– Sí, tío, que Dios te acompañe y te proteja -repitió Rosamund. Y observó cómo su tío se alejaba. Puso la mano en la de Hugh, y dijo-: Si supiera…

– Pero no sabrá nada hasta que no sea demasiado tarde -le contestó Hugh.

Rosamund estuvo de acuerdo.

– No, nada -respondió.

CAPÍTULO 02

En los años siguientes, Rosamund pasó de ser una niña encantadora a convertirse en una muchacha desgarbada que, a veces, parecía puras piernas y cabellos al viento. Vieron a Henry Bolton apenas una vez en todo ese tiempo. Llevó a su nueva esposa, Mavis, una muchacha rolliza de dieciséis años y ojos cautelosos, a conocer a su sobrina. Mavis le agradeció a la heredera de Friarsgate el jabón, mientras admiraba abiertamente la casa y las tierras de Rosamund.

– Dice Henry que nuestro hijo un día será tu esposo -le contó con osadía a la muchachita-. Esta es una buena herencia para él.

– ¿Estás embarazada? -preguntó Rosamund con aparente inocencia.

Mavis rió.

– Tendría que estarlo, considerando lo activo que es tu tío como compañero de lecho, pero tú no has de saber de esas cosas, pues todavía eres una niña.

– Tal vez tengas una hija. Como mi pobre tía Agnes, ¿no? -dijo Rosamund, con una dulce sonrisa.

– ¡Que Dios y su Santa Madre no lo permitan! -exclamó Mavis, persignándose-. Tu tío quiere hijos varones. Encenderé todas las velas que hagan falta para que se cumpla el deseo de mi esposo. Eres malvada, dices que tendré hijas mujeres. Tal vez le hiciste mal de ojo a la primera esposa de tu tío y provocaste su muerte.

– No seas tonta. No volví a ver a mi tía desde el día que se fue de Friarsgate. Además, la quería. -Esta Mavis tenía menos cerebro que una vaca lechera-. ¿Sabes qué ha sido de mi prima Julia?

– Cuando la desteten de la mujer del granjero, irá al convento de Santa Margarita, donde la criarán para monja. Yo no quiero criar a la hija de otra. Además, el convento aceptará una dote menor que cualquier hombre. Tu tía Agnes no era ninguna belleza, y dice Henry que la niña salió a ella.

– Es un alivio saber que mi prima está a salvo -afirmó Rosamund, seca. Qué triste que su pobre primita fuera descartada con tanta facilidad y crueldad. Ella sabía que Henry Bolton habría hecho lo mismo con ella de no haber sido por Friarsgate.

Rosamund sintió un gran alivio cuando Mavis y su tío partieron. En los tres años siguientes llegaron noticias con monótona regularidad: Mavis había dado a luz primero a un hijo varón; luego, a un segundo y finalmente, a un tercero. El cuarto fue una niña, y después de eso no tuvieron más noticias de la fecundidad de Mavis Bolton. Su tío no volvió a visitarlos. Rosamund pensó en sus primos. Probablemente, serían gorditos rubios de ojos azules, como su madre. El mayor, llamado Henry como el padre, tal vez se convertiría en su esposo. "Como si yo pudiera casarme con una criatura de cuatro años -pensaba Rosamund-. ¡Si yo tengo casi doce ya!"

Leía cualquier cosa que le pusieran bajo los ojos. Escribía con hermosos trazos los números que pasaba a su libro de cuentas. Sabía comprar provisiones, lo poco que no producían o hacían en Friarsgate. Había aprendido exactamente qué necesitaban para sobrevivir con comodidad. Comenzaba a regatear por sus animales cuando iba con Hugh y Edmund a los mercados de vacas y ovejas del pueblo cercano. Tenía buen ojo para los caballos y había comenzado a criar animales para la venta.

Rosamund también se interesaba en sus grandes rebaños de ovejas. A diferencia de muchas granjas que vendían la lana sucia a los intermediarios. Friarsgate se quedaba con la suya. Después de la esquila, la lana era lavada, secada, peinada y cardada dos veces para hacer la lana extrafina y, por ende, más valiosa en los mercados de York y Londres. Luego la teñían. Había un hermoso castaño dorado, un buen rojo y un verde, pero la lana de Friarsgate era conocida por su azul tan exquisito que nadie parecía capaz de imitar. Era una exclusividad de la finca de Rosamund altamente valorada. Como señora de Friarsgate, Rosamund recibió de su tío Edmund la fórmula del azul de Friarsgate. Fue un regalo que le hizo para su décimo cumpleaños, cuando le dijo que ya era lo bastante grande para saberlo. Pero era importante que el secreto permaneciera a salvo, que no se lo contara a nadie hasta que sintiera que podía pasárselo al siguiente heredero, o heredera, de Friarsgate.

Rosamund asintió, muy seria, y comprendió la importancia de lo que Edmund le decía.

– ¿No debo compartir mi conocimiento con nadie?

– Con nadie -repitió Edmund.

– ¿Cómo hacemos para que nuestros colores sean tan claros y brillantes, tío? He visto otras lanas, y no son para nada tan delicadas como las nuestras. ¿Cómo se hace? ¿Es por la fórmula de las tintas?

Edmund rió.

– Fijamos los colores con orina de oveja, muchacha -le dijo él, sonriendo-. Ese es el secreto del azul, también. Es más oscuro en la cuba de teñido, pero cuando lo ponemos en la orina, toma ese color tan apreciado.

Rosamund también rió. Era tan simple, era un secreto tan absolutamente delicioso. Por un momento deseó compartirlo con Hugh, pero sabía que no podía.

Una vez teñida, la lana se distribuía entre las chozas para ser hilada en los telares que cada tejedor tenía en una habitación separada. Esto impedía que la lana se impregnara con el humo, el olor a comida o el calor, que podían modificar los delicados colores. Las largas hebras de lana se hilaban en un tejido extra-delicado que era altamente valorado y buscado. Con las hebras más cortas, se hacía un fieltro muy fino.

Rosamund aprendió todos los procesos y estaba muy orgullosa de su conocimiento. Hugh y Edmund también estaban satisfechos de ella. La niña que ambos adoraban se estaba convirtiendo en una joven cuya pasión por el conocimiento era inextinguible. Les preocupaba no tener más cosas para enseñarle.

El invierno anterior al decimotercer cumpleaños de Rosamund, Hugh Cabot se enfermó. La recuperación era lenta. Henry Bolton eligió esa primavera para realizar una visita a Friarsgate. Era la primera en muchos años. Lo acompañaba su hijo mayor, Henry, de cinco años. La coincidencia de la visita con la enfermedad hizo recelar a Rosamund de que tenía un espía en su servidumbre.

– Averigua -le dijo sucintamente a su tío Edmund.

Henry Bolton observó a su sobrina con ojo crítico. Era alta, y ya no tenía aire de niña.

– ¿Cuántos años tienes, muchacha? -preguntó, notando que el vestido de lana azul de mangas largas y justas que ella llevaba se adhería a sus florecientes pechos. Pensó, nervioso, que la muchacha estaba madurando.

– Eres muy bienvenido a Friarsgate, tío -dijo Rosamund, haciendo una reverencia muy elegante-. Cumpliré trece en pocas semanas. -Hizo un gracioso con la mano-. Ven a la sala a tomar algo. -Se volvió y echó a andar, mostrándole el camino. La pollera azul se mecía a su paso-. ¿Cómo está mi tía? -preguntó, amable-. Dolí, trae vino para mi tío y sidra para su pequeñito -le ordenó a una criada.

– ¡Voy a ser tu esposo, niña! -anunció el niño en voz alta. Era pequeño, pensó Rosamund, para haber cumplido cinco años. Tenía los cabellos rubios y el aire bovino de su madre. Pensó que no había nada de un Bolton en él, aunque tal vez la mandíbula, que recordaba mucho al tío Henry.

– Mi nombre es Rosamund. Soy tu prima, y ya tengo esposo -le dijo, mirándolo desde lo alto.

– Que se está muriendo -afirmó el niño, con atrevimiento-. Tú y Friarsgate serán míos, niña. -Se paró con las piernas abiertas, mirándola.

– Tío, qué malos modales tiene -dijo Rosamund, ignorando al niño-. ¿No lo castigas? Es obvio que no. -Se sentó junto al fuego, indicando a su tío que la imitara.

Perplejo por la actitud de su sobrina, Henry Bolton se sentó pesadamente.

– Es fogoso, eso es todo -dijo, excusando a su hijo-. Un día será un gran hombre. Ya lo verás.

– Quizás sí. Ahora bien, tío, ¿qué te trae por Friarsgate? Hace muchos años que no te veíamos.

– ¿No puedo hacerte una visita, Rosamund, después de tanto tiempo y traer al joven Henry para que conozca a su futura esposa?

– Tío, tú no haces nada sin una razón. Esto lo aprendí de muy joven. No has venido en todos estos años porque confiabas en que Hugh manejara todo por ti. Ahora te has enterado de que mi esposo está enfermo y has venido, a toda prisa, con este niñito malcriado a ver con tus propios ojos cuál es la situación -dijo, con aspereza.

– Creo que a ti hay que castigarte, Rosamund -gruñó Henry Bolton-. ¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera? ¡Yo soy tu tutor!

– Renunciaste a tu tutoría cuando me casaste con mi esposo, tío -replicó ella.

– Pero cuando él muera volverás a estar bajo mi cuidado -la amenazó Henry Bolton-. Será mejor que modifiques tu actitud, sobrina. Ahora bien, traje conmigo los papeles de compromiso, que vas a firmar. Se les pondrá la fecha apropiada, pero tú los firmarás hoy. No dejaré que nadie me arrebate a ti ni a Friarsgate después de haber sido tan paciente.

– No firmaré nada sin el permiso de mi esposo. Si tratas de obligarme, me quejaré a la Iglesia. La Iglesia no aprobará tus tácticas despóticas, tío. Ya no soy una niña asustada y maleable a la que puedes doblegar con amenazas. Ah, acá está nuestro vino. Bebe, tío. Te ves al borde del soponcio. -Inclinó la copa hacia sus labios y bebió con delicadeza.

Por un momento Henry Bolton era todo furia. Siguiendo el consejo de su sobrina, bebió el vino, tratando de calmar sus pensamientos y los latidos de sus sienes. La muchacha que estaba sentada, tan segura de sí, ante él, era más que bonita. ¿La vieja condesa de Richmond no había dado a luz al rey Enrique VII a los trece años? Su sobrina ya no era una niña. Era casi una mujer, y una muy decidida. ¿Cómo diablos había sucedido todo esto en apenas seis años? A Henry Bolton, de pronto, se le encogió el pecho. Luchó por contenerse. La perra de ojos ámbar que estaba sentada frente a él lo observaba con gesto serio.

– ¿Te sientes bien, tío? -le preguntó, solícita.

– Quiero ver a Hugh -exigió él.

– Por supuesto, pero tendrás que esperar a que despierte. Si bien está perfectamente lúcido, mi esposo ya no es fuerte. Duerme mucho. Le mandaré avisar de tu llegada cuando despierte, tío. -Rosamund se puso de pie-. Quédate aquí, y caliéntate junto al fuego -le aconsejó-. Haré traer más vino. -Se alisó la pollera azul con sus largos dedos-. Tengo que irme.

– ¿Adónde vas? -casi chilló Henry Bolton.

– Tengo trabajo que hacer, tío.

– ¿Qué trabajo? -inquirió él.

– Es primavera, tío, y hay mucho que hacer en la primavera. Debo terminar las cuentas mensuales y hacer un plan de siembra, y ver cuánta semilla necesitaré distribuir para plantar. Este invierno hemos tenido más nacimientos de corderos de lo que pensábamos. Hay que limpiar un nuevo terreno y plantarlo para albergar a los animales. No soy una dama fina que pueda quedarse sentada junto al fuego dándote conversación.

– ¿Y por qué haces tú esas cosas? -la desafió él.

– Porque soy la señora de Friarsgate, tío. No esperarás que, a mi edad, solo teja en mi telar o haga conservas o jabón.

– ¡Esas son las tareas de las mujeres, maldición! -gritó Henry Bolton-. Por supuesto que eso es precisamente lo que tendrías que hacer. ¡Tienes que dejar la administración de Friarsgate en manos de los hombres! -Otra vez la furia se instalaba en su rostro.

– ¡Pamplinas! -le contestó Rosamund, impaciente-. Pero, si te tranquiliza, tío, te diré que también sé hacer esas cosas. Como sea, Friarsgate es mía. Es mi responsabilidad cuidar de su bienestar, y del bienestar de mi gente, como lo haría cualquier buena castellana. Me desagrada ser inútil y ociosa.

– ¡Quiero hablar con Hugh!

– Y hablarás, tío, a su debido tiempo.

Rosamund salió de la sala. Oyó a sus espaldas a su tío farfullando sus quejas, y luego la voz de su hijo.

– No me gusta, padre. Quiero otra esposa.

– ¡Cállate! -le gritó con salvajismo.

Rosamund sonrió mientras corría a ver a su esposo, que, de verdad, descansaba en su aposento. Aprovechó que pasaba una criada para decirle:

– Encuentra a Edmund Bolton, pero envíalo al aposento del señor y no a la sala, donde espera mi tío.

La criada asintió y salió corriendo.

Hugh Cabot estaba sentado en la cama cuando ella entró en la habitación. Había adelgazado y estaba muy débil, pero sus brillantes ojos azules seguían vivaces, interesados en todos y en todo.

– Oí que tenemos visita -dijo, con una pequeña sonrisa.

Rosamund rió.

– Doy fe, mi señor, de que siempre sabes todo antes que yo. -Fue a sentarse en el borde de la cama de su esposo-. Lo que tenemos, Hugh, es un espía entre nuestra gente. Le he pedido a Edmund que averiguara quién es. Y sí, tenemos visita, pero no una, sino dos. Me ha traído a mi próximo esposo.