Al día siguiente era la celebración de Todos los Santos, en honor a todos los santos, conocidos y desconocidos. El 2 de noviembre, se conmemoraba el Día de los Fieles Difuntos. Los niños de Friarsgate iban cantando, de puerta en puerta, y se los recompensaba con "tortas de difuntos", que eran pequeños postres de harina de avena con trocitos de manzana. El noveno día del mes, Rosamund organizó una pequeña fiesta sorpresa para celebrar el cumpleaños de su esposo. También le regaló un broche de plata decorado con un ágata negra que había pertenecido a su padre y a su abuelo.
Hugh miró el broche en su envoltorio de delicada lana azul. Nunca en toda su vida, ni una sola vez en sus sesenta años, le habían obsequiado nada. Miró a la niña que ahora era su esposa y se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Pero, Rosamund -dijo, con un nudo en la garganta-, nunca me regalaron nada tan fino como esto. -Se agachó y le dio un beso en la rosada mejilla-. Gracias, esposa mía.
– Ay, me alegro mucho de que te haya gustado. Maybel me dijo que te agradaría. Es para tu capa, Hugh. ¡Va a quedar tan lindo!
Dos días después celebraron, con ganso asado, el Día de San Valentín. El veinticinco de noviembre observaron el Día de Santa Catalina con tortas de Cathern, hechas con forma de rueda, y con "lana de cordero", una bebida espumante servida en un cuenco de Cathern. Después, en la sala, bailaron en ronda. Hacía tiempo que se había levantado la cosecha, y muchas ovejas y vacas gestaban crías que nacerían en los meses siguientes.
La temporada navideña se extendía desde el 24 de diciembre hasta el 5 de enero. Era la época más feliz de la vida de Rosamund de la que ella tuviera recuerdo. No había noticias de su tío Henry. En la sala, noche y día ardía un inmenso leño de Navidad. Se colgaban ramas verdes, muérdago y ramas de acebo. Se encendían doce candelabros para la Noche de Epifanía. En todas las comidas se servían doce platos. Había un brindis conmemorativo para cada día y las comidas dulces se apreciaban especialmente. Se servían trigo con leche, azúcar y huevos, pastel de frutas y budín, aunque la comida preferida de Rosamund eran las muñecas de Navidad, que estaban hechas de masa de jengibre.
El regalo de Rosamund a cada familia arrendataria fue un permiso para cazar conejos todos los sábados del invierno. Como la cosecha había sido buena, los graneros de piedra de Rosamund estaban llenos, y también podría dar de comer a los habitantes de Friarsgate durante la temporada de frío. Una vez por mes se distribuía el grano que se llevaría al molinero para hacer la harina. En el sótano, había canastas con cebollas, manzanas y peras, y colgaban zanahorias y remolachas de las vigas.
El 5 de enero era el último día de la fiesta de Navidad, y se lo conocía como la Noche de Epifanía. Rosamund y Hugh presenciaron la actuación de seis bailarines de la aldea disfrazados de bueyes, con cuernos y campanillas. Cuando terminó la presentación, Rosamund eligió a uno como "el mejor animal". Entre risas, le puso sobre los cuernos una dura torta de avena en forma de aro. Entonces, el mejor animal trataba de quitarse su recompensa, mientras Rosamund y Hugh discutían acaloradamente si la torta caería por delante o por detrás del bailarín. Al fin, la torta salió volando del cuerno del animal y se desplomó sobre la mesa de la joven dama de Friarsgate, justo delante de ella. Rosamund estalló en una carcajada y aplaudió.
– ¡Bravo! -exclamó, mientras los bueyes se fueron bailando de la sala.
Cuando terminó la comida, el señor y la señora de Friarsgate se levantaron con sus copones y salieron a la noche clara y fría. En el cielo negro, las estrellas brillaban, plateadas, azules y rojas. Delante de la casa había un gran roble añoso con ramas en todas direcciones. Se decía que cuando se construyó la casa, doscientos años atrás, el roble ya estaba allí. Las copas de la pareja tenían sidra y ellos habían llevado tres pedazos pequeños de torta de especias. Rosamund y Hugh bebieron a la salud del viejo árbol, después comieron uno de los trozos del postre entre los dos y le ofrecieron los otros dos al árbol. Entonces lo rodearon, cantaron una antigua melodía y derramaron el resto de la sidra en las raíces nudosas que afloraban de la tierra dura.
– ¡Es la mejor Noche de Epifanía que he pasado jamás! -dijo Rosamund, feliz.
– Sí -dijo Hugh, caminando junto a su joven esposa cuando volvieron a la sala-, también para mí, muchachita.
Habían llegado los meses de invierno. Rosamund se preparó para aprender a leer y escribir. Con infinita paciencia, Hugh mismo le enseñó, haciendo las letras con un trozo de carbón sobre un pedazo de pergamino. Para sorpresa de él, ella era zurda, algo muy poco común. Siguiendo las instrucciones de su esposo, copiaba cuidadosamente las letras una y otra vez, y decía sus nombres en voz alta. Se tomaba muy en serio su tarea y enseguida se convirtió en una muy buena alumna. Al mes, ya sabía el alfabeto de memoria y podía escribir las letras con toda prolijidad. Luego, él le enseñó a escribir su nombre. Ella quedó encantada cuando lo vio por primera vez, las letras extendidas sobre el pergamino gastado. Rápidamente comenzó a aprender a escribir otras palabras, y para fines del invierno empezó a leer.
– Tengo miedo de que me supere -le dijo Hugh a Edmund-. Es muy inteligente. Para el verano estará leyendo mejor que tú o yo.
– Entonces, enséñale -lo haremos juntos- a sumar, para que pueda llevar sus cuentas -dijo Edmund. Después rió-. Henry no se va a poner muy contento cuando se entere.
– No puede hacer nada. Yo soy el esposo de Rosamund. Según la ley, soy responsable por su conducta y por sus tierras. Ambos sabemos que me eligió a mí para mantener a la niña a salvo de ofrecimientos de matrimonio de otras familias hasta poder casarla con un hijo suyo cuando yo no esté.
– Cuanto más crezca, más difícil será manejarla -comentó Edmund-. Es muy parecida al padre. Ahora me doy cuenta.
Las colinas comenzaron a pintarse de verde con la primavera. La parición de las ovejas había dado una buena carnada de nuevos animales. Las vacas también eran más: había varias vaquillonas y dos toros nuevos. Se quedarían con uno, para la reproducción, y venderían el otro. Durante el invierno, los arrendatarios de Friarsgate habían reparado sus casas. Remendaron los techos y volvieron a sellar las chimeneas. Había llegado el momento de labrar la tierra para plantar grano y verduras.
El último día de abril, el esposo de Rosamund, su tío Edmund y Maybel celebraron su séptimo cumpleaños. Ella los alegró a todos con su entusiasmo para recibir los regalos. Maybel le regaló un corpiño de seda verde bordado y decorado con hilo de oro. El tío Edmund, un libro encuadernado en cuero, con hojas blancas, para que hiciera sus cuentas en él, junto con una pequeña pluma de ganso afilada, para escribir. Hugh le obsequió a su esposa un par de guantes de piel de gamo con bordes de piel de conejo que había hecho él mismo y un velo para la cabeza de delgado linón, que le había comprado al primer buhonero que pasó cuando llegó la primavera.
La cosecha estaba sembrada y los campos, verdes, cuando Henry Bolton llegó a Friarsgate por primera vez desde el otoño anterior. Fue a contarles con tristeza que su buena esposa, la señora Agnes, había dado a luz a una niña muy débil en la fiesta de Santa Julia. La niña estaba con una nodriza, pues Agnes Bolton había muerto de fiebre puerperal después de parir. Esa tarde, Henry se sentó con Hugh en la sala.
– Rosamund se ve muy sana -dijo Henry Bolton. Su sobrina lo había saludado muy cortésmente y, después de la comida, le había pedido a su esposo permiso para retirarse.
– Es una niña fuerte -respondió Hugh.
– Parece que te estima.
– Soy como un abuelo para ella -murmuró Hugh.
– Espero que no la malcríes. ¿Has usado la vara con ella?
– No hizo falta… hasta ahora. Es una niña buena y obediente. Si se porta mal, remediaré la situación, te lo aseguro, Henry Bolton.
– ¡Bien! ¡Bien! -respondió Henry. Luego suspiró-. ¿Y tú, Hugh? ¿Tú también estás bien de salud? -Maldita Agnes, pensó, mientras hacía la pregunta. Si este viejo esposo de Rosamund se moría antes de que él tuviera otro hijo, seguro que perdería Friarsgate.
– Mi salud parece excelente, Henry -dijo Hugh, impertérrito, sabiendo exactamente qué le pasaba por la cabeza a su interlocutor y haciendo un esfuerzo por no reír.
– Debo volver a casarme -comentó de pronto Henry.
– Sí. Sería prudente.
– El hermano de Agnes sostiene que tengo que devolverle Otterly -le dijo Henry a Hugh.
– No, es tuya. Fue un regalo a Agnes cuando se casó contigo. Ella podía hacer con ella lo que quisiera. Dile a Robert que yo lo he dicho, pues fui yo quien redactó los papeles para transferir la propiedad a manos de ella. Busca entre las cosas de Agnes, Henry, y los encontrarás. Robert Lindsay tiene una copia. Él sabe que Otterly te pertenece a ti. Está intentando ver si puede robártela. Testificaré a tu favor ante cualquier tribunal de señorío. Si le dices esto a tu cuñado, no insistirá.
– Gracias -dijo Henry Bolton, reconfortado.
– Así que, cuando pase el año de luto, buscarás una nueva esposa. Era una buena mujer, mi prima Agnes. Será difícil encontrar otra tan buena como ella.
– Ya elegí a mi nueva esposa. No puedo estar un año haciendo duelo por Agnes. Tú no vivirás para siempre, Hugh. Tú sabes que quiero casar a mi próximo hijo con mi sobrina. Como mínimo, el muchacho debe haber sido destetado para eso -dijo Henry Bolton, con crudeza.
– Caramba -dijo Hugh, sin saber si enojarse o reírse de la insensibilidad del otro. Así que no habría un duelo decente por la pobre Agnes.
– Es la hija de un manumiso con una pequeña propiedad lindera a Otterly. Son dos hermanas y Mavis tiene pocas probabilidades de conseguir otro esposo tan bueno como yo, así que el padre le ha dado un tercio de las tierras, las que lindan con las mías, de dote. Nos casaremos después de Lammas. Es joven y será una buena reproductora.
– A pesar de que tiene apenas dos hermanos -dijo Hugh, con astucia.
– Su hermano ya ha engendrado media docena de hijos, y el padre tuvo muchos más con su amante. La madre de Mavis era una mujer fría, pero ella no -dijo Henry, riendo-.Ya anduve por debajo de sus polleras, y ella estuvo más que dispuesta.
– Sería virgen, me imagino. Tienes que asegurarte, Henry, de que tu primogénito sea en verdad de tu sangre.
– Ah, sí, era virgen. Le metí el dedo para asegurarme antes de usarla por primera vez. Su padre lo alentó.
– Traerás a tu esposa a conocer a Rosamund, espero, antes de embarazarla.
– Ah, sí, lo haré -dijo Henry. Y agregó-: ¿Prospera Friarsgate?
– Sí, prospera. Tuvimos una buena carnada de ovejas al final del invierno, y muchas vacas también. Los campos producen bien, y los huertos están llenos de fruta. Será un buen año, Henry. Un año próspero.
– ¿Y los escoceses?
– Se mantienen de su lado de la frontera.
– ¡Bien! ¡Bien! Me dijeron que evitan Friarsgate porque nuestra tierra es empinada y resulta difícil llevarse rápidamente los animales robados, pero con los escoceses nunca se sabe, Hugh. Mantén los ojos abiertos -aconsejó Henry, pomposo.
– Así será, Henry. Por cierto que estaré atento.
A la mañana siguiente, Henry Bolton partió. Rosamund fue a despedir a su tío. Él la miró con detenimiento por última vez. Sí, era una sinvergüenza fuerte, pensó. Había crecido desde la última vez que la vio. Su cabello rojizo brillaba con luces doradas. Ella lo miró brevemente antes de bajar con pudor la vista, al tiempo que hacía una reverencia.
– Bien, niña, no sé cuándo regresaré -le dijo Henry-. La próxima vez te traeré a tu nueva tía, ¿eh?
– Eres siempre bienvenido a Friarsgate, tío -respondió Rosamund. Y le entregó un pedacito de tela de lana atado con un cordón.
– ¿Qué es esto?
– Es un pan de jabón, perfumado con brezo, que he hecho para tu novia, tío.
Henry Bolton se sorprendió. No era tan insensible como para no percatarse de que no era el preferido de su sobrina. Un regalo para Mavis era un gesto sorprendente de parte de la niña.
– Se lo llevaré, y tienes mi agradecimiento, Rosamund. No puedo decir nada malo de tus modales, y me complace que aprendas tareas femeninas.
– La señora de Friarsgate debe saber muchas cosas, tío. Soy joven, pero capaz de aprenderlas -respondió Rosamund. Entonces volvió a hacerle una reverencia y fue a pararse junto a su esposo.
– Rosamund hizo jabón para mantenernos limpios todo el invierno -se apresuró a decir Hugh antes de que Henry Bolton terminara de digerir las palabras de su sobrina. Discreción, pensó. Tenemos que enseñarle a Rosamund que no descubra sus tácticas tan abiertamente. Le sonrió a Henry-. Que Dios te acompañe.
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