen corazón, leal y carente de malicia, la princesa había aprendido, por fin, la dura lección de que la moralidad que practicaban los hombres, buenos o malos, era muy diferente de la de las mujeres. Se volvió más segura en su trato con el rey, seduciéndolo en un momento, aprendiendo a mirarlo a la cara y a mentirle de la misma manera. El rey, incluso, comenzó a darle un pequeño salario a la princesa, otra vez, pero la buena voluntad no duró mucho.

Enrique Tudor se dio cuenta rápidamente de que el rey Fernando no tenía la menor intención de entregar Castilla, ni a Juana, que a esa altura estaba completamente loca y encerrada. Comenzó entonces a buscar otra esposa. La estrella de Catalina cayó muy bajo otra vez. El rey volvió a intentar casar al príncipe Enrique con Leonor de Austria, pero las negociaciones fracasaron pronto.