– Nació muerto porque se le enrolló el cordón al cuellito y lo estranguló. Estaba muerto en su vientre y quién sabe cuánto hacía. ¿Por qué? El sacerdote dirá que es la voluntad de Dios, aunque yo no podré entender jamás por qué Dios puede querer que un dulce inocente nazca muerto. Es un misterio, pero Rosamund ha demostrado que puede dar a luz varones. Harán otro y, la próxima vez, todo saldrá bien. Esto fue un accidente. Nada más, diga lo que diga el sacerdote.

– Sí, pero ella lo llorará mucho, Maybel. -Se sentó en la silla junto al fuego, con una mano se puso a acariciar al galgo y con la otra aceptó el copón de vino que ella le alcanzó.

– Claro que lo llorará. Es una mujer cariñosa, una madre devota.

– ¿Qué les digo a las niñas?

– Que su hermanito decidió quedarse con los ángeles. Solo Philippa comprenderá. Banon y Bessie son demasiado pequeñas.

– Sí -dijo él, y bebió su vino, pensativo, sin darse cuenta de que ella lo había dejado a solas con sus pensamientos en la sala vacía, con el fuego calentándole los pies. Hacía mucho tiempo que no sentía tanta tristeza. Desde aquel día, hacía ya mucho, cuando murió su madre y lo dejó sin compañía por primera vez en su vida. Se había quedado solo hasta que se casó con su Rosamund. Llorarían juntos por la muerte de Hugh, dándose consuelo y amor en su dolor. Sería más fácil estando juntos.

Rosamund durmió varios días; despertaba por momentos breves para comer algo y recibir el consuelo de su esposo. Luego bebía de la copa y volvía a dormirse. Después de una semana ya no pudo seguir durmiendo. Sus tres hijas se subieron a la cama, acurrucándose con ella y hablando del hermanito que había decidido quedarse con los ángeles. Rosamund se tragó sus lágrimas al oír esas palabras y abrazó con fuerza a las niñas. Después de otra semana, se levantó de la cama y descubrió que la nieve estaba derritiéndose y que las colinas se tornaban verdes otra vez. Su primera salida fue a una pequeña tumba donde habían enterrado a su hijito. Estuvo ante ella durante lo que a Owein le pareció un largo rato, luego se volvió y dijo:

– Tengo hambre.

Él suspiró de alivio.

– Entonces vayamos a la sala a comer -dijo él.

Ella lo tomó de la mano.

– Fue un accidente, lo sé. No volverá a suceder, y tendremos otro hijo, Owein.

– Sí, así será -dijo él, pero cuando ella no podía oírlo le pidió a Maybel que le diera la poción que le impediría concebir durante un tiempo-. Que tengamos otro hijo o no será cuestión de Dios, pero yo no quiero arriesgarme a perder a mi amada.

– Sí, necesita recuperarse por completo -coincidió Maybel.

El ritmo de su vida continuó como antes. Se araron los campos y se los plantó con grano. Se recomenzaron los huertos. Las hierbas empezaron a verdecer bajo su capa de paja. La primavera había llegado con todos sus bríos. Los jardines florecieron; Rosamund nunca los había visto tan hermosos. Los pimpollos blancos y rosados que cubrían los arbustos lanzaban su dulce aroma.

Henry Bolton vino desde Otterly a visitarlos, a expresar su dolor por la pérdida y sugerir un matrimonio entre su hijo mayor y Philippa.

– Todavía no pienso casar a ninguna de mis hijas -le dijo Owein al tío de Rosamund-, pero, si lo pensara, buscaría en otra parte. La sangre fresca siempre mejora y fortalece un linaje, Henry. Encuentra otra muchacha para tu hijo. No tendrás ninguna de las mías.

Henry Bolton se fue, apesadumbrado.

– Creo que al fin se ha dado por vencido -comentó Rosamund-. Nunca pensé que renunciara a poseer Friarsgate, pero creo que ahora sí.

– Veo que es hombre quebrado -dijo Owein-. El comportamiento impropio de su esposa lo ha destruido. Si fuera un hombre valiente 'a echaría de la casa, pero no lo es. Se comporta como un tirano y un cobarde, siempre fue así.

Por un momento, Rosamund casi sintió pena por Henry Bolton. Se había creído tan superior a sus dos hermanos mayores, despreciándolos Por su nacimiento ilegítimo, y ahora se veía obligado a aceptar la infidelidad de su esposa y sus dos bastardos. No se animaba a hacer nada, para no quedar públicamente como un tonto, cosa que no podría tolerar. Así que apretaba los dientes y aceptaba lo que no podía cambiar.

Ahora que Enrique VIII reinaba en Inglaterra, las noticias llegaban a Friarsgate con más frecuencia, en especial por el tiempo benigno. Los buhoneros estaban de moda e iban a la finca porque sabían de su prosperidad.

Se enteraron de que el rey y la reina habían sido coronados el 24 de junio, día del solsticio de verano, en la abadía de Westminster. La pareja real había llegado de Greenwich, en barca, el 22 y se alojó en la Torre de Londres, como era costumbre. La ciudad era una gran fiesta. El joven rey estaba magnífico con sus ricos vestidos.

Llegó otra vez el tiempo de la cosecha, que volvió a ser abundante. Los graneros de Friarsgate rebosaban y se cosechaba fruta a montones de los manzanos y perales del huerto. Owein trabajaba en todo. Por alguna razón que Rosamund nunca terminaba de comprender, a él le encantaba treparse a las copas de los árboles para arrancar la fruta que nadie más podía alcanzar. Las sacaba con la mano y las arrojaba a las mujeres que esperaban abajo. Nada le gustaba más que ir a los sótanos en pleno invierno y volver con una manzana o una pera fresca. Las que estaban arriba de todo en las canastas eran las mismas que él había ido a buscar a lo más alto. Entonces, comía su fruta con una sonrisa de satisfacción en su rostro agraciado.

Owein había estado trabajando en el huerto una tarde de septiembre en que Edmund entró en la sala donde Rosamund cosía el dobladillo de una falda nueva de Philippa. Ella levantó la mirada y le sonrió. Empezaba a verse viejo.

– Rosamund… -comenzó él.

– ¿Sí? -Entonces vio a Maybel detrás de Edmund.

– Rosamund -repitió él y, para asombro de ella, rompió en grandes sollozos.

– ¡Jesús, María y José! -dijo Maybel, bajito, y pasó junto a su esposo. Los hombres son capaces de aflojarse solo en los peores momentos.

Hubo un accidente…

Rosamund se puso de pie de un salto; la falda de la niña cayó al suelo, dijo una sola palabra:

– ¿Owein?

Maybel aspiró hondo.

– Está muerto.

– ¿Muerto? -Rosamund miró a Maybel como si esta se hubiera vuelto loca-. ¿Muerto? -repitió.

– Se cayó de un árbol, mi niña. Se quebró el cuello -dijo Maybel, sin vueltas-. Murió en el momento de pegar contra el suelo. -Ella hacía un gran esfuerzo por controlar sus lágrimas.

Rosamund se puso a gritar, con un sonido tan penoso que los perros de la sala se pusieron a aullar y los dos gatos se metieron bajo la mesa.

Edmund sollozaba como una muchacha. Su niña se tambaleaba al borde de la locura. Maybel dio un paso adelante, con la cara ahora empapada en lágrimas, y le dio una bofetada a Rosamund, lo más fuerte que pudo.

– Contrólate -dijo, feroz-. Recuerda que eres la señora de Friarsgate. ¡Lo único que puedes hacer es aceptar lo sucedido! Es una calamidad espantosa, pero no se puede cambiar. Recuerda cómo la reina soportó la adversidad, y sigue su ejemplo.

Los ojos ambarinos de Rosamund por fin se enfocaron. Se llevó la mano a la boca cuando los hombres entraron a su esposo sobre una tabla. Aspiró hondo, para despejarse.

– Edmund, deja de llorar y habla con el carpintero. Quiero un féretro en la sala antes de la caída del sol. Mi señor debe ser preparado Para su funeral como corresponde. Que alguien vaya a buscar al padre Mata, si no lo han hecho ya. Annie -se dirigió a una criada-, trae a mis hijas a la sala. Enseguida. Deben saber lo que le ha ocurrido a su padre. -Se acercó a Owein para mirarlo-. Pónganlo sobre la mesa les ordenó a los campesinos. Owein estaba tan raro, con el cuello en un ángulo extraño y una expresión de sorpresa en la boca. Se alejó, sintiéndose desmayar. Buscó una silla y se sentó-. Ay, Dios susurró, casi para sí misma y, entonces, se echó a llorar.

Annie trajo a las niñas a la sala. Philippa y Banon venían de la mano y Annie llevaba a la pequeña Bessie en brazos. Philippa dirigió la mirada hacia la mesa principal, pero las otras dos no se dieron cuenta de nada, salvo de que su madre lloraba. Rosamund les tendió los brazos

– ¿Qué le pasa a papá? -preguntó Philippa.

– Ha habido un accidente. Papá se cayó de un árbol -explicó Rosamund-. Se ha ido con los ángeles. -Sonaba tan absurdo, pero no se le ocurrió otra cosa para decir.

Trajeron agua caliente y le quitaron la ropa. Rosamund misma lavó el cuerpo inerte y volvió a vestirlo con su buen traje de terciopelo, el que se había puesto el día en que se casaron. No había necesidad de mortaja. Owein Meredith fue puesto en su féretro, con una banda de paño alrededor de la cabeza y por debajo de la mandíbula para impedir que se le abriera la boca. Le pusieron dos peniques de cobre sobre los párpados para mantener los ojos cerrados. Ella se inclinó y besó los labios sin vida.

En cada esquina del féretro pusieron candelabros de pie y encendieron las velas de cera de abeja. Pusieron la tapa del féretro dejando a la vista la parte superior del cuerpo. Entonces, llegó el padre Mata, con los brazos llenos de flores, que arrojó sobre la tapa del féretro. Se trajeron los dos reclinatorios de la iglesia. El sacerdote y la dama de Friarsgate se arrodillaron a orar, mientras se preparaba la cena. Rosamund se sentó a la mesa principal con Philippa. Se le había ido el apetito, pero vio con alivio que su hija mayor se alimentaba bien. Banon y Bessie comieron en su habitación. Después, madre e hija se arrodillaron junto al catafalco y rezaron bajo los ojos vigilantes del sacerdote, Edmund y Maybel. Al fin, se llevaron a Philippa a la cama, pero Rosamund se negó a acostarse.

– Me quedaré aquí con mi esposo -dijo, con voz seca.

Los otros tres acordaron que se turnarían para rezar con ella esa noche. El padre Mata envió a Edmund y a su esposa a dormir mientras se arrodillaba junto a Rosamund y rezaba. La noche fue larga, e hizo frío por primera vez en muchos meses. El sacerdote se quedó junto a señora casi toda la noche y sólo aceptó irse cuando regresó Edmund la sala y lo reprendió por no haberlo llamado.

– Casi está amaneciendo -dijo Edmund-. Debe prepararse para la misa, en especial en este día aciago.

– ¿Cuándo debemos tener la misa de funerales, Edmund? -preguntó el sacerdote-. ¿Hoy?

– No -intervino Rosamund-. Mañana por la tarde. Quiero que todos los que deseen puedan venir a ver a mi Owein por última vez. -Entonces le dirigió una débil sonrisa a su tío-. No soy la pobre Juana la loca, Edmund, que no pueda entregar el cuerpo de mi esposo. Owein se ha ido. No hay nada aquí más que sus despojos mortales. Lo que él era está ahora con Dios.

– ¿Quieres informar a Henry? -preguntó Edmund-. ¿O a Richard?

– Envía aviso a mi tío en St. Cuthbert, Edmund, pero no a Otterly. Henry se enterará más temprano que tarde, pero no estoy lo bastante fuerte para discutir con él los méritos de su hijo mayor como mi futuro esposo. Creo que no volveré a casarme. Friarsgate tiene tres herederas, y, seguramente, eso será suficiente para la próxima generación.

Edmund asintió.

– Yo mismo iré a St. Cuthbert, niña.

– Gracias -dijo ella y se volvió hacia el féretro.

Richard Bolton llegó desde su abadía a última hora de la tarde. De inmediato se hizo cargo de su sobrina y le insistió en que durmiera unas horas antes de quedarse en vigilia otra noche más.

– Si te enfermas, no les servirás de nada a tus hijas -le advirtió-, y no creo que quieras entregarlas a los tiernos cuidados de Henry.

Ella lo obedeció, pero estuvo despierta para la vigilia de la noche. El día del funeral durmió por la mañana y, luego, con sus hijas vestidas enteramente de negro, asistió a la misa de funerales por su esposo. La Pequeña iglesia rebosaba con los arrendatarios de Friarsgate; muchos de ellos lloraban. Su dolor se convirtió en ruido cuando Rosamund y sus hijas siguieron el féretro de Owein hasta el cementerio que había junto a la iglesia. Llorando abiertamente, la dama de Friarsgate miró mientras bajaban a la tierra el ataúd de su esposo. Para conmoción de todos, se desvaneció cuando la última palada de tierra cayó sobre la tumba.

La llevaron a la sala, donde la reanimaron quemando una pluma bajo la nariz. Abrió los ojos ante los rostros preocupados de su entorno.

– Ya estoy bien -los tranquilizó.

– ¡Estás exhausta! -exclamó Maybel-. Eso es lo que ocurre.

– Tendrías que ir a acostarte, sobrina -dijo Richard Bolton.

– No hasta después del banquete -respondió ella, empecinada- Es mi deber ser la anfitriona ante los arrendatarios.

No discutieron, pero después de servida la comida del funeral, hicieron que Rosamund se metiera en la cama junto con sus hijas, y Richard y Edmund Bolton se sentaron en la sala con Maybel y el padre Mata.