– Sé mucho más sobre él de lo que cree, porque Margarita Tudor me hablaba todo el tiempo de él. No aceptará de buen grado una negativa, Tom. ¿Qué voy a hacer? Yo también tengo mi honor y sirvo a la reina.

– Tienes dos posibilidades. Puedes pedirle permiso a la reina, hoy mismo, para regresar a Friarsgate, pero, si te lo niega, ¿qué harás? Te arriesgas a ofenderlos, a ella y al rey, sin resolver tu dilema. O puedes rendirte al rey si él te lo pide, pero, en ese caso, no debes contárselo a nadie. Si bien no sería raro que un rey tuviera una amante, la notoriedad no es buena para esas señoras, querida. Después de todo, no somos franceses -dijo, frunciendo la nariz.

– ¿Qué? ¿Los reyes franceses alardean de sus amantes? -le preguntó Rosamund, sorprendida-. ¿Qué mujer decente querría que se supiera que sirve a su rey como la oveja sirve al carnero?

– Mi querida niña, los franceses consideran un honor servir a su rey, como dices tú. Si ha habido hasta hermanas compartiendo los favores de un monarca. Y sus aliados, nuestros vecinos del norte, son igual de perversos. Los reyes Estuardo están considerados como los hombres más enamoradizos del mundo entero. Casi no hay familia en Escocia con la que no hayan mezclado su sangre, dicen. El actual rey Jacobo no se unió con nuestra propia princesa Margarita hasta que alguien de su Corte, con más sentido que el mismo rey, envenenó a su amante, Maggie Drummond. Recién entonces Jacobo Estuardo honró su contrato con Inglaterra. Pero se sabe que tiene los favores de muchas otras señoras. Todos los reyes tienen amantes, pero aquí en Inglaterra intentamos mantener el hecho tan en secreto como sea posible.

– Para ser un hombre que no ama a las mujeres tienes una gran comprensión de ellas y de la naturaleza humana, primo. Tal vez me convenga irme a casa, con mi descarado escocés -dijo Rosamund, con una sonrisita.

Él también sonrió.

– Los dados están echados, prima. Sí, puedes rechazar al rey, pero sufrirás las consecuencias. Debes tratar de ver comprender la situación, querida niña. Si eres muy discreta y le ruegas al rey que lo sea por partida doble, es poco probable que alguien se entere de tu mala conducta. ¿Quién creería que el rey se acercaría a ti, una viuda de una familia sin importancia y sin conexiones? Y, dado el escándalo de la primavera pasada, el rey querrá, sin duda, ser más que discreto. -Lord Cambridge rió-. Así que no es probable que alguien se entere de tu paso en falso en el camino de la virtud. El rey es joven y apuesto. Se sabe de su pasión y gentileza. Puede ser generoso, y tú tienes tres hijas que necesitarán esposos respetables algún día, querida mía. Eres viuda, de modo que no llevarás la vergüenza al nombre de tu esposo ni de su familia, a diferencia de las concupiscentes hermanas del duque de Buckhingham. Y se sabe que Enrique Tudor jamás olvida un favor.

– Razonas como el dueño de un burdel, primo.

– Tú no eres ninguna virgen, Rosamund -le recordó él con una sonrisa bastante maligna.

– ¡Eres un sinvergüenza, Tom! -lo reprendió ella, pero sonreía.

– ¿No te gustaría imitarme? -bromeó él.

– Sí -dijo ella, sorprendiéndolo-. Creo que sí. Durante toda mi vida he hecho exactamente lo que se esperaba de mí, aunque no lo deseara, primo. De todos modos, me remuerde la conciencia, porque quiero a la reina.

– Tu conciencia te molestará siempre en este asunto, mi querida niña -dijo él, sabiamente-, pero no podrás evitarlo. Enrique Tudor no tendría que haberse casado con Catalina de Aragón. Debería haberse tomado más tiempo, pero ella era conveniente, estaba a mano y él siempre ha sido impaciente. Su padre lo tenía destinado a la Iglesia, hasta que murió el pobre Arturo. Enrique jamás habría sido un buen sacerdote.

– No con su pasión por las mujeres. ¿Es porque se trata de Catalina o le habría sido infiel a cualquier otra esposa, Tom? No comprendo.

– Es su naturaleza tomar todo lo que desea, sea un dulce o una mujer. Ahora bien, querida niña, basta de hablar de este tema. Ya sabes lo que harás, lo que tienes que hacer. Lo que yo quiero saber es qué vestido has elegido para hoy.

– El de seda verde Tudor. Por alguna razón, ahora me parece más apropiado que cuando lo decidí.

– Ve a prepararte, entonces -le aconsejó, pero él se quedó sentado en el banco mirando el río Támesis y pensando en todo lo que acababa de oír. Sabía, aunque Rosamund lo desconociera, que el rey, luego de haberse acercado a ella esa mañana, buscaría poseerla lo antes posible. Y, como querría ser cauteloso, probablemente la visitara allí, en Bolton Greenwich. Y pronto. Conociendo la naturaleza del rey, el asunto no duraría más que el verano. Sí, él alentaría a su prima a rogarle a la reina que le permitiera irse a su casa, en Friarsgate, a fines del verano, dejar el séquito en la región central y viajar hacia el norte, a Cumbria. Sería mejor para todos los involucrados.

Y él mismo la acompañaría. Si bien Friarsgate era primitiva para su gusto, parecía una casa confortable. Se quedaría todo el otoño y regresaría a la Casa Bolton para las festividades de Navidad. Luego de programar el resto del año, Tom Bolton se levantó y volvió a la casa, donde se preparó para acompañar a su prima de regreso al palacio esa tarde.

Algunas horas más tarde, listos para partir, los primos se admiraron mutuamente los trajes. El de Rosamund era de seda color verde Tudor con una falda abierta que dejaba ver una enagua bordada y acolchada en verde más fuerte y brocado blanco. El escote del vestido, cuadrado y bajo, estaba bordado con hilo de oro y perlas diminutas. Los anchos puños de las mangas del vestido también habían sido bordados en oro y perlas. La camisa era casi invisible bajo el corpiño, y sólo se veía el delicado cuello redondo, también bordado con perlas. Los puños de las mangas largas de la camisa, que aparecían por debajo de los puños del vestido, también estaban decorados con perlas. Un sencillo velo, sostenido con una corona de flores, le adornaba los cabellos.

– Estás perfecta -dijo lord Cambridge, encantado con la ropa de ella.

– Tú también, primo -dijo Rosamund, mirando el traje de él. La calza blanca estaba decorada con hiedras y hojas bordadas en oro. Llevaba una chaqueta corta y plisada, en seda adamascada verde Tudor con mangas largas abollonadas y bordadas. El cuello alto de la camisa era plisado y aparecía por encima de la chaqueta. La exagerada portañuela del pantalón estaba adornada con joyas y perlas multicolores. Los guantes eran de terciopelo dorado con perlas en los puños. Los zapatos de puntera cuadrada eran de un cuero negro muy suave y, en la cabeza, llevaba un sombrero, con la copa en tafetán de seda y ala plana, verde con una pluma de avestruz blanca.

Sir Thomas se pavoneó para Rosamund, posando y mostrando sus piernas, que no eran nada feas.

– ¿Qué te parece?

– Me has dejado sin palabras, Tom. Nunca te había visto tan emperifollado.

– Es el Día de Mayo, la fiesta preferida del rey -fue la respuesta. Sonrió-. ¿Vamos, querida prima?

Decidieron caminar desde Bolton Greenwich, cruzando el jardín y entrando en el parque del palacio. La cacería había terminado. Había sido un éxito, y estaban carneando y colgando varios ciervos para futuras comidas. El rey y sus acompañantes habían decidido representar un pequeño torneo con justas para diversión de todos. El ganador elegiría a la reina de Mayo. Rosamund y su primo ocuparon sus lugares con el resto de la Corte. Rosamund se ubicó entre las damas de la reina y lord Cambridge se reunió con unos amigos suyos.

Los caballeros estuvieron valientes y osados. Uno a uno se vieron desmontados hasta que solo quedaron el rey y Charles Brandon, que era un digno oponente. Chocaron varias veces, con gran estruendo de las lanzas contra los escudos. Pero, al fin, el caballo del rey trastabilló y la lanza de Brandon tiró a Enrique Tudor de la montura. La tribuna estalló en un grito y Brandon bajó inmediatamente del caballo y corrió hacia el rey.

El rey se puso trabajosamente de pie, riendo y quitándose el yelmo.

– Buena jugada, Charles -dijo, admitiendo con gracia su derrota. Miró a su alrededor y dijo-: Parece que mi caballo perdió la herradura, pero esa es la suerte en las justas. -Llamó a un peón y le ordenó que se ocuparan del caballo, que le volvieran a poner la herradura y se aseguraran de que el animal no se había lastimado en el accidente. Se dirigió a los concurrentes y anunció-: Declaro a Charles Brandon ganador de este torneo del Día de Mayo y digo que es su deber elegir a nuestra reina de Mayo.

Charles Brandon se paró ante el palco real.

– Su Majestad -le dijo a Catalina-, no correspondería que yo le pidiera a una reina que fuera la reina de este festival. Pido su permiso real para elegir entre las damas que la rodean.

– Tiene mi permiso -respondió la reina, sonriendo.

– Entonces, elijo a la princesa María -respondió Brandon, sin un momento de vacilación.

La hermana del rey, de dieciséis años, se adelantó y recibió de manos de Charles Brandon la delicada corona de oro y plata de la reina de Mayo.

– Es un honor ser su reina, Charles Brandon.

El rey entrecerró los ojos, alerta. María era joven y una tonta romántica. Él tenía otros planes para ella y no quería que Charles Brandon, a pesar de la amistad que los unía, interfiriera con ellos ni se metiera con su hermana. Pero el rey miró con benevolencia la escena, mientras María le sonreía a su oponente. Se ocuparía de que, de allí en adelante, no estuvieran juntos. Y entonces, al mirar brevemente hacia las damas que rodeaban a su esposa, vio a la bella Rosamund. Qué hermosa estaba. Era la perfecta rosa inglesa. Le sonrió a su esposa y a sus damas. Sí, la bella Rosamund era un bocado delicado, y él pensaba disfrutarla.

Ella había sentido su mirada, pero por un brevísimo momento. Sucediera lo que sucediese, nunca debería lastimar a la reina. Y una vez más, como tantas en los últimos meses, deseó estar a salvo en su casa, en Friarsgate. Edmund la mantenía regularmente informada con sus cartas. Todo estaba bien. Sus hijas crecían bien y, salvo Philippa, no daban señales de extrañarla. Las ovejas habían parido un número inusitado de corderitos esa temporada, con más nacimientos dobles de los que él había visto en años. Ya habían sembrado. Henry no había ido de visita. Era algo perturbador pensar que todo marchaba bien en Friarsgate y que ella no era parte de eso.

Habían dejado las gradas y las damas elegidas para bailar alrededor del palo de mayo fueron a ocupar sus lugares. Sonó la música y comenzó la danza. Cada dama tenía una cinta de seda de un color diferente: rojo, azul, verde, amarillo, violeta, rosado, celeste, lavanda, oro y plata. Las diez mujeres se movían alrededor del poste, entrelazando las cintas en un diseño intricado, mientras cantaban sobre el mes de mayo y todas sus bellezas. Al fin, el baile terminó. El poste quedó decorado; las puntas de las cintas flotaban con la brisa suave del atardecer.

Entonces, hubo una fiesta. Aprovechando el hermoso día de primavera, se habían puesto mesas en el parque del palacio y, mientras los invitados encontraban sus asientos, los criados corrían de un lado para el otro y venían desde las cocinas con bandejas y recipientes. Se habían cavado pozos y sobre enormes asadores de hierro se asaban medias reses envueltas en sal gruesa. De cada lado había cuatro muchachos haciendo girar el asador. Había barriles con ostras que se abrían y se servían crudas. Se ofrecían bandejas con trucha, salmón y langostinos. Había muchísimas aves, patos, pollos y cisnes, asados. Pasteles de carne rellenos de conejo, aves de caza y ciervo. Cochinillo relleno, anguila en salsa especiada, blackmanger, que era un plato de pollo hecho con arroz, almendras y azúcar, alcauciles cocinados al vapor en vino blanco, lechugas asadas, arvejas, panes y manteca, y muchas variedades de queso.

Por tradición, toda la comida tendría que haber sido verde, en honor al día, pero la reina se había puesto firme, aunque el rey protestó. Solo los platos de pan habían sido teñidos de verde. Para deleite de muchos, se sirvió la anticuada hidromiel en la celebración, junto con vino y cerveza. La Corte comió sin parar y, sin embargo, cuando al final se trajeron los dulces, se los devoraron con tantas ganas como si los comensales no hubieran ingerido nada antes.

En el parque se habían puesto blancos de tiro. Los hombres compitieron con el arco y la flecha, y ganó el rey. Jugaron a los bolos hasta que el crepúsculo comenzó a dificultar la visión de las clavijas y los bolos. Se colocaron antorchas. Los músicos tocaron y la Corte bailó. Al final, el rey bailó para todos, saltando alto con su hermana María, que reía y lo acicateaba para que lo hiciera más alto aun. Nadie bailaba tan bien como el rey Enrique Tudor. Al final la reina se retiró con sus damas. Estaba cansada y sabía que el rey volvería a visitar su cama esa noche, porque ya le había hecho conocer sus intenciones. Todavía no estaba embarazada y, aunque seguía de duelo por el principito, se necesitaba con desesperación un nuevo heredero.