El séquito fue a Warwickshire, el condado que el hermoso río Avon divide en dos partes. Hacia el sur estaba Feldon, un hermoso campo de prados verdes cubierto de flores silvestres. Hacia el norte, el bosque de Arden y más al norte, tierras que no se podían labrar: canteras de arenisca y minas de carbón y hierro. Los castillos y las iglesias estaban hechos de arenisca, pero las ciudades eran de madera blanca y negra, muy proclive a los incendios.
El séquito visitó dos grandes castillos en Warwickshire. Primero Warwick, que se erigía sobre un alto risco sobre el Avon, y después Kenilworth, que estaba más cerca de Coventry. Warwick había sido originalmente un fuerte sajón, pero dos años después de la conquista normanda se había comenzado a construir un castillo. En el siglo XIV la familia Beauchamp lo había convertido en el magnífico edificio que ahora veía Rosamund, donde habían morado familias tan grandes y orgullosas como la fortaleza misma.
Kenilworth, por otro lado, era el lugar más romántico que Rosamund había visto en toda su vida. No era ni macizo ni imponente como Warwick. Comenzado en el siglo XII, debía su elegancia y su belleza a Juan de Gante, un hijo del rey Eduardo III que gastó una fortuna en el castillo que había pertenecido a Simón de Montfort, el notorio hacedor de reyes… Y de conflictos.
En Coventry asistieron a una misa mayor en la catedral. Pero lo principal de la visita fue la representación de uno de los famosos ciclos de misterios, a cargo de los miembros locales de los gremios. Estas piezas hacía siglos que se representaban en Coventry y eran conocidas en todas partes, incluso en Francia y España. La reina había llorado ante la belleza de lo que vio, y sus damas susurraban que tal emotividad indicaba que estaba otra vez encinta. Al enterarse de la noticia, el rey se paseó, muy orondo, entre sus amigos.
Luego, el séquito volvió a tomar rumbo norte, donde el rey y su Corte pasarían un tiempo en el castillo de Nottingham. Era casi imposible que Enrique encontrara un momento a solas con Rosamund y, extrañamente, ella sintió alivio. Estaba medio enamorada de él, pero no era tonta, y sabía que lo que habían compartido estaba terminando, y así debía ser.
En Nottingham el rey se dedicó a los deportes y el juego. Algunos de los cortesanos más jóvenes le presentaron a algunos conocidos de Francia y Lombardía. No pasó mucho antes de que los amigos de toda la vida del rey vieran que este estaba perdiendo mucho dinero en carreras de perros, peleas de osos, cartas y torneos de tenis. Will Compton reparó en que los jóvenes cortesanos ingleses alentaban al rey y lo tentaban a hacer apuestas sin sentido. El orgullo de Enrique no le permitía echarse atrás y perdía siempre. Cuando Compton vio que uno de los cortesanos repartía las ganancias con un francés, le contó a su amigo lo que estaba sucediendo. Discretamente, el rey echó a ambos jóvenes cortesanos y sus malas compañías e informó a sus familias de su incorrecta conducta. Entonces, volvió a estar animado y jovial, como correspondía a un monarca.
Había llegado el momento en que Rosamund abandonara la Corte. Le pidió a su primo que informara con discreción al monarca de su partida, porque quería despedirse de él en privado, si era posible. Lord Cambridge consiguió entablar una rápida conversación con el rey, cuando lo encontró solo a la salida del campo de tenis.
– Su Majestad, pensé que le gustaría saber que Rosamund y yo saldremos de Nottingham. Ella está muy ansiosa por llegar a su casa. Quisiera despedirse en privado, si es el deseo de Su Majestad.
Enrique Tudor sacudió la cabeza.
– Es la mujer más encantadora que he conocido jamás, Tom Bolton. No puedo permitir que se quede, pero lamento que se vaya. Sí, yo también quiero despedirme en privado. Mi sirviente personal, Walter, te dirá cuándo y dónde.
Se fijó el encuentro para la medianoche del día siguiente, en una pequeña habitación en la torre oriental del castillo. Walter fue a buscar a Rosamund para llevarla al lugar asignado, abrió la puerta para que ella pasara y se quedó fuera. Era una pequeña recámara con apenas dos sillas y una mesa sobre la que había dos copas de vino. El rey abrazó a Rosamund y sus labios poseyeron los suyos en un beso apasionado.
– Ojalá no tuvieras que dejarme.
Ella sonrió, acurrucándose contra él.
– Me halagas cuando dices eso, pero los dos sabemos que debo partir. Es muy probable que Kate esté encinta otra vez. No debe disgustarse por nada del mundo. Ahora necesita tu amor más que nunca, Hal.
– Dios quiera que esté encinta -dijo él, metiendo la mano dentro del corpiño de ella para acariciarle los exuberantes senos-. ¡Mierda! ¡Quiero hacer el amor contigo, Rosamund! ¡Tengo que poseerte una vez más antes de separarnos!
– Pero, milord, ¿cómo? -preguntó Rosamund, pero ella también lo deseaba. En las pocas semanas pasadas había extrañado su pasión y su vigor.
Él apartó la mano del pecho de ella, la llevó a su espalda, le desató los lazos del corpiño y se lo quitó. Le desabrochó la camisa y se la bajó por los hombros. Entonces, movió la mano debajo de la falda de ella y comenzó a juguetear, entrelazando los dedos en el vello del monte de Venus de ella, rozándole la abertura, haciendo presión, moviéndolos en el botón de amor de ella, mientras que ocultaba la cara en sus senos, gimiendo de deseo.
¡Ah, cómo lo deseaba ella también! Podría ser su ramera para siempre si él se lo permitiera, pensó, conmocionada ante sus propios pensamientos. Era una locura, pero empezó a humedecerse de deseo cuando se lo imaginó penetrándola, cuando fantaseó con su enorme virilidad donde ahora estaban sus dedos. De pronto, él la levantó y la apoyó sobre él; le ordenó que se levantara la falda. Bajó a Rosamund sobre su lanza amorosa, gruesa y henchida, y ella sofocó los gritos de placer que le provocó ser penetrada. Las paredes de su vaina de amor se cerraron sobre él, conteniéndolo, apretándolo.
– ¡Ay, Hal! -gimió ella-. ¡Hazme volar, mi querido señor!
Y eso hizo él. Cuando todo acabó y la joven se desmoronó contra el cuello de su amante con un profundo suspiro, él dijo:
– Nunca te olvidaré, mi bella Rosamund, mi amada señora de Friarsgate. -La tuvo abrazada lo que pareció un largo rato-. Debemos salir de nuestro escondite, mi amor. Es hora de que nuestro encuentro llegue a su fin.
Ella se bajó a desgano de él, se ató la camisa y se puso el corpiño, que él le ató cuidadosamente. Él se acomodó la ropa. Entonces, brindaron el uno por el otro y, cuando vaciaron las copas de vino, el rey dijo:
– Llegó la hora, bella Rosamund. Te sacaré de la torre y Walter te acompañará desde el castillo hasta tu posada.
– Nos vamos en la mañana.
Cuando terminaron de bajar de la torre y entraron en un pasillo ancho, el rey tomó a Rosamund en sus brazos una última vez y la besó con pasión. Se volvió rápidamente y, sin otra palabra, desapareció en las sombras. Ella buscó al sirviente personal del rey, pero no lo vio por ninguna parte. Fue Inés de Salinas la que salió de entre las sombras del pasillo.
– ¡Los vi! -siseó, furiosa.
– No viste nada.
– Te vi en brazos del rey haciendo el papel de ramera.
– No viste nada -repitió Rosamund.
– ¿Me vas a negar que estabas besando al rey? ¡Cuando le cuente a la reina de ti! Friarsgate, amable y recatada, pero no eres mejor que el resto de esas putas inglesas. ¡Todas buscan progresar acostadas de espaldas, como perras francesas!
– Me estás insultando y no tienes derecho -se defendió Rosamund-. Si corres a contarle a la reina, la preocuparás sin necesidad. Puede perder la criatura que lleva en el vientre. ¿Quieres cargar con ese pecado sobre tu conciencia?
– ¡Cómo te atreves! No fui yo la que estuvo en brazos del rey esta noche, ¿y tú, tú eres la que no quiere afligir a la reina? ¡Nunca vi a nadie con tanta osadía!
– No era el rey -mintió Rosamund. Tenía que decir algo.
– ¿Quién era, entonces? -preguntó Inés, recelosa-. Se parecía al rey.
– No sé cómo pudiste ver algo en ese pasillo oscuro -respondió Rosamund, despreocupada.
– Si no era ese sátiro con el que está casada milady, entonces di el nombre de tu amante, Rosamund Bolton.
– Antes de decirte, tienes que jurarme no repetir lo que te cuente. No es mi amante, al menos no en ese sentido. Ha habido un flirteo inofensivo. Nos despedíamos, porque mi primo y yo partimos mañana hacia mi casa en Cumbria.
– ¿Quién era?
– Charles Brandon.
– Pues yo juraría que era el rey.
– Ya sabes cómo se parecen. Todo el mundo lo dice. Los dos son hombres corpulentos y en la oscuridad es muy posible que los hayas confundido. ¡Por favor, no me delates! No fueron más que unos pocos besos robados y unas caricias. Gracias a la santa Madre que mañana me voy de la Corte, de lo contrario, me vería envuelta en un pecado venial. No pude evitarlo. Extraño tanto a mi Owein. -Se secó los ojos con el pañuelo, que había sacado del bolsillo que tenía en la falda. "Seguro que me voy derechito al infierno" -pensó. No podía creer que fuera capaz de decir semejante mentira, pero no quería hacerle más daño a la reina.
Inés de Salinas suspiró.
– Hasta donde yo sé, no eres una mentirosa, Rosamund Bolton, pero sigo convencida de que el hombre al que besaste era el rey.
– ¡Era Charles Brandon, te lo juro! Sé que ni tú ni las otras damas de la reina han podido olvidar el mal comportamiento del rey con la hermana del duque de Buckingham, pero yo no soy como ella. ¿Cómo se iba a fijar el rey en una mujer como yo? El rey, que puede tener a cualquiera, no me elegiría a mí. Si le cuentas esta historia a la reina, nos avergonzarás a mí y a Charles Brandon. El rey se enojará mucho, en especial, si tu vil chismorreo le hace daño a la reina. Ahora, si me disculpas, voy a salir del castillo y regresaré a mi posada. Tom y yo queremos salir temprano, porque tenemos un largo viaje por delante en los próximos días.
– ¡Era el rey! -insistió la otra, implacable.
– ¡Por supuesto que no! -exclamó y se alejó rápidamente, lo más que pudo, de la española. "Dios querido -rezó en silencio- que no le diga nada a la reina. ¿Por qué le importa tanto? Fuera quien fuese, yo me voy mañana". Bajó corriendo las largas escaleras y salió al patio. Allí, a las puertas del castillo, encontró al sirviente del rey esperándola en la oscuridad. Con una antorcha en la mano, la acompañó por las calles oscuras de la ciudad hasta donde ella se alojaba.
– Le advertiré al rey -le dijo Walter.
Rosamund asintió, pero no dijo nada.
– Le diré lo bien que lo ha protegido jurando que era el señor Brandon. Fue muy inteligente eso, señora, si me permite decirlo. Creo que la confundió tanto que no dirá nada.
– No quiero lastimar a la reina -se excusó Rosamund.
– Lo sé, señora. Por lo general, los que la lastiman son los que están más cerca de ella y argumentan hacerle un favor.
Al fin, llegaron a la "Posada de la Corona y el Cisne". Walter dejó a Rosamund en la entrada; ella entró deprisa y subió a su habitación, donde la esperaba Annie.
– Me quiero meter en la cama. Me bañaré por la mañana, antes de partir.
Annie asintió, viendo que su señora parecía muy enojada.
A la mañana siguiente Rosamund estaba alicaída y permaneció así toda la semana, mientras viajaban hacia el norte por Darby y York hasta Lancaster y, al fin, por su condado, Cumbria. Pasaron la noche en Carlisle, en St. Cuthbert, donde Rosamund tuvo la dicha de saludar a su tío Richard. Después, continuaron hacia el norte y el este. Al estar tan cerca de su casa, Rosamund no quería detenerse. Lord Cambridge se estaba agotando, pero en Friarsgate podría descansar.
– Me llevará días recuperarme de este ritmo que has impuesto -se quejó él.
Ella podía oler la fragancia de sus tierras. Pensó que la había olvidado, pero no. ¡Podía olería! Las colinas eran las de siempre, y de pronto todo a su alrededor comenzó a convertirse en señales que ella reconocía. El camino llegaba a la cima de una colina. Rosamund se detuvo. ¡El corazón le saltó de alegría! Dejó que las lágrimas le corrieran por las mejillas. Allí estaba su lago, resplandeciente a la luz del sol de septiembre. ¡Allí estaba su casa! ¡Su aldea! Friarsgate yacía a sus pies. Azuzó la montura y galopó hacia ella.
– ¿Amará alguna vez a alguien como ama a Friarsgate? -le preguntó lord Cambridge al criado, Sims.
– Probablemente no -dijo el pragmático hombre.
El grupo siguió bajando la colina hacia la finca. Thomas Bolton había contratado a dos docenas de hombres armados para escoltarlos desde Nottingham. Al día siguiente les pagaría su salario y regresarían por donde habían venido. Para cuando llegaron a la casa, Rosamund ya estaba abrazando a Edmund, a Maybel y a sus tres hijas, con las lágrimas humedeciéndole las mejillas.
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