– Así es.
– He traído el acuerdo de compromiso para el próximo matrimonio de Rosamund con mi hijo Henry. Por supuesto que Rosamund hará duelo por ti durante un año entero, pero el acuerdo debe estar firmado para que pueda celebrarse el matrimonio cuando concluya su luto.
– Qué solícito eres con Rosamund, Henry-fue la irónica respuesta-. No obstante, yo ya he hecho provisiones para el futuro de mi esposa cuando yo ya no esté para guiarla. -Hugh observó la mirada de absoluto asombro que apareció en el rostro de Henry Bolton.
– ¡No tienes derecho!
– En realidad, según las leyes de Inglaterra, soy el único que tiene derecho, Henry. -Hugh se estaba divirtiendo mucho.
– ¡Pero yo soy su pariente más cercano! -levantó la voz Henry.
– Pero yo soy su esposo, gracias a ti -respondió Hugh con una sonrisita-. Los derechos de un esposo están sobre los derechos del pariente varón más cercano, Henry. No tendrás ni a mi esposa ni Friarsgate para tu heredero.
– ¡Firmarás este acuerdo! -rugió Henry.
Hugh no pudo controlarse. Nunca había pensado que vería esa desesperación en los ojos de Henry Bolton, ni oírla en su voz, pero allí estaba. Estalló en carcajadas, sacudiendo la cabeza. Pero la risa terminó en un fuerte ataque de tos. Se esforzó por alcanzar la copa con la medicina que su esposa le había preparado temprano. No la alcanzaba y, al ver lo que Hugh quería, Henry la alejó del moribundo. Cuando sintió que efectivamente su corazón se detenía, una mirada de comprensión llenó los ojos azules de Hugh Cabot y a esta siguió otra de infinita diversión. Se esforzó para formar la última palabra que necesitaba decir, y al fin logró pronunciarla, aunque le salió como un graznido.
– ¡Perdiste! -jadeó. Cayó contra las almohadas, mientras la luz se esfumaba de sus ojos azules.
Henry Bolton maldijo entre dientes, mientras arrimaba la copa con la medicina a su víctima para que nadie se enterara de lo que había hecho. No había logrado obtener la firma de Hugh. No se atrevía a falsificarla. De todos modos, con la muerte de Hugh, él volvía a ser dueño de su sobrina. Ella haría lo que él quisiera, o la mataría con sus propias manos. Estiró una mano y cerró los ojos azules de Hugh. Luego se puso de pie, salió de la habitación y volvió a la sala.
– Tu esposo se quedó dormido otra vez, Rosamund. Quiere que te diga que hablará contigo mañana por la mañana.
– ¿Te quedarás a pasar la noche, tío? Los llevaré, a ti y a mi primo, a su habitación.
– Lleva al joven Henry, muchacha. Yo sé dónde queda la habitación de huéspedes en esta casa, ¿no? Me voy a quedar un tiempo. Y tráeme vino antes de irte.
Ella lo hizo, luego condujo a su primo a la habitación de huéspedes y le dio las buenas noches antes de cerrar rápidamente la puerta a sus espaldas. Luego fue, a toda prisa, a ver que Hugh estuviera cómodo para pasar la noche. Fue grande su sorpresa al encontrar a su esposo muerto. Ahogó un grito de angustia y llamó a una criada.
– Ve con discreción a buscar al señor Edmund. Y que mi tío Henry no lo vea. -Ya había mandado buscar a Edmund, pero no había aparecido aún. Obviamente, no estaba cerca. ¡Quisiera Dios que estuviera con ella ahora!
– Sí, señora -dijo la criada, y volvió a dejarla sola.
Entró Maybel y, al ver a Hugh Cabot, se dio cuenta de inmediato de lo sucedido. Se llevó la mano a la boca.
– ¿Cómo fue? -preguntó.
– Debemos esperar a Edmund -respondió Rosamund, rígida. Entonces, se sentó junto a su esposo muerto y tomó entre las suyas su mano fría, que empezaba a ponerse rígida, como si con esa acción pudiera devolverle la vida.
Al fin, Edmund Bolton entró en el aposento, e hizo la misma pregunta que su esposa:
– ¿Cómo fue?
– Sospecho alguna felonía de mi tío Henry -respondió Rosamund-. ¡Lo mataré con mis propias manos! -Las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro pálido.
– Dime -intervino Edmund-. Si puedes convencerme, yo mismo lo mataré, y lo haremos aparecer como un accidente. -Había mucha seriedad en sus ojos grises.
– Vino a ver a Hugh. Cuando volvió a la sala me dijo que Hugh se había quedado dormido, pero que hablaría conmigo por la mañana. Dejé a mi tío en la sala mientras llevaba al mocoso a su dormitorio. Después, vine aquí y hallé muerto a mi esposo.
Edmund se inclinó y revisó cuidadosamente el cuerpo de su viejo amigo, que ya se enfriaba. No había ninguna marca de violencia en Hugh. Hasta se divisaba la sombra de una sonrisa en sus labios delgados, ahora azulados. Edmund miró a su sobrina.
– Rosamund, ha muerto de muerte natural. Lo estábamos esperando. -Le pasó el brazo por los hombros a su entristecida sobrina-. Estás dolida, niña mía. Sucedió antes de lo esperado.
– Henry Bolton tuvo algo que ver -dijo Rosamund, con dureza-. No sé cómo, pero en lo más profundo de mi corazón, lo sé, Edmund. Hugh estaba bien cuando lo dejé. Ahora ha muerto. ¿Qué otra cosa puedo pensar?
– Aunque tu intuición sea correcta, Rosamund, no tenemos pruebas. Hugh estaba agonizando. Todo el mundo lo sabía. Sin embargo, como Henry no sabe que ha muerto, o quiere hacernos creer que no lo sabe, no diremos nada hasta la mañana. ¿Dónde está ahora mi medio hermano?
– En la sala, llenándose de vino. Dudo de que haya cambiado, por lo que beberá hasta caer desmayado -dijo Rosamund, con amargura. Luego suspiró profundamente y enderezó la espalda-. Maybel y yo prepararemos el cuerpo de mi esposo para el funeral. -Miró a Edmund-. ¿Averiguaste quién es el espía?
Edmund negó con la cabeza.
– Pudo haber sido un comentario desafortunado de parte de cualquiera. Un chisme que alguien recogió y que viajó con el viento, como sucede siempre con los chismes.
– Mi esposo yacerá en la sala, para que se lo pueda honrar. Esta noche rezaré junto a su féretro. No creo que mi tío se dé cuenta, con la borrachera que tiene. -Miró a Edmund Bolton-. Hugh me dijo que ha hecho provisiones para protegerme del tío Henry. Me dijo que tú sabías lo que había hecho.
– Lo sé -admitió Edmund, y sonrió-. Mi medio hermano no tenía cómo saber, cuando te casó con Hugh Cabot, que sería un error garrafal en su plan para quedarse con Friarsgate. Quédate tranquila, sobrina, que no permitiré que Henry se burle de los últimos deseos de tu esposo sobre tu segundad y bienestar. Vendrá alguien, Rosamund. Hugh esperaba que fuera antes de su muerte, pero vendrá alguien en breve, y entonces se revelará todo. Necesitamos la autoridad de la visita que esperamos. ¿Confías en mí?
– ¡Siempre, tío! -respondió ella, clavando en él su mirada.
Maybel se persignó con reverencia. Luego, acogió a Rosamund contra su amplio pecho, apenada.
Para su gran sorpresa, la muchacha se puso a llorar, y dejó salir el dolor que venía conteniendo. Ni Maybel ni Edmund pronunciaron palabra mientras Rosamund daba rienda suelta a su angustia. Al fin se detuvo y se secó la cara con la manga del vestido; sentía que el alivio y la paz le inundaban el alma. Nunca había sido propensa a llorar. Su mirada se encontró con la de sus tíos. Se enderezó y habló:
– Comencemos. Hay que lavar el cuerpo de mi esposo antes de envolverlo en la mortaja. Edmund, ve que traigan el féretro a esta habitación.
– Enseguida, milady -dijo Edmund Bolton, y salió deprisa.
– Henry Bolton tuvo algo que ver con esta muerte hoy -insistió Rosamund, hablando con Maybel-. Edmund dice que no encuentra señales de lo que digo, pero yo sé que es así. Algún día me vengaré de él.
– Si Edmund no encontró ninguna señal es que no la hay, lo que no quiere decir que no tengas razón. Una almohada apretada contra la cabeza de un hombre débil puede matarlo.
Rosamund asintió, con lentitud.
– Lo que sea que haya hecho, lo lamentará. La muerte de Hugh será vengada. Fue un buen compañero. Como su esposa, tengo ese deber hacia él.
Rosamund y su nodriza se dispusieron a preparar el cuerpo para el féretro. Le quitaron la camisa de dormir y, delicadamente, lavaron su cuerpo, que estaba poniéndose rígido, con agua caliente de una jarra que calentaban en los carbones del hogar. Maybel fue al baúl que estaba al pie de la cama y sacó un pedazo de lienzo. Lo rasgó en una larga tira y, con cuidado, lo pasó por la cabeza y debajo del mentón de Hugh, para que no se le abriera la boca. Sostuvo la tira de lienzo con un alfiler pequeño. Mientras, Rosamund sacaba la mortaja de su esposo del mismo baúl, donde había estado esperando ese momento.
La muchacha y la mujer se afanaron en envolver el cuerpo con la mortaja, que parecía una bolsa. Lo cubrieron con firmeza; solo la cabeza había quedado fuera, aunque también la cubrirían cuando llegara el momento del entierro. Cruzaron los largos brazos de Hugh sobre su pecho por debajo de la tela. Sobre el cuerpo colocaron un sencillo crucifijo de madera. Rosamund alisó con suavidad los cabellos plateados de su esposo. Sintió que las lágrimas le aguijoneaban los párpados una vez más, pero las contuvo.
Edmund regresó.
– Efectivamente, Henry se emborrachó con tu vino, sobrina. Ordené que lo llevaran a la cama. Aquí están los hombres con el féretro para llevar a Hugh a la sala. Ya se levantó el catafalco, con velas en cada esquina. El reclinatorio te espera.
Rosamund asintió y, con una última mirada a su esposo, salió de la habitación para esperar su arribo en la sala. Cuando colocaron el féretro sobre el catafalco, ella encendió las velas y se arrodilló a orar.
– Oraré hasta que él esté bajo la tierra -les dijo a los criados-. Quiero que la tumba sea bien profunda.
– Así se hará -le aseguró Edmund. Miró a su esposa con un gesto de interrogación, pero ella le indicó que se fuera, y él obedeció.
– Velaré contigo un rato -dijo Maybel.
– No, prefiero estar sola.
– Pero, niña…
– Ya no soy una niña -respondió Rosamund, con suavidad-. Vete, ahora, pero vuelve a la hora del alba. -Se arrodilló, hundió las rodillas en el almohadoncito del reclinatorio, las manos entrelazadas en oración. La espalda estaba derecha; la cabeza, inclinada.
Maybel miró a la muchacha y suspiró despacio. No, Rosamund ya no era una niña, pero tampoco, una mujer adulta. ¿Qué sería de ella ahora? Maybel salió despacio de la sala. Ella sabía lo que iba a suceder. Henry Bolton casaría a su sobrina una tercera vez, por segunda vez con un hijo suyo. El mocoso que había traído consigo sería el nuevo amo de Friarsgate, mientras que Rosamund seguiría siendo un peón para uso de Henry Bolton. Volvió a suspirar. Sin embargo, ¿no había dicho algo Edmund de que Hugh tomó recaudos para la seguridad de Rosamund? Conociendo a Henry Bolton como lo conocía, era más que probable que ignorara el último testamento de Hugh Cabot. Ellos no podrían hacer nada al respecto.
Preocupada, entró en su dormitorio, donde encontró a su esposo esperándola.
– ¿La dejaste sola?
– Así lo quiso ella -respondió Maybel. Se quitó el velo de la cabeza y se sentó pesadamente-. Que Dios me bendiga, esposo mío, pero estoy cansada. Y me imagino que mi joven señora ha de estar más cansada que yo, e igual va a orar toda la noche por el alma de su esposo -hizo una pausa y agregó-: ¿Te parece que habrá algo de cierto en lo que dice Rosamund de que Henry Bolton es responsable de la muerte de Hugh?
– Él estaba débil y agonizaba, pero, en mi opinión, todavía no estaba listo para abandonar el espíritu. Por otro lado, no vi marcas de violencia ni de fuerza física que le hubieran causado la muerte. Incluso, tenía una sonrisa en los labios, como si algo que se hubiera dicho le hubiera causado gracia. Sin embargo, alguien le bajó los párpados para cerrarle los ojos. Nunca creí que Henry Bolton fuera un hombre inteligente. -Se encogió de hombros-. Tal vez era el momento de Hugh, nomás. Nunca lo sabremos con certeza, Maybel. De modo que debemos tener cuidado con lo que decimos, y asegurarnos de que nuestra señora también sea discreta. No podemos probar nada. Lo que creamos, o incluso sospechemos, es otra cosa.
– ¿Qué sucederá ahora? ¿No dijiste que Hugh había hecho provisiones para nuestra Rosamund? ¿Qué hizo él que tu medio hermano no pueda deshacer?
– Sé paciente, mujer -dijo, con una sonrisa-. No puedo decir nada hasta que no llegue el momento. Henry será burlado, eso te lo aseguro. No podrá hacer nada. Tanto Rosamund como Friarsgate están ahora a salvo de él y de sus hijos.
– Si debo esperar para enterarme de ese milagro, pues, esperaré -dijo Maybel, volviendo a levantarse y comenzando a desatarse el vestido-. Es tarde. La mañana llegará temprano. Vayamos a la cama, esposo.
– De acuerdo -dijo él, incorporándose despacio-. Mañana será un día largo y difícil para todos.
CAPÍTULO 03
– ¿Tu esposo ha muerto? -preguntó Henry Bolton, fingiendo sorpresa-. Bien, entonces, sobrina, no necesitaré su firma para casarte con mi hijo, ¿no? Ahora estás otra vez a mi cargo y harás lo que yo te diga. -Le sonrió con malicia-. Pongámoslo bajo tierra y terminemos con el asunto, Rosamund. Estoy pensando que quizá te lleve a casa conmigo para que mi buena esposa guíe tu conducta. Hugh te ha dado ideas que no son las adecuadas para tu condición. En contra de mi juicio, pondré Friarsgate otra vez bajo la administración del hijo bastardo de mi padre, Edmund Bolton.
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