– ¿Te quedarás aquí esta noche, Rosamund? -preguntó Inés.
– No, no me necesitan y una de las ventajas de venir a Greenwich es que la casa de mi primo queda al lado del palacio. Allí tengo mi habitación. Si necesitas un lugar donde dormir, Inés, puedo alojarte.
– No, pero te agradezco el ofrecimiento. María tiene una pequeña habitación propia, así que duermo con mi hermana.
– Entonces, te doy muy buenas noches -le dijo Rosamund, y salió de los apartamentos de la reina. Vio a Tom hablando con el amigo del rey, Will Compton, que la saludó. Ella le devolvió el cumplido y se dirigió al parque, que ya estaba bastante a oscuras, hasta el muro de ladrillo que separaba la casa de Tom del palacio del rey. Encontró el pasador y entró en los jardines de Bolton Greenwich, pensando, de pronto, en qué conveniente era que ese jardín fuera idéntico al de la Casa Bolton. No necesitaba luz para guiarse.
La morada estaba vacía, pues Tom les había dado la noche libre a sus criados. Pero Annie había declinado ir con Dolí.
– Es un poquito ligera, y no quiero que los hombres piensen que yo soy como ella -le explicó Annie a su ama.
A último momento, antes de que se fuera el último de los criados, le habían preparado un baño junto al fuego. Todavía estaba caliente, pero no tanto como le gustaba a Rosamund. De todos modos, se quitó la ropa, se metió en la tina y pensó que el agua caliente y perfumada era muy agradable, pero no se demoró, sino que salió, se secó y se puso una camisa limpia. Annie le deshizo el elegante peinado y le cepilló el largo cabello rojizo.
– Déjamelo suelto -le pidió Rosamund.
Se metió en la cama mientras Annie le agregaba leños al hogar del dormitorio.
– El señor dice que Dolí y yo durmamos en el altillo con los otros criados por el momento, señora.
– Sería mejor -señaló Rosamund, pensativa.
– Si hago eso, todo el mundo sabrá que usted tiene un amante, señora -le respondió con franqueza-. Al menos eso es lo que dice Dolí, milady.
– Dolí dice muchas cosas -respondió Rosamund, cortante. Con gesto seco se ató las cintas rosadas de la cofia de dormir-. ¿Y tú qué dices, Annie, en respuesta a la calumnia de Dolí?
– Le digo que usted no tiene tiempo ni para usted misma estando al servicio de la reina, ¿cómo va a tenerlo entonces para seducir a un hombre y hacerlo su amante? Dolí se ríe y asegura que todas las mujeres tienen tiempo para un amante; que los hombres son como perros, que olisquean y que siempre aparece una perra que mueve la cola y la levanta para ellos.
Rosamund suspiró.
– Dolí es demasiado mundana. ¿Y ahora dónde está? ¿Lo sabes, Annie?
– Sí -afirmó Annie, despacio-. Está celebrando el Día de Mayo con los criados del palacio de Greenwich. No volverá hasta el alba.
– Quiero que esperes a lord Cambridge levantada, Annie, y cuando venga cuéntale lo que me has dicho a mí.
– ¡Ay, señora, no podría! Se lo conté a usted porque las dos somos de Friarsgate. No quisiera que su reputación se arruine por gente de la calaña de Dolí. A veces es de buen corazón, pero tiene muy mala lengua. Si se entera de que le dije, me saca los ojos.
– Y esa es precisamente la razón por la que tienes que contarle a mi primo. Dolí es una de sus criadas de la propiedad de Bolton Park. Estoy segura de que la gente de Bolton Park es como la de Friarsgate. Dolí es joven y tal vez haya estado demasiado tiempo en Londres con el personal de mi primo. Necesita volver a su casa, donde recuperará sus valores. Quiero que le digas a lord Cambridge que yo te ordené que le informaras de su comportamiento y que sugerí que la devolviera a su casa para que no se metiera en problemas.
– Está bien -dijo Annie, nerviosa.
– Mi primo es un buen amo, Annie. Tú lo sabes. Tal vez sea hora de que Dolí se case, y él puede arreglarlo. Para ella sería mejor que la casara antes de que se deshonre y arruine cualquier posibilidad de un buen matrimonio. -Miró vigilante a su criada-. ¿Qué es lo que no me cuentas?
– ¡Ay, señora! -Annie se echó a llorar.
En ese momento golpearon a la puerta de los apartamentos y Rosamund le ordenó a su criada que abriera. Entró lord Cambridge.
– Excelente. Todavía estás levantada, Annie, querida muchacha, tráenos un poco de vino, y tú, prima, intercambiarás conmigo las noticias que hayas conseguido hoy. -Se sentó al borde de la cama con una sonrisa-. No pareces cansada, a pesar de la hora.
Annie fue de prisa a traerles a lord Cambridge y a su ama unas copitas de cristal de un dulce Madeira. Mientras Annie les daba las copas, Rosamund habló:
– Annie tiene algo que contarte, Tom. ¿Annie?
– Ay, señora, ¿debo hacerlo? -Annie sollozaba, pero Rosamund insistió, solemne; Annie dijo, con voz débil-: Es sobre Dolí, señor -y repitió lo que le había contado a su señora.
– Está bien, Annie. Yo sé que no eres una correveidile y que hablaste solo para proteger a tu señora. No obstante, yo ya había decidido enviar a Dolí de vuelta a Bolton Park por la mañana. La señora Greenleaf ya me había informado de su comportamiento y esta noche tuve la desdicha de ver la conducta de Dolí con mis propios ojos. Su destino quedó sellado en ese momento. Ahora ve a dormir. Tú no eres responsable por la adversidad de Dolí. La señora Greenleaf siempre pensó que Dolí era demasiado joven para haberla traído de Bolton Park. Es posible que haya llegado el momento de que se case y siente cabeza. La señora Greenleaf tiene un sobrino, mi herrero. Es viudo y fuerte como para controlar a una muchacha voluntariosa como Dolí. Ella no tendrá tiempo para travesuras siendo su esposa, eso te lo aseguro. El hombre tiene siete hijos, todos menores de diez años, y va a querer que haya una comida en la herrería al mediodía y una cena abundante al final del día. Sí, dado lo que vi esta noche, esa ha de ser la mejor solución.
– ¿Qué viste?
– ¿Tú lo sabes, Annie? -le preguntó lord Cambridge a la muchacha.
– Sí, milord.
– Cuéntanos, entonces.
– Dolí se levanta la falda para los muchachos -comenzó a decir Annie-. No lo hace por nada. Medio penique por mirar y un penique entero por tocarla y tocarle las tetitas. -Después de haberlo dicho Annie se ruborizó.
Lord Cambridge soltó una carcajada ante la explicación de Annie.
– Sí, eso es lo que vi. Muchacha emprendedora, nuestra Dolí. Bien, el herrero es un hombre vigoroso y la va a mantener más que ocupada, tanto dentro como fuera de la cama. Ve, Annie. Y si mañana Dolí te confía sus penas, antes de que la mande a casa, dile que yo la vi y que quedé consternado.
Annie hizo una reverencia y salió de la habitación. Lord Cambridge se aseguró de que la joven criada se hubiera ido y no podía oírlos. Entonces, regresó y volvió a sentarse en el borde de la cama.
– Esta noche el rey me habló. Me dijo que dejara abierta la puerta del jardín y una linterna encendida al lado. ¿Entiendes, Rosamund?
– Sí, comprendo. ¡Por Dios, Tom, esta noche va a visitar a la reina! ¿Y después vendrá a verme a mí?
– El rey es un hombre solícito, Rosamund -dijo su primo, secamente-. Primero cumplirá con su deber y después buscará su placer. Recuerda, querida niña, que debes ser discreta, por todos, pero más que nada por ti. No eres la primera mujer que dará placer al rey después de haber tomado los votos solemnes del matrimonio. No serás, por supuesto, la última. Este rey es un hombre muy sensual. Qué pena que no tenga otra inclinación. Yo le ahorraría muchas dificultades. -Lord Cambridge terminó su comentario con un guiño procaz.
– Tom, tendría que reírme, pero creo que hablas en serio.
– Buenas noches, querida niña.
"¿Debo dormir? -se preguntó Rosamund-. ¿Puedo dormir?" Cerró los ojos. Discreción. Debía practicar ese delicado arte. Y podía quedarse despierta toda la noche esperando la visita del rey. ¿Y si algo le impedía venir? A la mañana estaría agotada por la falta de sueño y por los nervios. Pero debería levantarse y servir a la reina. Catalina se había tomado la cómoda costumbre de dictarle la correspondencia personal a la dama de Friarsgate en lugar de a uno de sus secretarios oficiales. Rosamund sabía que la reina estaba demasiado cómoda con el arreglo, pero ella no podía continuar con esa situación. Tenía que irse a su casa, y la sugerencia de Tom de dejar el séquito en el verano era muy buena. Le pediría consejo a Inés sobre quién podría reemplazarla. Seguramente, entre las muchas damas de la reina habría alguna con buena letra.
Sí, ella había querido irse a casa desde que llegó, y aquí estaba, sin embargo, dispuesta a admitir que había sido una época muy interesante para la simple Rosamund de Friarsgate. Mucho más que su primera estadía como pupila del rey. ¡Tendría tantas historias para contarles a sus hijas! y las conexiones que había hecho en la Corte podrían resultar valiosas en el futuro. No quería que sus hijas se casaran con primos Bolton u otros candidatos parecidos. Deseaba sangre nueva en la familia, para que los herederos de Friarsgate fueran fuertes. Y nunca habría considerado la vida en tales términos de no ser por su estadía en la Corte. Y su relación con su primo, Tom Bolton. Tom ya le había dado a entender, como al pasar, que ella y sus hijas serían sus herederas algún día. Qué giro inesperado de los acontecimientos. Un año atrás ni siquiera sabía de la existencia de Thomas Bolton. Se conformaba con ser la esposa de sir Owein Meredith y madre de sus hijas.
Pero Owein se había ido. Se preguntó en silencio por qué, como lo había hecho mil veces en los últimos meses. Pero no había respuesta. Sabía que no la habría jamás. Por fin, cerró los ojos, y se quedó dormida.
CAPÍTULO 17
El rey había cumplido con su deber con la reina. Había estado en la cama de Catalina por segunda vez ese día. Ella vestía, como siempre, una sencilla prenda atada al cuello y una cofia de dormir bordada sobre sus hermosos cabellos rojizos. Obediente, yacía de espaldas, con los ojos azules bien cerrados. Él nunca había conseguido que los abriera cuando entraba en su dormitorio. Siempre había oído decir que las españolas eran de sangre caliente, pero su Catalina, tan dulce y sumisa, jamás podría ser considerada así.
Él hizo lo de siempre con ella: primero le desataba las cintas y abría la prenda para dejar descubiertos los pechos y el vientre. Su esposa tenía lindos senos. Pequeños, pero, desde el nacimiento de su hijo, llenos. Vio las marcas en el estómago, donde la piel se había estirado, durante los partos. Catalina no tenía buena piel. No como las inglesas.
No como Rosamund Bolton. Al pensar en ella sintió un cosquilleo en su masculinidad. Rosamund Bolton, la de cabello rojizo, ojos ambarinos y dulces pechos. Se le empezó a endurecer y a hinchar el miembro al pensar en la deliciosa viuda de Friarsgate, en cómo disfrutaría de copular con ella esa misma noche. De no haber sido por sir Owein, hacía años, él seguramente la habría poseído y ella lo habría disfrutado.
– Levántate el camisón, Kate -le ordenó a su esposa mientras se quitaba el suyo. Ella obedeció de inmediato. Él le abrió las piernas; se hundió hondo en la carne fecunda y trabajó, entrando y saliendo, entrando y saliendo, despacio, hasta que pudo liberar su semilla-. Que Dios y su Santa Madre nos den un hijo -dijo al apartarse de ella.
– ¡Amén! -respondió la reina, bajándose el camisón, pero sin abrir los ojos ni por un momento para mirarlo.
Enrique Tudor se bajó de la cama de su esposa, se inclinó y le dio un beso en la frente.
– Buenas noches, Kate. Que duermas bien.
– Buenas noches, milord -le respondió mientras él salía del dormitorio por una pequeña puerta privada que le permitía evitar ser visto por las damas de compañía.
El rey volvió deprisa por el estrecho corredor privado hacia su propio dormitorio. Se lavó, se puso una camisa nueva y un criado lo vistió con un traje de brocado verde y se arrodilló para calzarle un par de pantuflas de cuero.
– Estaré fuera dos o tres horas, Walter -le dijo el rey-. ¿Dónde está la lámpara?
– Junto a la puerta exterior, Su Majestad; entiendo la necesidad de discreción dado el incidente de hace unos meses, pero, si hay alguna emergencia durante la noche… ¿Qué debo decir?
– Tú siempre has guardado mis secretos, Walter -rió el rey-. No estaré lejos. En la casa de lord Cambridge, junto al palacio. No se lo dirás a nadie, por supuesto, pero, si surge una emergencia en las próximas dos o tres horas, atraviesa el parque y ve a buscarme, ¿eh?
Walter hizo una inclinación de cabeza y sonrió.
– Sí, milord Enrique -dijo, y guió al rey a través de otro pequeño corredor privado que daba al exterior. Se agachó, tomó una lámpara y se la dio al rey con una inclinación. Después, cerró la puerta tras su amo.
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