Rosamund caminó por los senderos de pedregullo bien prolijos y halló el camino hasta la orilla del río. La barca que había visto anclada el día anterior no estaba en el muelle. Se detuvo en el pequeño muelle de piedra, envuelta en su capa azul, y miró el río. Era hermoso y durante un largo rato no pudo dejar de observarlo. Se alegraba de que su primo no viviera en medio de la ciudad de Londres. Sería una bendición tener la Casa Bolton como refugio cuando la Corte se volviera insufrible.
Volvió a desear, como antes, no estar allí. La reina tenía buenas intenciones, ella lo entendía, pero la experiencia anterior de Rosamund en la Corte le había enseñado que las reinas no tienen tiempo para las amistades verdaderas. ¿Qué iba a hacer, entonces? No conocía a nadie. No tenía amigos. Meg se había ido hacía tiempo y era la reina de Escocia. La Venerable Margarita estaba muerta y enterrada. ¿Qué hacía Rosamund Bolton allí cuando sus hijas, cuando Friarsgate, la necesitaban? Rosamund sintió que una lágrima comenzaba a rodarle por la mejilla. Tragó saliva. No debía llorar, pero no pudo evitarlo. Dejó el muelle y se sentó en un banco de piedra, miró un rato más el río y lloró. Extrañaba Friarsgate. Extrañaba a sus niñas. ¡Extrañaba a Owein! ¡Cómo podía haberse muerto en un accidente tan estúpido!
– Quiero irme a mi casa -susurró en voz alta. Pero no podía. Iría a la Corte, abrazaría a la reina y le agradecería su generosidad al haberla invitado. Sería una diversión para Catalina durante algunos días y, después, los intereses de la reina se volverían en otra dirección. Y Rosamund se quedaría forastera, sola, hasta que pudiera pedir permiso para regresar a su casa donde, era de esperar, sería olvidada por la reina y podría vivir el resto de su vida en paz.
Empezaba a oscurecer y el viento había empezado a soplar desde el río. La marea se retiraba, y las tierras bajas y lodosas que quedaban al descubierto apestaban a podrido. Rosamund se levantó, caminó despacio de regreso a la casa y subió la escalera hasta sus aposentos. Annie fue hacia ella para tomar su capa y sus guantes.
– Ay, milady, ya estaba pensando en ir a buscarla. Venga y siéntese junto al fuego.
– El jardín es hermoso. En el verano estará lleno de color y me imagino que mi primo ha de tener mucho, ha de ser bellísimo. -Miró hacia las ventanas-. Ya oscureció. Me encantan las fiestas de diciembre, pero odio los días cortos.
– Vaya a descansar. Le haré preparar un baño. El agua caliente le sacará el frío de la tarde de los huesos. Después, tostaremos un poco de pan y queso junto al fuego. Lord Cambridge no ha regresado aún, pero, ¿quién sabe que nos deparará mañana?
Rosamund dormitó y le trajeron el baño: el agua caliente estaba deliciosa. Suspiró, relajada, y en ese momento la puerta de la sala se abrió y lord Cambridge entró enérgicamente en la habitación.
– ¡Prima!
Rosamund dio un gritito de sorpresa, y se preguntó si había algo visible de su persona además del cuello y la espalda.
Él adivinó sus pensamientos y le quitó importancia al hecho.
– No se ve nada vital, querida niña. Además, las protuberancias y curvas femeninas no me interesan en lo más mínimo. Las mujeres a la moda reciben a sus visitas mientras se bañan.
– Yo nunca estaré tan a la moda y, a juzgar por las estatuas que vi en tu jardín, primo, me doy cuenta de que la carne femenina no te interesa. De todos modos, jamás recibí visitas en mi baño.
– Eso quiere decir que tú y sir Owein se bañaban juntos -rió. Pero enseguida se puso serio-. Pude hablar con Su Majestad, la reina, a última hora de esta tarde. Te recibirá mañana de tarde, a las dos, querida niña. Le dije que vivirás conmigo mientras estés en Londres. Está ansiosa por verte y contenta de que estés aquí para pasar Navidad con ella. La Corte se muda a Richmond en unos días más. No te alteres. Es cerca. Haremos que Dolí ayude a tu Annie. Dolí es una maravilla con los peinados, porque no puedes ir a la Corte con esa encantadora trenza que usas todos los días. Tienes que adoptar un estilo más elegante y sofisticado, querida Rosamund, si no quieres que se rían de ti. Bien, te dejaré a que termines de bañarte. Estoy agotado. La Corte rebosa de gente porque al rey le encanta la diversión y es generoso con la riqueza de su padre. Me pregunto si el fallecido Enrique Tudor pensó alguna vez que su hijo gastaría lo que él atesoró tan cuidadosamente. -Rió, le sopló un beso y se fue del aposento con la misma rapidez con que había llegado.
– ¿Ese era lord Cambridge? -preguntó Annie, asombrada, al volver con una bandeja.
– Sí. Dice que las damas a la moda reciben a los caballeros en sus tinas.
– Está loco -comentó Annie, con una expresión escandalizada en su bonito rostro.
– Mañana iremos a la Corte.
– Su traje está listo. Dolí y yo le cosimos las perlas hoy, mientras usted dormía, milady.
– ¿Perlas? -Rosamund estaba confundida-. ¿Qué perlas?
– Lord Cambridge me dio una cinta hermosa, toda decorada con perlitas, y me dijo que las cosiera en el escote del vestido. Quedaron preciosas, milady, y Dolí dice que le dan mucho estilo al vestido.
Rosamund rió. Su primo estaba decidido a que ella diera una buena impresión en la Corte.
– Recuérdame que le agradezca a lord Cambridge mañana -le dijo a Annie-. Y, ahora, vamos a ocuparnos de nuestro pan con queso. El aire del jardín me abrió el apetito.
Annie había llevado no solo pan y queso, sino, además, salchicha y otro plato con las deliciosas manzanas asadas que Rosamund había comido antes. Tostaron el pan sobre el fuego, derritieron el queso encima y agregaron la salchicha. Señora y criada comieron juntas ante el hogar. Rosamund le dejó tomar un poco de vino sin agua. Era de color rubí y dulce. Compartió las manzanas con Annie y, cuando la criada se llevó la bandeja de vuelta a las cocinas, Rosamund se quedó sentada junto al fuego, pensando otra vez. Se sentía mejor que esa tarde en el río. Su primo Tom siempre parecía animarla con su presencia. Pensó que Owein había sido un muchachito de seis años cuando empezó a trabajar en la casa de los Tudor. Había sobrevivido. Es más, había progresado. Ella sabía que ella también sobreviviría. Era hora de que saliera al mundo, y en la Corte había muchas oportunidades para ella. Incluso podría encontrar buenos partidos para sus niñas. No quería que tuvieran que elegir entre la familia del tío Henry o algún salvaje escocés de la frontera como Logan Hepburn.
¿Y por qué ese individuo se entrometía en sus pensamientos? Por un momento, Rosamund vio los rebeldes rizos negros y esos ojos más que azules. ¿Qué haría en ese momento? ¿Estaría en su sala en Claven's Carn? ¿O bajo una luna fronteriza invadiendo a algún vecino desdichado? Sacudió la cabeza con impaciencia. "¡Fuera!" -gritó en silencio a la sonrisa burlona que se le había aparecido en la cabeza y al eco de la voz de él. Se sobresaltó. Habría jurado que acababa de oír su voz; sin embargo, se esforzó por escuchar y la casa estaba muy silenciosa. "Tengo que irme a la cama". El viaje había sido demasiado para ella. Quién lo creería, porque siempre había sido una mujer fuerte. Sin esperar el regreso de Annie, se metió en la cama y enseguida se quedó dormida.
Cuando despertó, había sol. Annie le llevó el desayuno. Después, se lavó la cara, las manos y se restregó los dientes con su cepillito de pelo de jabalí. Ya podía comenzar a vestirse, porque le llevaría tiempo y, además, debía llegar a Londres. El Támesis era un río de mareas, y debían viajar un buen rato para llegar con facilidad. No importaba arribar a Westminster mucho antes de su audiencia con la reina. Lo que importaba era no hacer esperar a su benefactora. Se sentó con mucha paciencia, mientras Annie y Dolí le ponían las medias de suave lana en los pies y se las subían por las piernas. Pero, para su sorpresa, sobre las primeras le calzaron un segundo par de medias de seda negra, bordadas con hilos de oro en un diseño de hiedras y hojas.
– ¿Un regalo de lord Cambridge? -le preguntó a Annie.
– Sí. Dice que la lana es para mantenerla calentita, porque hará frio en el río y en el palacio también. La seda es por la elegancia. Aunque nadie las vea, usted sabrá que es una de las mujeres más a la moda que esté con la reina -aclaró Annie, cuya explicación era, obviamente la repetición exacta de lo que le había dicho sir Thomas Bolton cuando le dio las medias para su señora.
– Qué primo este Tom -dijo Rosamund, con una sonrisita en los labios, mientras las dos criadas le ataban alrededor de los muslos las ligas, hechas de cintas doradas con rosetas con perlas bordadas, para sujetar las medias. Rosamund nunca había tenido algo tan bonito, y las disfrutaría.
Se puso de pie. Le quitaron la camisa y le pusieron otra de fino lino, cuyo volado aparecería en el escote del vestido.
– Siéntese, milady -dijo Dolí-. Mi amo me ha dado instrucciones sobre cómo quiere que la peine. -Tomó el cepillo de madera de peral y comenzó a deshacer la trenza y a peinarla. El largo cabello de Rosamund eran abundante y lacio. Brillaba con reflejos dorados-. Mírame, Annie, y aprenderás este estilo. Le sentará muy bien a tu señora. -Separó los cabellos de Rosamund en el medio y, trabajando rápido, los armó en un moño, que sujetó en la nuca-. Ahí está, ¿no le queda precioso?
Rosamund se miró en el espejo que sostenía Annie. Una mujer que apenas reconoció le devolvió la mirada.
– Ay -dijo, suavecito.
– Es muy diferente, milady -dijo Dolí-. Es estilo francés, y es nuevo en este país. Casi todas las damas de la reina llevan el cabello a la manera anticuada, suelto debajo de las cofias, aunque me han dicho que algunas de las mayores se lo recogen como las lavanderas.
– Es hermoso, Dolí, muchas gracias -le dijo Rosamund a la muchacha. Era una pena que ese peinado tan elegante casi ni se viera a través del velo. Pero se sentía muy segura de sí.
Con cuidado, las dos criadas ayudaron a Rosamund a ponerse la falda, que luego levantaron y ataron a la cintura. Después, llegó el turno del corpiño y de las mangas. El brocado negro era muy hermoso, con su delicado bordado en oro. El agregado de las perlitas en el escote cuadrado y en los anchos puños de las mangas habían convertido un vestido bonito en una prenda espléndida. Al fin, todo estuvo atado, enlazado y ajustado. La falda, sobre su angosto miriñaque, exigía un poco de acostumbramiento, pero Rosamund pronto pudo manejarla. Volvió a sentarse y Annie le puso al cuello las perlas con la cruz de oro. Después le colocó el broche de perlas que le había regalado su primo en el centro del escote. El anillo de bodas y el otro con el granate fueron los dos adornos que eligió para las manos.
Cuando Dolí los vio, dijo:
– Ah, mi señor dijo que tiene que llevar esto con el broche, milady. -Sacó una cajita de entre sus ropas y se la dio a Rosamund.
– ¡Qué belleza! -Rosamund quedó encantada: al abrir la caja se encontró con un gran anillo barroco con una perla. Se lo colocó en el dedo, lo admiró y se dio cuenta de que era muy fácil aceptar hermosos regalos de un primo bondadoso. Ella sabía poco de Tom Bolton, salvo que estaban emparentados-. ¿Tu señor tiene hermanos o hermanas? -le preguntó a Dolí.
– Sí. Tenía una hermana menor. Mucho menor. Mi señor no lo aparenta, pero este año cumple cuarenta años. Tenía quince cuando nació su hermana. Él la adoró desde que la niñita nació. Pero murió hace cinco años, de parto, y su hijito, con ella. Tenía veinte años. Él no se sobrepuso nunca, hasta que la trajo a usted a Londres, milady. Todos estamos muy contentos de ver a mi señor feliz otra vez. Es un caballero extraño, pero un amo bueno y generoso.
– Sí. Es bueno y generoso. -Calzó los pies en los zapatos que Annie colocó ante ella-. Dolí, esta vez no puedo llevarte a la Corte conmigo, pero te prometo que otro día lo haré. Y muchas gracias por tu buen servicio.
– Es un placer servirla, milady -respondió Dolí. Entonces, con todo cuidado, puso el velo casi transparente y la pequeña cofia inglesa sobre el peinado de Rosamund-. Annie tiene su capa y los guantes, y ya está lista para ir, milady.
– No me cubras con la capa hasta que mi primo haya visto nuestros esfuerzos -dijo. Salió entonces de su aposento seguida de Annie, que le llevaba la capa y los guantes.
Al verla bajar la escalera, sir Thomas Bolton pensó que su prima Rosamund estaba muy elegante. Cuando ella llegó abajo le besó la mano y le dijo:
– Hoy estarás tan elegante como cualquier dama de la Corte, mi querida niña.
– Gracias por el anillo, Tom. ¿Era de tu hermana?
– Sí. Pensé que te quedaría muy bien.
– ¿Cómo se llamaba ella? -le preguntó Rosamund, mientras Annie le ponía sobre los hombros la capa forrada y ribeteada con piel.
– Mary. Era un nombre simple, pero ella nació el Día de Mayo y mi madre insistió en que su hija se llamara como la Santa Madre. Pero la llamábamos May porque era la esencia misma de ese mes [3]. Luminosa, cálida y llena de alegría. Como tú, mi querida niña, me aceptaba por lo que yo era. Siempre la extrañaré. Era la luz de mi vida, pero, ahora, queridísima Rosamund, tú te has hecho de un lugarcito en mi corazón.
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