– Será exactamente como lo desee Su Majestad. Pero, tal vez, un día me cuentes, porque admito que soy muy curioso.
Enrique VIII rió, pero no dijo nada más. Estaba contento consigo mismo y, especialmente, con Rosamund. Nunca había conocido a una mujer tan cálida y cariñosa. ¿Por qué los reyes no pueden casarse con mujeres así? Cuánto más felices serían ellos y sus hijos. Kate, que Dios la bendiga, era tan sumisa. No podía culparla, pero, caramba, ¿por qué era tan reticente cuando hacían el amor? A él le habría gustado ver que le brillaban los ojos de pasión y satisfacción, pero sabía que eso jamás sucedería. Estaba demasiado concentrada en darle un hijo varón. Lo hacía con un fervor religioso y murmuraba plegarias entre dientes mientras él la montaba. No podía culparla, pero, ¡ay, las horas pasadas con la bella Rosamund! Casi no podía esperar a que llegara otra vez la noche.
Esa tarde, en la sala, Rosamund lo observó con disimulo. Él no dio señales de darse cuenta. En cierto sentido, era un gran alivio. Felizmente, fue despedida temprano del servicio de la reina y regresó deprisa a Bolton Greenwich. Allí se encontró con su primo en la sala.
– Ven a mirar el atardecer conmigo -la invitó-. Te ves cansada, mi querida niña.
Rosamund se acurrucó en el asiento de la ventana junto a él.
– Lo estoy. Nunca conocí un hombre igual, Tom.
– Es el rey, querida niña. Ellos son diferentes, o al menos eso es lo que se dice. Ten cuidado, que cuando tiene un juguete nuevo jugará con él sin piedad.
– Me estás diciendo que debo esperarlo esta noche. Tengo que descansar un poco antes de que llegue. Es increíblemente vigoroso en el amor. -Miró hacia el río, que brillaba en ese glorioso atardecer, y suspiró-. Es un hombre tan triste, Tom. No es feliz.
– No lo juzgues como a un hombre común y corriente, no es triste. Tiene lo que siempre ha querido. Es el rey de Inglaterra. Si Arturo no hubiera muerto, Enrique Tudor habría salido a conquistar alguna tierra para sí. Siempre quiso ser rey. Y los reyes a menudo se casan con princesas que pueden ser muy adecuadas, pero no son especialmente cariñosas por naturaleza.
– Es vulnerable, Tom. Yo soy apenas dos años mayor que él y, sin embargo, siento que le llevo siglos. Anoche me tomó como un guerrero a un castillo, pero luego me di cuenta de que todo lo que quería de mí era que yo lo quisiera.
– Ten cuidado, mi querida niña -le advirtió lord Cambridge-. Estás hablando como una mujer cuando está a punto de enamorarse. Tú también eres vulnerable, Rosamund. Tu esposo murió hace apenas un año y siempre has tenido un hombre que te cuidara. Pero este es un rey. No puede protegerte porque no tiene la menor idea de cómo se cuida a nadie, ni siquiera a sí mismo. Dale tu cuerpo, pero no le des tu corazón.
Ella volvió a suspirar, y fue un profundo suspiro de resignación.
– Sé que tienes razón, Tom. Tengo que mantener mis emociones bajo un estricto control. -Apoyó la cabeza en el hombro de él-. Eres mi escudo y mi protección, primo. Tú me defenderás del dragón.
– Los dragones -dijo él, pronunciando lentamente la palabra- me aterran, queridísima niña, y especial el Pendragón Tudor de Gales. Así que es vigoroso, ¿eh? No sé si no te tengo celos, prima. ¿Es grande también allá abajo?
Ella levantó la cabeza de su hombro: los ojos ambarinos brillaban, llenos de vivacidad y asintió.
– Ah, caramba -bromeó él-. ¡Algunos tienen mucha suerte!
– Eres terrible -respondió ella, levantándose del asiento de la ventana-. Y yo me voy a la cama ahora que puedo dormir un poco. -Le dio un beso en la suave mejilla-. Buenas noches, queridísimo primo -le dijo y salió de la sala. Arriba, en sus aposentos, se desvistió, se lavó la cara y las manos, y se cepilló los dientes. Orinó en el orinal de porcelana que le había llevado Annie y se metió en la cama, desnuda-. Más me vale -le dijo a su sorprendida criada.
– ¿Quién es él? -preguntó, en un susurro.
– Te lo contaré algún día, pero no hoy. Confórmate con eso, Annie. Es mejor que no lo sepas por ahora. ¿Confiarás en mí?
– Siempre lo he hecho. Buenas noches, señora. -Hizo una reverencia y la puerta se cerró tras ella.
Todavía había algo de luz en el cielo. Rosamund escuchó la canción de un ave que no se resignaba a que el día terminara. Le pesaban los ojos y cayó en un sueño profundo. Ya había pasado la medianoche cuando despertó con el crujido de los goznes de su puerta. Se quedó quieta hasta que sintió el peso de él en la cama, seguido por un beso en los labios.
– Cómo me costó dejarte esta mañana, bella Rosamund. ¡Te vi esta noche en la sala, y solo con verte se alborotó mi interior, querida mía! -Se quitó el camisón y se metió bajo las cobijas, que ella le abría.
Ella lo envolvió en sus brazos, y la cabeza de león del rey se apoyó en su pecho.
– Piensa en mí como en tu refugio, milord -le dijo ella, con dulzura-. ¿Fuiste a cazar hoy? No te vi hasta la tarde.
– Visité los astilleros de Gravesend. Quiero construir una flota. Inglaterra tiene que ser una potencia marítima fuerte, bella Rosamund.
– ¿Por qué? ¿No podemos usar las naves de otros para transportar nuestros productos? Es lo que hacemos ahora.
– No me refiero a una flota mercante, dulce mía, sino a una de guerra. Estamos aislados en nuestra isla y nuestros enemigos podrían atacarnos. Necesitamos una flota fuerte para proteger nuestro país.
– Yo estoy tan lejos del mar en mi Cumbria… -Rosamund le acariciaba la nuca-. Me doy cuenta de que un rey tiene que ser muy inteligente y precavido.
– Tú también debes ser precavida para que tu Friarsgate siga siendo segura y rentable. Tu primo me dice que eres la fuerza que guía tu finca. ¿Es eso cierto, mi bella Rosamund? -le tocó los senos y comenzó a lamerle los pezones.
Ella se estremeció de placer y dijo:
– Siempre confié en el consejo de mis tíos, menos uno, y de mis esposos. Pero, al final, las decisiones son solo mías, Hal, porque yo soy la señora de Friarsgate, y nadie puede hablar por mí. Sé que puedo parecerte osada, pero así soy. -Le acarició la nuca con más pasión.
– Me gustan las mujeres que conocen su lugar en el mundo, pero no las estúpidas. Tú eres la voz de la autoridad en tu finca, dulce Rosamund, pero tienes la prudencia de escuchar los buenos consejos de los hombres de tu familia. ¿Tienes un sacerdote?
– El padre Mata -dijo ella, preguntándose qué diría ese muchacho de su situación actual-. Es un gran consuelo para mí y para nuestra gente. No podríamos vivir sin él.
– Mi abuela era como tú. La Venerable Margarita. Pero ¡qué miedo le tuve siempre! -rió.
– Fue una gran mujer, milord, y yo aprendí mucho de ella mientras estuve a su cuidado.
De pronto, él levanto la cabeza y la miró. Rosamund se ruborizó y bajó los ojos, sabiendo que a él no le gustaban las miradas directas, pero adivinó su pensamiento:
– No, bella Rosamund. Puedes mirarme, porque me encanta ver tus ojos llenos de pasión cuando hacemos el amor. -Apartó el cubrecama y demoró la mirada en el cuerpo desnudo de ella. Cubrió con su gran mano el monte de Venus de Rosamund y dijo-: ¿No te depilas?
– No, milord, no se acostumbra en el campo. Pero, si te desagrada, lo haré.
Enredó sus gruesos dedos en el vello rojizo de la entrepierna de ella.
– No, en realidad, me gusta. Tiene algo tentador, seductor. ¡No! ¡Te prohíbo que te lo depiles! -Bajó la cabeza y le besó el monte de Venus. Rosamund se estremeció, porque nunca nadie se había acercado a ella de esa forma. Cuando él restregó la cara contra ella, en su entrepierna, comenzó a temblar. Él no podía contenerse: el perfume a brezo blanco se mezclaba con sus olores de mujer. Él comenzó a acariciarle los labios del sexo y los encontró ya cubiertos del rocío del amor, y siguió tocándola.
– ¡Eres una muchachita muy picara, bella Rosamund! -Levantó la cabeza para susurrarle al oído. Lamió los dulces pliegues de su carne y metió la lengua en el estrecho pasaje mientras que con los dedos avanzó más allá de los labios y encontró la cúspide de su femineidad.
Los sentidos de ella estaban muy excitados. Podía sentir la yema del dedo de él que rozaba y frotaba ese botón de carne sensible con presión y con fricción. Un solo dedo que la exacerbó hasta que ella creyó morir con las increíbles sensaciones que la inundaban. Los labios de él tocaron los suyos. Su lengua se le metió en la boca, lamiéndola, lamiéndole la cara. Ella gimió y el sonido fue un inmenso deleite para los oídos de él. De pronto, él interrumpió la deliciosa tortura y le metió dos dedos en el canal del amor.
– ¡No! ¡No! -le rogó ella-. ¡Quiero más! ¡Por favor! ¡Más!
Riendo con suavidad, él retiró los dedos, cubrió el esbelto cuerpo de ella con el suyo y la penetró despacio, pero se detuvo y la miró a la cara.
– ¿No tuviste bastante anoche, mi bella Rosamund? ¿Vas a hacerme agotar una y otra vez, también esta noche? -Comenzó a moverse con lentos movimientos majestuosos de su masculinidad. Pronto los dos gritaban por el placer compartido. Era casi el alba cuando el rey se dio cuenta de que si no volvía al palacio por el parque, se notaría su ausencia y se revelaría su secreto.
Se levantó, se vistió, se inclinó y le dio un beso en los labios.
– Si me ves hoy, mi bella Rosamund, pensarás en la noche que pasamos. Esta noche no podré venir, pero pronto volveré, querida. ¡Pronto!
– Adiós, Hal. Te extrañaré, pero si no duermo al menos una noche las mujeres se darán cuenta de que tengo un amante y se preguntarán quién es. Ya sabes cómo son las damas de tu esposa -rió.
– ¡Arpías! -dijo él, sonriendo, y se fue.
Cuando Annie fue a despertarla, casi enseguida, Rosamund no podía levantarse. Estaba agotada por los deliciosos excesos de la pasión de ambos. Nunca se había imaginado que existiera un amante como el rey. Era insaciable y su energía, inagotable. Y la necesitaba. De verdad, la necesitaba, y ella estaba asombrada al ver que un hombre tan poderoso como Enrique Tudor pudiera precisar del amor y el cariño de una mujer tan simple como ella. Pero Rosamund no se engañaba: con el tiempo él se aburriría y ella debería alejarse en silencio, porque el rey no se llevaba bien con la culpa.
– Ve a ver a la reina -le dijo Rosamund a Annie-. Dile que estoy enferma, que tengo un flujo que me ha atacado los intestinos. Dile que le pido indulgencia, pero que hoy debo quedarme en cama.
Annie asintió, y dijo:
– Ese hombre misterioso que la visita, señora, ha de ser mago para dejarla en este estado. ¿Está segura de que es humano y no una criatura del mundo de las tinieblas? He oído de demonios que toman forma humana y luego eligen amantes. Les chupan la vida, dicen. ¿Está segura de que este hombre no es uno de ellos? -Se la veía muy preocupada.
Rosamund debió sofocar la risa.
– Mi amante, Annie, es el más humano de los caballeros, lo juro. Ahora corre a buscar a la reina. Si te das prisa la verás antes de la misa. Déjame dormir hasta la tarde, y entonces tráeme algo de comer, que para ese momento estaré muerta de hambre. Y dile a mi primo que he decidido quedarme en la cama.
Rosamund fue despertada por su primo, que le trajo una bandeja con vino dulce, carne, pan, manteca y queso.
– ¡Arriba, dormilona! -bromeó él, dándole una palmada en el trasero-. Ya son casi las cuatro de la tarde. Su Majestad la reina envía sus mejores deseos de recuperación y espera verte mañana por la mañana. Su Majestad el rey me hizo un guiño bastante procaz, que ruego no haya sido percibido por nadie más que por mí. Desde el nacimiento de su hijo que no está tan jovial. Por lo que veo, sus pequeñas excursiones nocturnas le caen muy bien.
– Es incansable -murmuró Rosamund, medio dormida-. Alcánzame ese vestido que está a los pies de la cama, Tom, y no mires. Tenemos que hablar. -Tomó la prenda que él le alcanzó, se la puso por la cabeza y la deslizó por el cuerpo-. ¿Podrías darme el cepillo, primo? -Él se lo acercó y la joven comenzó a cepillarse el cabello enredado-. Se queda prácticamente toda la noche y yo no puedo descansar. ¡No puedo servir al mismo tiempo a la reina y al rey! ¿Qué voy a hacer?
– No puedes hacer mucho más que advertirle que sea más circunspecto en su entusiasmo. ¿Viene esta noche?
– Dijo que no, ¡ojalá que así sea!
– Ah, sí, hoy llegaron el embajador veneciano y su esposa. El rey y la reina los agasajarán hasta la madrugada. Habrá una representación de algo relacionado con Robin Hood con moros con turbantes dorados, y sólo Dios sabe qué más. El rey posee una imaginación muy fértil. Sus amigos tienen la misión de hacer que sus ideas se hagan realidad. -Tomó el cepillo de su prima, la ayudó con un nudo y siguió peinándola-. Si te dijo que no vendría, no lo hará. ¿Por eso te tomaste el día, querida prima?
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