La estaba despidiendo. Rosamund volvió a hacer una reverencia y, retrocediendo, salió de la habitación, seguida por Annie, que observaba todo en silencio. La reina tenía ochenta damas de compañía. Había siete condesas entre ellas. Las esposas de los condes de Suffolk, Oxford, Surrey, Essex, Shrewsbury, Derby y Salisbury, además de lady Guilford, madre de dos de los compañeros de torneos del rey. La reina tenía treinta doncellas de honor y, entre ellas, había algunos de los nombres más ilustres de Inglaterra, además de María de Salinas y su hermana Inés, que presentó a Rosamund. Las damas de la reina estuvieron agradables, pero no hubo mucha calidez en su recibimiento, y Rosamund volvió a sentirse fuera de lugar.

– No les hagas caso -dijo, en voz baja, Inés de Salinas. Sus ojos castaños eran comprensivos y solidarios-. Todas están demasiado interesadas en sí mismas y, cuando no se encuentran en presencia de la reina, pasan el tiempo comparando su pedigrí. Disfrutan creyéndose superiores a las demás.

– Yo no soy superior a nadie -dijo Rosamund, como al pasar.

Inés rió.

– En realidad, tu presencia es como un acicate para sus conciencias. La reina no ha sido remisa en contarles que tú fuiste su protectora desde tu finca perdida en el medio de Cumbria. Les contó que, con frecuencia, tu bondad hizo para ella la diferencia entre la pobreza y la más absoluta miseria. Se sienten culpables porque cualquiera de ellas podría haberla ayudado, pero tenían tanto miedo de no hacer lo correcto, de ofender al viejo rey, de avergonzar a sus familias, que ignoraron a mi pobre señora y la dejaron abandonada a sus tribulaciones.

– Pero estabas tú, Rosamund Bolton. A ti no te importó lo que pudieran decir o pensar. Tú hiciste lo que podías para ayudar a mi señora, porque era lo correcto y porque creías en ella. Hiciste lo que cualquier buena cristiana haría. Ellas, estas superiores damas inglesas, no lo hicieron. Van a evitarte e ignorarte, aunque algunas puede que sean bondadosas; pero otras te hablarán groseramente cuando piensen que la reina no las oye. No te dejes descorazonar.

– Sé que este no es mi lugar. Vine porque la reina me lo ordenó ¡Gracias a Dios que tengo a mi primo!

– ¿Sir Thomas Bolton? -Inés volvió a reír-. Es tan divertido. Claro que hay quien dice cosas procaces sobre él.

– Se dice mucho, estoy segura, pero, ¿qué han probado contra mi primo? Nada. La Corte rebosa de chismes. Lo recuerdo bien de mi juventud, cuando la princesa Margarita sabía todo lo que se decía y qué parte era verdad. No se puede evitar oír, pero no es necesario, luego de oír, creer.

– Eres la inglesa más práctica que he conocido.

– Eso es porque soy una mujer del campo y no una gran dama.

Rosamund fue presentada por Inés a las otras damas de la reina. La gran mayoría apenas la miró. Una muchacha dijo:

– Ah, sí, la pastora del norte. -Algunas de las más jóvenes rieron, mezquinas, pero, entonces, lady Percy dijo:

– Solo alguien muy ignorante insultaría a la dama de Friarsgate, que es amiga de la reina, señora Blount. Es la viuda de sir Owein Meredith, y heredera por derecho propio, propietaria de tierras excelentes y hermosas en Cumbria. Y si su riqueza proviene de las ovejas, ¿por qué la desdeña por eso? Casi todas las riquezas en este país provienen de las ovejas, como puede informarle cualquier persona instruida. Sucede que también sé por intermedio de mi parienta, lady Neville, que Friarsgate cría unos caballos de guerra especialmente buenos. -Se dirigió a Rosamund-. Por favor, disculpe a la señora Blount, milady.

– A la ignorancia hay que corregirla, no perdonarla -respondió Rosamund.

Algunas de las señoras quedaron boquiabiertas, pero lady Percy rió.

– ¡Bien dicho, Rosamund Bolton!

– Has hecho un buen comienzo -susurró Inés-, pero creo que te has hecho de una enemiga en Gertrude Blount. Claro que ella no es demasiado importante y es obvio que a lady Percy le has caído bien.

Así fue que Rosamund se incorporó al grupo de las damas de la reina, y dos días después la Corte dejó Westminster, para alivio de todos, y se mudó a Richmond. Cuando las señoras se empujaban entre ellas para encontrar lugar en los diversos transportes, Rosamund le ofreció a Inés de Salinas y a su criada lugar en su propia barca. Inés estuvo encantada de no tener que viajar río arriba apretada entre las demás.

– ¿Tienes tu propia barca? -Estaba sorprendida.

– Es un obsequio de mi primo Tom. Dice que debo tener mi transporte mientras esté en la Corte -le respondió Rosamund cuando las cuatro se instalaban en la pequeña cabina.

Era un día fresco, y el cielo estaba gris y amenazador. Pero la cabina de la barca se encontraba cálida, porque bajo los bancos había unos pequeños braseros con carbón encendido. Los dos barqueros doblaron la espalda y remaron contra la marea, manteniendo el mismo ritmo que el resto de los viajeros reales. Cuando llegaron a Richmond, Rosamund vio al rey por primera vez en siete años. Se sorprendió mucho, porque Enrique Tudor era probablemente el hombre más apuesto que había visto en toda su vida.

Medía un metro noventa y tres. Tenía el cabello rojo, dorado y brillante. La joven no se había interesado en él, porque, en aquel tiempo, él era un niño, menor que ella. Pero ahora era un hombre. ¡Y qué hombre tan hermoso! -pensó, ruborizándose ante la temeridad de sus propios pensamientos-. Él observó las barcas que llegaban y ella creyó que, por un instante, sus ojos azules se cruzaron con los ambarinos de ella. Pero, enseguida, él continuó una animada charla con sus compañeros.

– No podremos participar de las festividades de los Doce Días de Navidad -dijo Inés, con tristeza- pero, apenas nuestra señora la reina dé a luz a su hijo, habrá grandes celebraciones.

– Mi esposo murió hace unos meses. No estoy de ánimo para celebrar, aunque en Friarsgate lo harán, por mis hijas. Pero será una triste celebración con el padre muerto y enterrado, y la madre lejos, en la Corte.

– Yo iré a casa en Londres el día de Navidad, para estar con mi esposo. Es un funcionario menor del rey Fernando. Sé que extraña España pero, como yo, siente que debemos permanecer aquí, leales a la reina Catalina.

– ¿Tú eres mayor que tu hermana?

– Dos años. Mis padres pudieron dar dote a una de sus hijas, y me la dieron a mí. Pensaban que de María se ocuparía su princesa, y algún día lo hará. Dicen que lord Willoughby quiere cortejarla, pero él nunca ha hablado con la reina… ni con María.

Diciembre pasaba rápidamente. Llegó Navidad, y la reina y sus damas celebraron la primera misa de la festividad en la capilla privada de la reina con su confesor, fray Diego. Rosamund había oído decir que el sacerdote era un hombre muy carnal y que varias damas estaban enamorada de él. También se comentaba que él usaba a cualquier mujer que se le ofreciera y que muchas lo hacían. Rosamund se mantuvo al final de la capilla, con la cabeza inclinada. No deseaba atraer la atención del notorio sacerdote. Pasaron San Esteban y la fiesta de los Santos Inocentes. Y el 31 de diciembre la reina entró en trabajo de parto.

Con el primer indicio del hecho, las habitaciones de la reina estallaron de entusiasmo, las mujeres corrían de un lado al otro y hablaban entre ellas. Se mandó buscar al médico de la reina y a las parteras, que vinieron enseguida. Se notificó al rey, que se quedó en la gran sala en Richmond bebiendo con sus compañeros mientras esperaba el nacimiento de lo que seguramente sería su primer hijo varón. Había rezado. Había hecho un peregrinaje a Nuestra Señora de Walsingham, y volvería a hacerlo. Todos decían que, por cómo había sido el embarazo, Catalina llevaba un varón en las entrañas. A pesar del disgusto por las hermanas del duque de Buckingham, no había perdido a la criatura. De haber sido una niña, delicada y frágil, la habría abortado, pero no había sido así. Todos le aseguraban al inminente padre que esto significaba, ciertamente, que la reina daría a luz un varón.

Los requisitos para un nacimiento real habían sido fijados años atrás por la Venerable Margarita. Rosamund se asombró ante la complejidad de todo el asunto. La cámara en la que la reina daría a luz estaba cubierta con tapices en todas partes, paredes, cielorrasos y todas las ventanas, salvo una, hermosos tapices que mostraban las escenas más felices de la Biblia, para alegrar a la madre y al recién nacido. Se cubrían los pisos con espesas alfombras turcas. Solo una ventana quedaba sin cubrir, por si la parturienta deseaba aire fresco. Una vez dispuesto eso, se traía a la habitación la gran cama de roble tallado en la que luego la reina recibiría a su esposo e invitados, y se la preparaba.

– ¡Nunca vi una cama así! -le susurró Rosamund a Inés.

– Supongo que porque nunca ha habido una cama así -le susurró su compañera-. El colchón está relleno de lana y, por encima, tiene una capa de plumas. Las sábanas son del lino más delicado y los bordes han sido bordados por las monjas de la isla de Madeira. Las almohadas y los almohadones son de edredón. El cubrecama es escarlata, con los bordes de armiño, bordado con coronas de oro y el escudo de armas de la reina. Hace juego con el baldaquín y las cortinas de la cama, aunque estas son de satén escarlata, no de terciopelo. Están adornadas con un borde de seda en azul, oro y bermejo. ¿Y viste el tapiz escarlata en la mesa lateral y la pila bautismal, por si el niño es débil y requiere de un bautismo inmediato?

– ¡Dios no lo permita! -dijo Rosamund, persignándose, recordando a su hijito.

Inés asintió y también se persignó.

– Y, por supuesto, hay un pequeño altar donde la reina puede rezar.

– ¿Dónde está la silla de parir?

Inés sonrió.

– Aquí en la Corte la llamamos la silla de gemir. Hay una, claro, pero no creo que la reina quiera usarla. No es muy digna, y la reina es, por sobre todas las cosas, digna.

– No hay nada de dignidad en dar a luz -dijo Rosamund, y recordó su silla de parir, en la sala de Friarsgate. Pensó en Maybel y en que Owein prefería quedarse con ella hasta que Maybel lo echaba, si podía. Los perros permanecían con ella, y los gatos andaban por ahí, restregándole las piernas desnudas con sus cuerpos, como consolándola. N se parecía en nada a esta habitación roja y atiborrada de cosas donde la reina de Inglaterra ahora pujaba.

Como había predicho Inés, no usó la silla de parir. Modosamente vestida con una camisa de fino lino de Holanda y corpiños dobles, estaba tendida sobre un camastro junto a su gran cama, donde, rodeada por sus damas, podría tener un mínimo de privacidad. Toda la noche estuvo en trabajo de parto. No podían darle ninguna medicina para el dolor y, entonces, trajeron de la abadía de Westminster la faja de Nuestra Señora, una reliquia sagrada. Se decía que aliviaba el dolor de parto, y Catalina dijo que sí la aliviaba, y daba gracias mientras seguía pujando. Al fin, cuando el nuevo día comenzaba, nació el niño. ¡Era el hijo varón y heredero tan deseado! La reina se desmoronó del alivio, y se notificó al rey. Se dispararon los cañones a lo largo del muelle en la Torre de Londres en salutación y todas las campanas de todas las iglesias de Londres comenzaron a repicar en tributo al nuevo príncipe. El rey estaba lleno de júbilo, y la Corte con él. Se encendieron fogatas en las calles. El alcalde de la ciudad ordenó que se sirviera un buen vino a todos los ciudadanos de Londres para que pudieran beber a la salud del nuevo príncipe. El rey recompensó generosamente a la partera y aceptó las felicitaciones de sus amigos por haber engendrado un hijo varón. El nuevo príncipe se llamaría Enrique, como su padre. Envuelto en apretadas fajas, yacía bajo un cubrecamas de terciopelo carmesí con armiño y oro. La cuna de madera pintada era de sesenta centímetros de ancho por un metro y medio de largo. Estaba decorada con plata y tenía hebillas del mismo metal para asegurar las fajas para que el niño no pudiera moverse en una cuna tan grande.

– La cuna en la que se lo exhibirá a los visitantes importantes es incluso más grande -señaló Inés.

Rosamund sacudió la cabeza y pensó en sus niñas de recién nacidas, puestas en una sencilla cuna de roble, con un pequeño colchón de plumas y piel de cordero. Se preguntó también si el pobre príncipe podría respirar con esas fajas tan apretadas.

Pasaron a la reina a la cama grande, vestida con un manto circular de terciopelo rojo. La habían bañado para quitar todo rastro del trabajo de parto. Su hermoso cabello estaba trenzado y adornado con perlas. Fray Diego, el primer hombre a quien se le permitió entrar en la habitación de la reina después del parto, celebró misa en un altar privado mientras Catalina permanecía sentada en su espléndida cama.

– En todo Londres se cantan Tedeums, mi reina, para dar gracias a Dios y a su santa Madre en honor suyo y del nuevo príncipe -le dijo Fray Diego.