– Rosamund la quería mucho y le estaba muy agradecida por haber arreglado su matrimonio con sir Owein.

– Por supuesto -dijo sir Thomas. Ya había oído suficiente. Bostezó-. Muéstreme dónde he de estirar mis huesos, primo Edmund. Ha sido un viaje muy largo desde Londres y el de regreso, si bien más placentero gracias a la compañía de Rosamund, también lo será.

Edmund se puso de pie.

– Venga -dijo. Sir Thomas lo siguió.

CAPÍTULO 14

El último día de noviembre salieron de Friarsgate hacia el sur. Se detuvieron en St. Cuthbert, donde sir Thomas fue presentado a su pariente lejano, el prior Richard Bolton. Para sorpresa de Rosamund, los dos hombres eran muy compatibles. Nunca hubiera creído que el extravagante Thomas y el cortés Richard podrían ser amigos y, sin embargo, ambos forjaron un lazo inmediato que, debía admitir, era para el bien de la familia y el suyo propio.

– ¿Sabe Henry que te vas a la Corte? -le preguntó Richard a su sobrina cuando comían esa noche en su comedor privado.

– No tengo por qué informarle sobre mi paradero. Me pareció mejor que ignorara que mis hijas están sin su madre. Pronto llegará el invierno y permanecerá en Otterly, en especial porque Mavis es ligera. Para la primavera supongo que estaré de vuelta, antes de que sepa que me he ido.

– Mata me mantendrá informado. Nos ocuparemos de que las niñas estén bien, querida sobrina.

– Mata parece ser fuente de información para todos -dijo, cortante, Rosamund-. Mandó avisarle al Hepburn de Claven's Carn que yo había enviudado. Hace dos días ese escocés descarado vino a cortejarme -dijo, indignada. Se había ruborizado.

– ¿Qué es esto? -preguntó sir Thomas, con los ojos muy abiertos, lleno de curiosidad-. ¿Tienes un escocés descarado de pretendiente? ¡Dios mío, cómo me impresiona!

– Él quiere ser mi pretendiente, pero yo no lo acepto -respondió Rosamund, pero estaba a punto de estallar en carcajadas. Al parecer su primo Tom tenía la rara habilidad de hacerla reír.

– Oh… -Su expresión era de honda desilusión-. Nunca conocí a un escocés descarado. ¿Es muuuy descarado?

– En extremo. Dice que está enamorado de mí desde que yo tenía seis años y me vio en una feria de ganado en Drumfrie. ¿Alguna vez oíste semejante tontería?

– A mí me parece muy romántico, querida niña -respondió sir Thomas con un suspiro melodramático-. El hombre te ha esperado durante tres esposos. ¡Vaya devoción! ¡Vaya fidelidad! Yo creo que de verdad está enamorado de ti, Rosamund. Qué extraño es el amor. Pero tú, con tu corazón práctico, no entiendes de esas cosas, ¿verdad?

– Hugh y Owein me amaron y yo los amé a ambos, primo. Sé lo que es el amor.

– Hugh Cabot te amó como a una hija. Owein Meredith te amó porque te estaba agradecido. Este escocés descarado, como lo llamas tú, te ama por ti misma, querida prima. Visita a la reina en la Corte y, luego, vuelve a él. Ah, juega con él como el gato con el ratón, si te divierte, pero, después, déjate atrapar. Creo que no te arrepentirás jamás.

– El Hepburn de Claven's Carn es algo silvestre -dijo el prior Richard-, pero es un buen hombre, sobrina. Una mujer respetable como tú sería muy buena para él y para su clan.

– ¡Señores! -Tanto el tono como la expresión fueron de exasperación-. No pienso volver a casarme. Friarsgate tiene tres herederas. Está a salvo del tío Henry y su prole, porque buscaré esposos para mis hijas en tierras lejanas. Pero, si quisiera volver a casarme, esta vez yo elegiría a mi marido. Estoy cansada de que se me ordene que, por ser mujer, tengo que hacer lo que me dicen. Sí, Edmund y Owein me ayudaron, pero han sido las decisiones tomadas por mí las que han mantenido mi próspera mi finca. Soy capaz de todas las decisiones que tengan que ver conmigo y con los que están a mi cargo.

– ¡Válgame Dios! -dijo Thomas, divertido-. Con su perdón, señor prior. Rosamund, te aconsejo que no seas tan franca ante los reyes. Al rey no le gustan las mujeres osadas y el lema que la reina ha hecho suyo es no sé qué cosa muy beata y tiene que ver con servir y obedecer. Te aseguro que su esposo se sintió muy complacido con él. Esta amistad puede resultar muy valiosa para tu familia. No la arruines. Nadie, estoy seguro, te obligará a volver a casarte y, mucho menos, en contra de tu voluntad. No estarás tanto tiempo en la Corte como para que la reina interfiera en tu vida. Francamente, querida niña, no eres lo suficientemente importante. Podrás ocultarte detrás de tu luto y tu viudez. La reina Catalina respeta y entiende tales tradiciones. No es necesario que seas demasiado sincera con respecto a tus sentimientos. Si el rey pregunta cómo se administra tu finca, hablarás de tu tío Edmund, de Owein y del prior Richard. Te ruego, querida prima, que aceptes este consejo.

– Creo -dijo el prior, conciliador-, que mi sobrina sencillamente necesitaba expresar sus emociones. Ha vivido bajo una pesada carga desde sus más tiernos años. Usted no conoce a mi hermano Henry. Es un hombre muy difícil.

Rosamund largó una carcajada: había recuperado el buen humor.

– Sí. El tío Henry es muy difícil, y más ahora, que su esposa lo hace cornudo con cada hombre que se le cruza. Pero al menos esto ha hecho que se quede más tiempo en su casa en Otterly y le ha dado menos ganas de interferir con Friarsgate. -Se dirigió a sir Thomas-: Prometo ser un modelo de decoro femenino mientras esté en la Corte, primo. Y te agradezco mucho tu consejo. Es bueno, lo sé.

Salieron por la mañana, luego de despedirse de Richard Bolton. Pasaron las noches en monasterios o conventos y, al acercarse a Londres, en algunas ocasiones en posadas. Ella nunca había pernoctado en tales establecimientos. Después de ocho días, por fin aparecieron ante su vista las torres de Londres, pero sir Thomas no la llevó directamente a la ciudad, sino que salieron del camino principal y tomaron uno más pequeño que llevaba a una aldea en los suburbios de la ciudad. Allí sir, Thomas Bolton tenía una casa junto al río.

– Esta será tu vivienda mientras estés en Londres, querida prima.

– ¿No deberé estar en la Corte, con la reina? -preguntó ella, algo confundida.

– De hecho, dentro de uno o dos días, cuando hayas descansado, te presentarás a la reina. Puedes quedarte con ella, pero es aconsejable tener un lugar lejos de la Corte al que puedas venir en busca de privacidad. La Corte está demasiado llena de gente, en especial ahora. Tú no eres tan importante ni adinerada como para que te den tus propios aposentos o una pequeña habitación. Sabes, por tu visita anterior, que dormirás donde puedas y tendrás muy poco espacio para tus pertenencias. Yo te aconsejo que dejes todo, o casi todo, aquí, en tus habitaciones, en especial las joyas.

– ¿Esa es tu casa? -preguntó Rosamund, mirando la mansión a la que se acercaban. Estaba hecha de ladrillo patinado, en partes cubierto con hiedra, tenía techo de tejas grises y cuatro pisos de altura.

– Sí. Esa es la Casa Bolton y está a tu disposición, querida niña.

– Nunca vi una casa tan magnífica -le dijo Rosamund, con franqueza-. Ni la de la Venerable Margarita era tan linda.

Él rió.

– Y es tan fácil llegar a la ciudad desde aquí. Tengo muelle y barca propios. Conseguiré otra barca y contrataré a un par de barqueros para que tengas tu propio transporte. Haremos tapizar el banco de la cabina en terciopelo celeste y, para la primavera, tendrás un toldo azul y oro debajo del cual sentarte cuando estés en cubierta. Será muy lindo llevarte por río a Greenwich.

– ¡Ay, Tom, me malcrías! -dijo Rosamund, aplaudiendo-. Nunca tuve una barca, aunque tampoco la necesité. Me sentiré muy sofisticada.

Él rió.

– Nos divertiremos tanto, tú y yo, ahora que has venido a la Corte. Y cuando quieras regresar a tu casa, con gusto te acompañaré. Me muero por conocer a tu escocés descarado, querida niña. No me contaste nada. ¿Es moreno o rubio?

– Tiene rizos negros y muy rebeldes -dijo ella. No le molestaba hablar de Logan Hepburn ahora que estaba tan lejos-. Y tiene los ojos muy azules. Nunca vi ojos tan azules.

– Ya estoy intrigado.

Pasaron por los portones de hierro que limitaban el parque y siguieron por el sendero de pedregullo que llevaba a la casa. Allí se detuvieron y los peones de los establos se apresuraron a tomar los caballos, diciendo:

– Bienvenido a casa, milord. Bienvenida, milady. -La puerta del frente de la casa se abrió y entraron. Lord Cambridge le hizo una inclinación de cabeza a su mayordomo cuando pasaron por la puerta y condujo a su invitada a la sala.

Era una habitación maravillosa con cielorraso artesonado y grandes ventanas con vidrios con plomo que miraban hacia el río. La habitación ocupaba todo el largo de la casa. Tenía paneles de madera en las paredes y, en un extremo, había un inmenso hogar en el que ardía el fuego. Los morillos del hogar eran grandes mastines de hierro. El piso de la habitación estaba cubierto con alfombras. Rosamund supo lo que eran porque las había visto antes en las casas reales. Venían de una tierra oriental. Había varios tapices decorando las paredes. Los muebles eran de roble, bellamente tallados y, obviamente, bien cuidados. Recipientes con flores perfumaban el ambiente y, en una mesa lateral, había una bandeja de plata con varias jarras y copones.

– ¡Qué hermosa habitación! -le dijo Rosamund a su primo. Fue hacia la ventana y miró hacia fuera-. Ahora me será difícil ir a la Corte, Tom. En esta casa podría vivir toda la vida.

– Extrañarías tu amada Friarsgate.

– Probablemente, pero creo que amaré igual esta casa. Es cómoda.

Él rió.

– Creo que ahí se cuelan mis orígenes humildes, querida niña. Conozco todo lo que hay que decir y hacer, pero debo sentirme cómodo en mi propia casa. Que los otros busquen la superabundancia de elegancia en sus moradas. Yo limitaré tales gracias a mi guardarropa, que pueden ver todos, y no unos pocos escogidos. ¿De qué sirve ser rico si uno no puede alardear de su dinero ante los amigos? -dijo, con una risa.

– ¿Eres querido? -preguntó ella, traviesa.

Él rió.

– Por supuesto. Mi ingenio y mi generosidad son legendarios, querida niña. Ven, sentémonos junto al fuego. Te serviré una copita de mi excelente jerez.

– No te consideraré tan generoso si no me das más que una copita Tom. ¿Y puedo comentarte que desfallezco de hambre? No hemos comido desde la mañana, tan determinado estabas a dormir en tu camita esta noche. Ni siquiera nos detuvimos al mediodía.

– No podía soportar otra noche en colchones infestados de pulgas y comiendo pescado de monasterio, porque es Adviento, época de penitencia. Estoy seguro de que no recuerdo haberme castigado en Adviento. Enseguida comeremos, te lo prometo, y será una revelación, porque mi cocinero es milagroso.

Ahora le tocó el turno a Rosamund de reír.

– Dices cosas tan graciosas, queridísimo Tom, aunque no sé si entiendo la mitad. Debes recordar que soy una simple muchacha del campo, primo.

– Del campo puede ser, pero ¿simple? No, mi querida Rosamund, nadie que se tomara el tiempo de conocerte diría que eres simple. Si quieres progresar en la Corte, sin embargo, te sugeriría que practicaras sonreír tontamente. Las sonrisas tontas y los escotes pronunciados siempre llevan lejos a una dama.

– Yo soy quien soy-le dijo Rosamund, con orgullo-. La Venerable Margarita me quería. En un tiempo, cuando era príncipe, el joven Enrique quiso seducirme, pero no lo repitas, primo. Si al hombre que ahora es el rey le gusté en un tiempo, entonces no tengo nada que temer. Además, he venido porque la reina quiere consolarme y proporcionarme diversiones a cambio de la ayuda que le di en sus tiempos difíciles. Me parece raro que los que la despreciaron, que nunca movieron un dedo para ayudarla entonces, ahora estén tan elevados en su favor. Y son las mismas personas que me miraban con desdén cuando estuve en la Corte y que, sin duda, volverán a hacerlo.

– Eres sabia al entender cómo es el mundo, prima. Los mismos hombres y mujeres que ahora gozan del favor real caerán con la misma facilidad si la reina pierde el favor del rey. No es fácil encontrar verdaderos amigos, Rosamund. La reina Catalina lo sabe.

– ¿Cuándo me presentaré ante la reina?

– Quiero que descanses del viaje un día. Tal vez dos. Mañana iré a la Corte y le diré a la reina que hemos llegado. Haremos lo que ella nos ordene. Pero debe ser pronto.

En ese momento, los criados comenzaron a traer los platos, de modo que se cambiaron a la mesa grande, que estaba ubicada mirando hacia el río. La comida estaba exquisita. Rosamund tenía el buen apetito de siempre. Había camarones cocidos al vapor en vino blanco y servidos con una salsa de mostaza y eneldo. Unas delgadísimas fetas de salmón cocinado en vino tinto y servido con rodajas de limón. Un pato gordo relleno de manzana, peras y pasas. Lo habían dorado y servido con una salsa dulce de ciruelas muy sabrosas. Carne asada, tres costillas acomodadas en una fuente, carne picada de aves de caza preparada en pasteles individuales y un ragú de conejo. Se sirvieron alcauciles con vino blanco y manteca. Y lord Cambridge le enseñó a su prima cómo comerlos con delicadeza. Había ensalada de lechuga asada. El pan era recién horneado y, cuando ella partió un pedazo, adentro estaba todavía caliente. La manteca estaba recién batida y era dulce. Había dos clases de queso. Uno era un cheddar amarillo y duro y el otro un brie blando, importado de Francia. Al final, vino un pastel de una masa en tiritas relleno de manzanas y peras horneadas; lo sirvieron con crema batida.