Alumbrándose con la luz de la lámpara, que solo iluminaba el camino a sus pies, el rey cruzó de prisa sus jardines y el parque. No había luna esa noche, lo que hacía que su camino entre los árboles fuera lento y cauteloso, pero por fin divisó la pequeña puerta en el muro. Entró en el jardín de Tom Bolton y, aun en medio de la oscuridad, vio que todo estaba en orden. Recorrió los prolijos senderos del jardín hasta llegar a la casa. Sus ojos azules buscaron la señal, y allí estaba. Una pequeña lámpara encendida junto a otra puerta pequeña. Dejó la suya, tomó la otra y entró en la casa. Siguió al pie de la letra las indicaciones que le había dado lord Cambridge y subió la escalera hasta los aposentos de Rosamund. ¡Allí estaba, dormida!

Apagó la lámpara y la dejó sobre una mesa. Se quitó el manto de brocado y lo dejó a un lado. Se acercó a la cama, se inclinó y la besó con pasión hasta que ella abrió los ojos y le sonrió.

– Hal -le dijo con suavidad.

A él le pareció una dulce bienvenida.

– ¿Te quitarías el camisón? Quiero verte entera, bella Rosamund.

– Si tú te quitas el tuyo -respondió y enseguida se dio cuenta de lo que había dicho. ¿Era tan ligera que caía en esa vergonzosa relación sin dudarlo? Pero no sentía vergüenza. Él la deseaba. La había deseado desde que era apenas un muchacho y seguía haciéndolo. Él era el rey de Inglaterra y eso era muy halagador. ¿Qué importaba, siempre y cuando la reina no saliera lastimada? Una relación breve, y ella se iría a Friarsgate para no volver a verlo jamás. Se sentó, se quitó el camisón de lino blanco, lo arrojó a un costado y se sacó la cofia de dormir, liberando su cabello. Entonces apartó el cubrecama y se exhibió para él-. ¿Te gusto, milord?

– ¡Sí, bella Rosamund, me gustas muchísimo! -el rey se acercó a ella y la sacó de la cama.

Qué alto era. Ella lo sabía, por supuesto, pero, de pie junto a ella, le parecía más alto. Se puso en puntas de pie y le desató los lazos de la camisa. La abrió, metió las pequeñas manos por debajo de la tela y le acarició el pecho, que estaba cubierto de un vello del mismo color rojizo dorado de sus cabellos. Tenía el pecho y la espalda más anchos que había visto en su vida.

– Eres un gigante, milord -susurró. Le quitó la camisa, que cayó a sus pies. Él se movió para apartarla y ella observó sus pies, grandes, pero delgados y casi delicados.

– Salvo mi nodriza, ninguna mujer antes que tú me ha visto como Dios me echó al mundo, bella Rosamund.

– ¿Y la reina? -preguntó la joven y enseguida se arrepintió de haber pronunciado esas palabras, dadas las circunstancias.

– Prefiere que mis obligaciones conyugales se desarrollen en la oscuridad y lo más vestidos que sea posible y yo no la he visto a ella como a ti.

– Ah -respondió ella, sorprendida y tal vez algo avergonzada de enterarse de algo tan íntimo sobre el matrimonio. No había creído que la reina fuese tan recatada con su esposo, tan apuesto, joven y sensual.

La abrazó, la levantó y hundió la cara entre sus senos.

– Mmm, ¿qué es esa fragancia tan deliciosa que parece que te saliera de la piel? -le preguntó, hundiéndose más en el sombrío valle de su pecho.

– Brezo blanco -le dijo ella, apoyándole las manos en los hombros. Por Dios, cómo necesitaba las tiernas atenciones de un hombre. Cuando él empezó a besarla, sintió que un calor delicioso le inundaba el cuerpo.

– Te sienta muy bien. Siempre pensaré en ti, mi bella Rosamund, cuando sienta el olor del brezo blanco.

La bajó de manera que el cuerpo suave y vibrante de ella recorriera el suyo. Ella sintió su pecho, su vientre, sus muslos perfectos para ese cuerpo macizo, el cuerpo de un guerrero. Cuando la envolvió en sus brazos y la besó, Rosamund pensó que se desvanecería del placer que le daban sus labios. Él le metió la lengua en la boca, buscándole la suya, encontrándola, exigiendo una respuesta de ella. El deseo provocó que la joven casi se desvaneciera.

Él la sostuvo cerca de sí y le murmuró al oído:

– Qué dulce, cómo te entregas a mí, mi bella Rosamund. Eres la mujer perfecta; eres experimentada y apasionada, ¡y, no obstante, hay una inocencia en ti que debo hacer mía! -Le tomó un seno, que pareció una pequeña paloma en su palma. Con los dedos de la otra mano le acarició la piel suave y firme. Inclinó la cabeza y jugueteó con el pezón, recorriéndolo con la lengua caliente. Después, su boca ansiosa se cerró y empezó a chupárselo.

A ella se le escapó un grito. ¡Qué hombre tan sensual! Owein la había amado, sin duda, ¡pero nunca así! La puso sobre la cama y ella vio su enorme instrumento listo para el placer. Le tendió los brazos y él sonrió.

– Qué bienvenida tan encantadora, bella Rosamund. ¿Me deseas tanto como yo te deseo a ti, mi amada?

– ¡Sí, Hal, sí! -exclamó ella-. ¡Sí!

– Debo tener cuidado de no aplastarte, dulce mía.

– Soy más fuerte de lo que parezco.

– ¿Pero has recibido alguna vez dentro de ti un arma tan potente como la que ahora tienes enfrente? -La mano de él se cerró sobre su pene y se lo mostró, con orgullo.

– Solo he conocido a mi esposo, Hal. Él no estaba tan bien dotado como Su Majestad, pero no soy virgen.

El rey la montó con cuidado, pero su deseo fue más fuerte que él y no pudo contenerse: la penetró de inmediato.

– ¡Dios santo! ¡Ah, qué delicia! -gimió él-. ¿No hay límite para tu dulce bienvenida, mi bella Rosamund?

Ella lo esperaba, lista, para su propio asombro. Estaba mojada y él la penetró con facilidad, entró hasta el fondo de su vaina de amor. Rosamund envolvió al rey con los brazos y las piernas, y sus gemidos de placer lo excitaban aún más y aumentaban su pasión.

– ¡Ay! ¡Uy! -gritaba ella mientras él avivaba el fuego con su lanza amorosa-. ¡Ay, Su Majestad! ¡Sí, sí! -había perdido el control de sí misma, pero no le importaba. Se sintió volar, más alto de lo que nunca había imaginado. La pasión la venció y, al fin, cuando llegó el clímax, se desvaneció en el sediento abrazo de él.

Cuando se recuperó, Rosamund se dio cuenta de dos cosas. Estaba tendida encima del rey, con la mejilla sobre su pecho y él seguía con el miembro erguido muy profundamente dentro de ella.

– ¡Ay, Dios! -susurró ella-. ¿No te gustó, Hal?

– Mucho, y hay más por venir -le prometió él, y ella percibió la risa en la voz profunda de él.

– Pero estás todavía… todavía…

– Sí -dijo él, restándole importancia-. Así es -y rió cuando entendió la confusión de su amante. La acercó hasta que los ojos azules de él se encontraron con los ambarinos de ella-. Has conocido un solo hombre. Un hombre viejo, tu esposo. Yo aún no cumplí los veinte, bella Rosamund. Mi apetito de carne de mujer es muy grande. Puedo hacer esto toda la noche, y todavía no me satisfice contigo, querida, pero para el alba estaremos los dos bien satisfechos -entonces, comenzó a moverse otra vez dentro de ella, y ella casi lloró por el deleite que recorría su cuerpo.

La lujuria del rey parecía no tener fin. Y ella, sorprendida, se sentía tan arrebatada como él. Nunca había conocido algo parecido, pero sabía que quería más. No recordó el momento en que él se fue, pero cuando Annie fue a despertarla, justo antes del amanecer, estaba sola en medio de ropa de cama revuelta, y seguía desnuda. Había sido un descuido. Se dio cuenta por la mirada consternada de su criada.

– ¿Tenía razón Dolí, milady? -susurró Annie, alcanzándole una copa de la poción tónica de Maybel.

– No viste nada, Annie -respondió Rosamund, tomando la copa. Necesitaría fortalecerse si el rey era tan vigoroso cada vez que la visitaba-. Dame mi ropa.

Annie obedeció.

– No comprendo -le dijo a su ama.

– Mejor así, pero tu silencio es imprescindible. Si te hace sentir mejor, Annie, y te lo digo porque eres mi leal sirvienta y confío en ti, lord Cambridge está al tanto de todo lo que sucede bajo su techo. Incluso de esto.

– Tendrá que bañarse antes de ir al palacio. Tiene mucho olor a sexo.

– Rápido, entonces, porque debo estar en el palacio a tiempo para la misa. La reina se disgusta mucho con las damas que no van a misa.

Annie asintió y salió del dormitorio.

Rosamund se quedó tendida pensando en la noche pasada. Nunca imaginó que un hombre pudiera ser tan entusiasta al hacer el amor. Tampoco, que los amantes jóvenes fueran diferentes de los viejos. Owein tenía casi cuarenta años cuando murió, el doble de la edad del rey, pero ella había estado contenta con sus atenciones. Ahora, al reflexionar, pensaba que le gustaban incluso más que las del rey. Su esposo se había entregado por ella; Enrique tomaba todo lo que ella podía darle y daba poco a cambio, pidiendo siempre más. La noche había sido para satisfacer sus deseos y su lujuria, no los deseos y la lujuria de ella, aunque lo hubiera disfrutado. Tenía que admitir que él había sido gentil, pero le había comentado detalles del matrimonio real que ella hubiera preferido ignorar. La reina creía sinceramente que el único propósito de unirse con su esposo era engendrar niños. Era triste, pero lo más triste era que el rey también lo creía. Ella y Owein habían gozado el sexo y habían tenido hijos sanos, sin contar a su desdichado hijito. Si Owein no se hubiera caído de ese maldito árbol, habría habido más hijos y habrían disfrutado creándolos. Extrañamente, el rey había conmovido a Rosamund. Se sorprendió al darse cuenta de que le tenía pena. Era un hombre solitario y había habido poca calidez o cariño verdadero en su vida. Su madre lo había querido, pero lo había visto poco hasta la muerte de su hermano mayor. Su padre había quedado tan afectado por la muerte del amado Arturo y, al principio, y a pesar de las sabias palabras de su esposa, se había resentido porque Enrique estaba vivo y el otro muerto. Después, la reina había fallecido en un intento inútil de engendrar otro hijo varón. El rey le había dicho a Rosamund que siempre se había preguntado si su padre lo consideraba inepto para gobernar Inglaterra. De haber habido otro hijo varón, ¿Enrique VII no habría hecho un testamento a favor de ese hijo y en contra de Enrique VIII? Su abuela, la Venerable Margarita, era la única persona a la que había admirado y respetado, pero era una mujer severa que exigía que se cumplieran las reglas sin excepciones. No, había habido poca calidez y poco amor en la vida del rey.

En cuanto a la reina -y aquí Rosamund volvió a sentir una punzada de culpa- le estaba increíblemente agradecida a Enrique Tudor por haberse casado con ella y haber hecho que sus largos años de abandono valieran la pena. Idolatraba a su marido, pero no lo veía como quien realmente era. Su gratitud parecía como la de un cachorrito castigado al que sacan de la perrera y miman. Ella era Catalina de Aragón y conocía su deber. Pero no sabía cómo amar de verdad, y el rey necesitaba amor mucho más que cualquier otra cosa.

Annie asomó la cabeza por la puerta del dormitorio.

– Le preparé la tina vieja, señora. Ganaremos tiempo.

Rosamund se levantó y se bañó rápidamente. El cielo ya se estaba poniendo claro cuando terminó de vestirse su traje de seda púrpura. Con Annie a su lado cruzó deprisa los jardines y el parque del palacio. Entraron en Greenwich y alcanzó a reunirse con las damas de la reina cuando entraban en la capilla real para la misa de la mañana. Y después, cuando desayunaron en la sala de la reina, Rosamund tomó conciencia de lo exhausta que estaba, pero no podía permitir que el resto lo notara.

El rey se había levantado temprano para salir de caza con sus amigos. Uno de ellos comentó irónicamente que tendría que visitar con mayor frecuencia a la reina porque, evidentemente, eso lo ponía de excelente humor. William Compton, el amigo más íntimo del Enrique VIII, no dijo nada, pero se dio cuenta de que algo más que la visita a la cama conyugal lo había puesto de tan buen humor. Compton era nueve años mayor que su amigo y había estado siempre a su servicio. Venía de una familia adinerada, aunque no noble.

– Has decidido no confiar en mí este último asunto amoroso, ¿eh, milord? -dijo, tanteando con delicadeza, cuando nadie podía oírlos.

– ¿Qué asunto amoroso, Will?

– Está bien, milord, no te haré más preguntas. No queremos que se repita el escándalo del otoño pasado. No deseamos una reputación como la de los monarcas franceses, ni ser objeto de humoroso desdén.

– Sí, Will, cállate -respondió con gravedad. Al rey no le gustaba mirar a los ojos a los demás y, cuando lo hacía, era porque el tema era serio-. Mi asunto, como cautelosamente lo denominas, es extremadamente discreto. Es improbable que lo descubran a menos que alguno de los dos se porte de manera tonta y ambos somos demasiado inteligentes para eso. ¿Me entiendes, Will? Este es un asunto del rey.

William Compton hizo una reverencia servil y dijo: