Entonces, volvió los ojos a Francia en busca de una novia para su hijo, pero, al comenzar el año 1509, el rey enfermó. Un grupo de sus nobles le rogó que honrase el arreglo con Catalina. Al fin, se decidió que se pagaría el resto de la dote. Él estaba enfermo, y ellos temían por la sucesión si el príncipe no se casaba en breve y no producía herederos para Inglaterra de inmediato. Convencido por su madre, la Venerable Margarita, de que enfermaba más con cada día que pasaba, el rey aceptó considerar la posibilidad. Pero ahora se hablaba seriamente de que Catalina regresaría a España a esperar otro matrimonio. Tenía veintitrés años: un poco vieja para tener herederos.
Catalina estaba otra vez en aprietos económicos. La tensión en su pequeña casa era feroz. Al fin había despedido a doña Elvira, pero ahora no había nadie que administrara su casa. Su chambelán era insolente e impertinente con ella, que no podía despedirlo porque no tenía para Pagarle. Su confesor, fray Diego, un franciscano de una inmensa belleza, tenía una influencia excesiva sobre ella y una reputación de lujurioso entre las damas de la Corte. Catalina no aceptaba ningún comentario contra él, porque lo adoraba, y estaba decididamente embelesada con él. El nuevo embajador español, don Guitier Gómez de Fuensalida, notó la aterradora dependencia de la princesa del joven sacerdote. Le escribió al rey transmitiéndole su preocupación. Le pedía que reemplazara a fray Diego y le enviara a la princesa un confesor viejo… Y honesto.
Al enterarse de la correspondencia del embajador con su padre, la princesa le dio la espalda. Ante la insistencia de ella, el rey ordenó que el embajador volviera a España, y entonces Catalina se negaba a hacer nada sin el consentimiento de su confesor. El 22 de abril, finalmente, Enrique VII murió, en Richmond. Después del funeral, la Corte se mudó a Greenwich, y las intenciones del nuevo rey pronto quedaron bien en claro. Quería honrar su compromiso con Catalina de Aragón, aunque vaciló algunos días, preocupado por su conciencia. ¿Cometería un pecado, se preguntaba, casándose con la viuda de su hermano? Algunos hombres de la Iglesia no aprobaban la dispensa, pero, como señaló el rey Fernando, dos hermanas de Catalina se habían casado con el mismo rey de Portugal y las dos le habían dado hijos sanos.
El Consejo del rey instó al nuevo soberano a casarse con la princesa. Pese a sus dudas, él admitió que amaba a Catalina y que la deseaba más que a cualquier otra mujer. La había admirado desde los diez años, y ahora tenía dieciocho. La respetaba y consideraba admirable el coraje de ella en los últimos cinco años. La Venerable Margarita estuvo de acuerdo, y su influencia sobre el joven rey era considerable. Sin más vacilación, Enrique le propuso matrimonio a Catalina. Se casaron en privado el 11 de junio en los departamentos de ella.
Nunca en toda en mi vida he sido más feliz, querida Rosamund. Soy más feliz de lo que pude imaginar jamás. Mi señor esposo es el hombre más delicado y encantador. Lo amaré por siempre. En cuanto a ti, querida amiga, no puedo agradecerte lo bastante por tu gentil apoyo y, en especial, por tus plegarias en los últimos años. No sé si alguna vez podré devolverte el pago…
Rosamund leía la misiva y las lágrimas le caían por las mejillas.
– Transmítele a la reina -le dijo al mensajero real- que lo poco que hice no merece pago. Fue un honor para mí servirla. Volveré a hacerlo si se me presenta la oportunidad. ¿Le repetirás exactamente mis palabras? No las escribiré, porque si las escribo las verá un secretario y nada más.
– Se lo diré, milady -aseguró el mensajero-. Si me permite decirlo, extrañaré mis visitas a Friarsgate. He disfrutado viendo crecer a sus hijas. Que Dios las proteja siempre. -Hizo una reverencia.
– Gracias.
– Ha terminado, entonces -dijo Owein esa noche, en la cama- El Enrique a quien serví está muerto y enterrado. El joven rey ha hecho lo honorable y se ha casado con la princesa Catalina. Ahora solo tenemos que esperar los herederos.
– Y hablando de heredero -le murmuró Rosamund al oído-, ya es hora de que tratemos de hacer un hijo varón, esposo mío. -Le mordisqueó la oreja, traviesa.
– Bessie tiene apenas un año -objetó él-. Es demasiado pronto.
– Ya tengo veinte años, Owein. Tengamos uno o dos hijos varones y no hablaré más de maternidades. Además, la criatura no nacería hasta el año que viene y, para entonces, Bessie tendrá dos. Ya es tiempo -Lo miró fijamente-. ¿Ya no me deseas, esposo mío?
– Milady, usted se está convirtiendo en una mujer muy perversa.
– Es obvio que debo serlo si quiero despertar tu pasión, Owein. -Y lo asombró montándose sobre él-. Si un hombre puede montar a una mujer, ¿por qué una mujer no puede montar a un hombre? -inquirió, ante el rostro asombrado de él.
Él lo pensó y, al cabo de un momento, comenzó a acariciarle los senos.
– No conozco nada que lo prohíba -respondió, pensativo. Sus pulgares le acariciaban los pezones.
Era asombrosa la delicia que sentía siempre que él jugaba con sus senos. Se movió sobre él.
– Recuerdo que te dije que tenemos que hacer algo diferente si queremos tener un hijo varón. Tal vez este sea el hechizo para nosotros. -Se inclinó y rozó con los labios la boca de él. -Tú serás mi caballo y yo tu jinete.
Esta actitud de ella, novedosa y osada, era muy excitante. Él nunca había imaginado a su dulce Rosamund tan atrevida y directa. Ella siempre había aceptado con placer los avances de él, acostada de buena gana debajo de su esposo, recibiendo el inmenso gozo que se daban mutuamente, pero sin hacer mucho más. Él sintió que se endurecía con una rapidez asombrosa. Por un momento, cerró los ojos y simplemente disfrutó la sensación, pero volvió a abrirlos y estiró la mano para acariciarle la joya del placer con la yema del dedo y, al encontrar que ella ya estaba mojada con su propia lujuria, echó a reír. Las manos se afirmaron alrededor de la cintura de ella, la levantó y la bajó, de modo que ella quedó clavada. Él gimió cuando la calidez de ella lo invadió, y comenzó a luchar para poder controlar su propio deseo.
Entró con mucha facilidad en ella. Rosamund se pasó la lengua por los labios secos y, apoyándose en las manos, se echó hacia atrás, disfrutando sin vergüenza alguna de sentirlo adentro. Luego apretó los muslos contra él y comenzó a cabalgarlo, despacio al principio, y a medida que la excitación crecía, aumentó el ritmo hasta que ya no pudo reprimir los gemidos de placer que pujaban por salir de su garganta. De pronto, Owein lanzó un grito y ella sintió los jugos de él que inundaban su cuerpo ansioso. Se dejó caer sobre el ancho pecho de hombre, agotada y próxima a las lágrimas. ¡Por fin habían hecho un hijo varón! ¡Lo sabía!
Él la envolvió con sus brazos.
– Caramba con mi osada esposa, mi Rosamund, mi bonita esposa Te amo.
– Lo sé. ¿No es una suerte que yo también te ame, mi Owein?
Él sintió las lágrimas de ella sobre su pecho y sonrió para sus adentros. No le importaba si ella le daba un hijo varón o no. Le bastaba con estar con ella. Su dulce rosa. Su verdadero amor. Ella se quedó dormida sobre él, que la hizo girar con delicadeza sobre el colchón, y trajo la manta para cubrir a ambos, sin dejar de sonreír al mirarla. Era tan herniosa. Se entendía que el príncipe hubiera querido seducirla años atrás. Él también lo había deseado, a decir la verdad, solo que su código de comportamiento caballeresco no le permitía deshonrar a una niña inocente. A ninguna niña. Owein cerró los ojos y se quedó dormido. Gracias a la bondad de la reina de los escoceses y a su abuela, él había recibido a la hermosa Rosamund y siempre estaría agradecido.
Para Lammas, Rosamund se enteró de que estaba encinta, y esa vez el embarazo fue muy diferente. Durante varios meses tuvo el vientre muy sensible a cualquier cosa, sobre todo al aroma de carne asada. El menor olor la hacía vomitar lo que tuviera en el estómago. Y después, con la misma velocidad, volvía a sentirse bien. El vientre le crecía día a día. Nunca había estado tan grande con las niñas, pero, como le decía ella misma a todo el mundo, este era su primer varón. Lo llamaría Hugh, por su segundo esposo.
– A Henry no le hará gracia semejante recordatorio -dijo Edmund Bolton, riendo, un día en que estaban sentados en la sala con una tormenta de febrero golpeando las ventanas. El fuego crepitaba en el hogar.
– No puedo ponerle Henry a mi hijo -dijo Rosamund, tomando un pétalo de rosa azucarado que había preparado el verano anterior.
– También debes pensar un nombre de niña -dijo Maybel.
– No es una niña -dijo Rosamund, con firmeza.
– Será lo que Dios quiera, Rosamund -respondió Maybel-. Elige un nombre de niña, por las dudas.
Pero Rosamund no podía ni quería.
– Es Hugh -les dijo, implacable.
Pocos días después, Rosamund entró en trabajo de parto.
– ¡Es demasiado pronto! ¡Ay, Dios! ¡Es demasiado pronto! -Cavó de rodillas, doblada con el terrible dolor que la aquejaba.
Owein tomó a su mujer y la acunó en sus brazos mientras los criados corrían a buscar la silla de parir. Rompió en aguas, y ambos se empaparon, pero él no la dejó, sino que se quedó de rodillas a su lado habiéndole con dulzura mientras ella trabajaba para dar a luz al niño que llevaba en las entrañas. Él le humedecía los labios con un paño mojado en vino. Le besaba la frente y le secaba las gotas de transpiración que la empapaban. Y Rosamund lloraba, porque, así como había sabido que esta criatura era un varón, también tenía certeza, instintivamente, que lo perdería sin siquiera conocerlo. Le partió el corazón, pero no estaba preparada cuando el bebé, perfectamente formado, salió de su cuerpo en una bocanada de fluido sanguinolento, con el cordón alrededor del cuello, el cuerpito y la carita azules. El niño no emitió sonido, y Maybel, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, sacudió la cabeza.
– Está muerto, pobre criaturita -dijo. Y agregó, tratando de suavizar la tragedia-: Pero tú vivirás, mi querida, y le darás otro heredero a Friarsgate.
– Déjame verlo -pidió Rosamund-. Déjame ver a mi Hugh.
Maybel le limpió la sangre al bebé, lo envolvió en una faja blanca y se lo dio a Rosamund.
La doliente madre miró al niño en sus brazos. La criatura era la viva imagen de su padre; sus rasgos diminutos imitaban a la perfección los de Owein: una pelusita idéntica al cabello rubio del padre sobre la cabecita redonda, las pestañas color arena, casi invisibles, sobre las mejillas. Las lágrimas mudas de Rosamund cayeron sobre el pequeño cuerpito» lo tenía apretado contra sus pechos doloridos. Maybel había cortado e cordón que tenía enrollado al cuello, pero el niño seguía azulado.
Maybel tendió los brazos para tomar al niño, pero Rosamund la miró con furia.
– Todavía no. Todavía no.
Por fin Owein dijo, en voz baja.
– Dame a mi hijo, Rosamund -entonces ella besó la frente fría del niño y se lo entregó a su padre. Owein miró la pequeña humanidad que tenía en brazos-. Es perfecto y, a pesar de que nació un mes antes, es casi tan grande como sus hermanas al nacer. Hicimos un hermoso niño, mi amor. Haremos otro, te lo prometo. -Y le entregó la criatura al joven sacerdote.
– Lo bautizaré, milady, antes de que lo enterremos -dijo suavemente el padre Mata-. Sé que es Hugh.
Ella asintió y preguntó, con tristeza:
– ¿Cómo puede enterrarlo, con tanta nieve en el suelo, padre?
– La tierra es más blanda junto a la iglesia, milady.
Rosamund volvió a asentir.
– Vaya, entonces -fue todo lo que dijo.
El sacerdote salió de la sala con el niño muerto.
– ¿Por qué no puedo darte un hijo? -dijo Rosamund, desolada.
– Me has dado un hijo -respondió Owein.
– ¡Pero está muerto! ¡Nuestro hijo está muerto!
Él la abrazó y la dejó llorar hasta que no le quedaron lágrimas. Tenía los ojos hinchados, casi cerrados por la sal de las lágrimas. Estaba agotada del parto, y por fin cayó rendida de pena y cansancio. Después de que Maybel limpió la evidencia del malogrado nacimiento, Owein la levantó en brazos y la llevó al dormitorio. La metió en la cama, le llevó una copa de vino caliente con especias y, sosteniéndola de los hombros, la ayudó a tomárselo todo. Sabía que Maybel le había puesto jugo de amapolas al vino. Rosamund se quedó dormida de inmediato.
– Haré que duerma varios días seguidos -le dijo Maybel a Owein cuando él volvió a la sala-. El sueño es un gran restaurador, aunque ella va a sufrir mucho tiempo por la pérdida de su hijo. Qué pena, Owein, el niño era perfecto.
– ¿Entonces por qué vino antes y por qué nació muerto? -preguntó Owein, con amargura. Estaba enojado, aunque Rosamund no debía saberlo, pues podía culparse a sí misma. -Sí, era hermoso. Igual que sus hermanas.
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