– Mi esposo será enterrado antes de la caída del sol. Sus arrendatarios desean presentarle honores y están pasando por la sala desde el alba. -Su voz estaba fría y controlada, aunque el corazón le galopaba dentro del pecho. Se escaparía antes de permitir que Henry Bolton la sacara de Friarsgate, pero confiaba tanto en Edmund como en Hugh, que Dios lo tuviera en su gloria, para salvarla.

– Si esperas a última hora del día para enterrarlo, Rosamund, deberé quedarme aquí una noche más -se quejó Henry.

– Hugh Cabot fue un buen esposo para mí, y un buen amo para la gente de Friarsgate, tío. Tendrá un funeral honorable, no lo meteré a toda prisa dentro de su tumba porque eso te convenga a ti y a tu mocoso -respondió ella, cortante. Estaba pálida, y tenía ojeras muy marcadas.

– Ah, está bien -respondió Henry, refunfuñando-. Otro día lejos de Mavis y sus críticas no es para desdeñar, creo, pero partiremos por la mañana, Rosamund.

– Es imposible que yo pueda irme de Friarsgate de un día para el otro -protestó ella-. Además, por la mañana el sacerdote debe leer el testamento de Hugh.

– ¡Su testamento no cambiará las cosas en lo que a ti respecta, sobrina! -La cara regordeta de Henry estaba adoptando un aire beligerante.

– Era mi esposo y yo estaba a su cargo. Debo obedecer sus últimos deseos, tío, fueran cuales fuesen -respondió ella con dulzura.

– Sus deseos no cuentan. Yo soy tu pariente varón más cercano. Ahora estás a mi cargo, como lo fue siempre, en realidad, desde la muerte de tus padres. La ley, tanto la de Dios como la del hombre, dice que debes hacer lo que yo te ordene, Rosamund. ¡Y no se hablará más de este asunto! -Henry Bolton tomó su copa de vino, tragó un gran sorbo y la dejó ruidosamente sobre la mesa-. ¿Me entendiste, sobrina? Yo soy tu amo. Y ningún otro.

– Los últimos deseos de mi esposo serán honrados -dijo Rosamund con firmeza. Dio media vuelta y salió de la sala.

– Qué perra mocosa -rezongó Henry-. Creo que la azotaré todos los días hasta que ese espíritu tan orgulloso se rinda ante mí. Y después la haré azotar dos veces por semana para recordarle que yo controlo su destino. Sí -dijo, sonriendo-, esa mozuelita necesita un aleccionamiento constante. Y lo tendrá en mi casa. -Además, al llegar había notado que a su sobrina definitivamente le estaban creciendo los pechos. Eso significaba que sus jugos estaban fluyendo ya. Sería mejor tenerla con la rienda corta para que no fuera a avergonzar a la familia. Sería virgen cuando su Henry la montara por primera vez. Tenía intenciones de aparear a su hijo con su sobrina cuando él cumpliera los doce años. Dentro de siete. Rosamund tendría veinte para entonces. Conseguiría un cinturón de castidad y encerraría a su sobrina para asegurarse su virtud. Su nieto, y nadie más, heredaría Friarsgate. Miró con condescendencia al criado y el hombre se apresuró a servirle más vino. Henry Bolton bebió. Eructó, se puso de pie y bajó la vista para observar el cuerpo de Hugh Cabot.

La gente de Friarsgate pasaban en una fila ordenada junto al féretro. Todos tenían expresiones solemnes, pero algunos lloraban abiertamente. Se preguntó con amargura por qué lo hacían. Hugh Cabot no era de la familia. Se había casado con Rosamund para proteger la herencia de Friarsgate. Probablemente había sido demasiado flojo con ellos, pensó Henry. Lo lloraban porque temían que el próximo amo fuera más severo, y eso era todo.

Para sorpresa de Henry Bolton, el sacerdote que pronunciaría el servicio fúnebre para Hugh Cabot era su medio hermano Richard.

– ¿Por qué te trajeron a ti? -le preguntó, grosero, a su hermano-. ¿Dónde está el padre Bernard?

– Muy buenos días para ti también, Henry -dijo Richard Bolton, divertido-. El pobre Bernard murió hace tres años. No ha habido sacerdote residente desde su muerte. Edmund me llamó para Hugh. -El sacerdote miró al menor de sus hermanos con ojo crítico-. Te estás poniendo gordo, Henry. Demasiada comida y vino no son buenos para el cuerpo. -Richard Bolton era un hombre alto y delgado con un rostro elegante. La vestimenta negra de su orden, que se ajustaba a la cintura con una soga de seda blanca, le caía con la gracia de un vestido cortesano.

– Enterremos a Cabot sin más vueltas -ladró Henry-. Tengo que irme mañana. Me llevo a Rosamund conmigo.

– No puedes partir hasta que yo no haya leído el testamento de Hugh -dijo Richard, con calma. Entonces su mirada cayó sobre su sobrino-. ¿Es tu hijo, Henry?

El niño había estado parado allí con el dedo en la boca. Su padre se lo sacó bruscamente y lo empujó hacia adelante.

– Este es el hermano Richard, el sacerdote.

– Esta finca es mía -anunció Henry hijo a modo de saludo al clérigo-. El viejo se murió y ahora es mía, pero no me gusta la esposa que me eligieron. Es insolente y me habla mal. Tienes que decirle que si no me respeta se irá al infierno. Mi padre dice que yo seré su amo y señor.

Richard Bolton sofocó en la garganta una gran carcajada. Sus ojos grises azulados danzaron, traviesos, y disfrutó en gran medida la incomodidad de su hermano menor ante el exabrupto de su hijo.

– Ah, caramba -dijo, y nada más, esforzándose todavía por ocultar el ataque de risa, mientras Henry padre le daba una bofetada a Henry hijo y el muchachito lanzaba un alarido y empezaba a llorar.

– ¿Tú tienes el testamento? -preguntó Henry-. ¿Qué dice? Aunque no importa, pues Rosamund me pertenece para que yo haga lo que me plazca.

– El testamento se leerá después del banquete, como es costumbre, Henry -dijo el sacerdote.

– Ah, está bien, haz un gran misterio si te complace, Richard, pero eso no cambiará las cosas -exclamó Henry, irritado-. ¿Vas a dejar de gimotear, niño? -gritó.


Hugh Cabot fue enterrado en una ladera, mirando hacia el valle. Rosamund besó sus labios fríos antes de que clavaran el féretro y lloró por el buen hombre que había sido un verdadero padre para ella. Después, permaneció allí un rato mientras el sol se ponía detrás de las colinas verdes. Entonces, regresó a la sala a supervisar el banquete por su esposo. Se detuvo un instante a observar a sus tres tíos, sentados a la mesa principal. Edmund y Richard, con sus ojos azules grisáceos, ambos con rostros casi nobles. Y también estaba Henry. Regordete y dispéptico, con expresión de desagrado en su cara gorda y los ojos azules que iban de un lado al otro de la sala como si estuviera haciendo un inventario del lugar. Ella ocupó su lugar entre Henry y su pequeño hijo.

La comida fue grata, como le habría gustado a Hugh. Había salmón con pimienta verde; gamo, asado y en pastel; conejo, ganso y pato, cada uno con una salsa diferente; lechuga dorada y cebollitas hervidas, pan fresco, manteca y queso. Y, después, aparecieron las últimas manzanas del invierno horneadas con canela y servidas con crema espesa. Abundaron el vino y la cerveza, y la generosa comida se sirvió a toda la sala, para deleite de los más humildes, que no esperaban mucho más que guiso de conejo y sopa.

Cuando por fin terminaron la comida, Henry Bolton habló:

– Bien, sacerdote, ¿qué hay del testamento? No es que importe mucho, pero es cierto que hay que cumplir con las formalidades y respetar la ley. -Se reclinó en su silla-. Recuerda que quiero partir por la mañana.

– Y podrás irte, hermano Henry -respondió Richard Bolton, mientras buscaba entre sus ropas y sacaba un pergamino arrollado-. Hugh Cabot escribió este testamento con su propia mano y me dio una copia -Sostuvo el cilindro en alto para que lo viera toda la sala.

Entonces, rompió el sello y lo desenrolló lentamente, con toda intención -"Yo, Hugh Cabot" -comenzó el sacerdote-, "redacto en este acto mi último testamento. Tengo una sola posesión en esta tierra, mi amada esposa, Rosamund Bolton. Por lo tanto, entrego a mi esposa al cuidado de mi amigo y señor feudal, Enrique Tudor, rey de Inglaterra. Éste es mi último deseo, y que Dios se apiade de mi alma. Amén. Firmado el 1° de marzo del año del Señor de mil quinientos dos".

Se hizo un profundo silencio en la sala, hasta que Henry Bolton habló.

– ¿Qué demonios quiere decir eso? Yo soy el tutor de Rosamund, por ser su pariente varón más cercano.

– No, hermano Henry, tú no eres su tutor -dijo Richard Bolton-. Ya no. Hugh Cabot, como esposo y tutor legal en el momento en que se redactó este testamento, ha puesto a su joven viuda a cargo del mismo rey. Tú no puedes hacer nada al respecto. Se envió copia de este testamento al rey. Ha llegado un breve mensaje diciendo que el rey envió a una persona para que se haga cargo de Rosamund. Tú ya no tienes ninguna autoridad sobre ella.

– ¡Todos conspiraron contra mí! -gritó Henry-. ¡No pueden hacer esto! Iré en persona a ver al rey para protestar. Hugh Cabot era el esposo de Rosamund porque yo quise, para proteger Friarsgate.

Entonces habló Rosamund.

– ¿Protegerla para quién? Toda tu vida has querido esta finca, tío, pero es mía. Yo no morí cuando murieron mis padres y mi hermano. No morí cuando murió tu hijo mayor, mi primer esposo. Gracias a Dios, soy fuerte y sana. Es la voluntad de Dios que Friarsgate me pertenezca a mí, no a ti. Me alegro de que Hugh haya hecho esto por mí. Temía con cada fibra de mi ser quedar otra vez bajo tu cargo.

– Vigila cómo me hablas, muchacha -le advirtió Henry Bolton-. Cuando yo le diga al rey la verdad sobre este asunto, te devolverá a mí, y entonces, Rosamund, aprenderás las cosas que tu difunto esposo nunca te enseñó. Obediencia. Tu lugar en el mundo. Recato. La virtud de guardar silencio en presencia de tus mayores. -Estaba casi púrpura de la rabia. Sus aguados ojos azules se le salían de las órbitas-. ¡No aceptaré este testamento! ¡No lo permitiré!

– No tienes opción -dijo Richard, calmo.

– ¿Por qué el rey iba a hacerle semejante favor a Hugh Cabot? -quiso saber Henry-. Un hijo menor, sin la menor importancia, un soldado, un vagabundo y, finalmente, gracias a mi finada esposa, Agnes, que Dios la tenga en su gloria -se persignó, piadoso-, poco más que un sirviente en la casa del hermano de ella. El rey no honra con su amistad a hombres así.

– Ah, buenos señores, sí que los honra -dijo una voz desde el final de la sala, y allí, sobre los escalones, se vio a un forastero alto, vestido con su capa y sus guantes de viaje-. Soy sir Owein Meredith -se presentó el caballero, quitándose los guantes, avanzando dentro de la sala y dirigiéndose a la mesa grande-. Me ha enviado Su Majestad, Enrique Tudor, para investigar este asunto de Rosamund Bolton y la herencia de Friarsgate. -Caminó entre las mesas y le dio la capa a un criado, mientras que otro se dirigía velozmente hacia el visitante con una copa de vino-. ¿Quién de ustedes es Hugh Cabot? -preguntó, con tono autoritario.

– Mi esposo murió hace un día, señor -respondió Rosamund-. Este es el banquete de sus funerales. Hemos terminado, pero permítame ordenar a mis criados que le traigan un poco de comida. Seguramente, ha de tener mucho apetito después de un viaje tan largo.

– Muchas gracias, señora -respondió y se dio cuenta de que era una muchacha muy bonita, recién salida de la infancia, pero con dignidad y buenos modales-. No he ingerido nada desde la mañana, y agradeceré verdaderamente una comida. -Le hizo una reverencia.

A ella le gustó él de inmediato. Poseía la misma elegancia en los rasgos que Hugh y que sus dos tíos mayores, y el rostro y la nariz alargados. Los labios eran delgados, pero la boca, grande. Evidentemente no era vago, pues su piel estaba curtida por el sol y tenía pequeñas arrugas alrededor de los ojos, aunque no alcanzaba a distinguir su color. El cabello era de un rubio oscuro, y lo llevaba corto. El rostro, de mandíbula cuadrada, estaba rasurado, y tenía un pequeño hoyuelo en el centro del mentón. Era bastante bien parecido.

– Adelante, señor, venga con nosotros -lo invitó, cortés, y, cuando él se acercó para sentarse con ellos, ella sacó de un empujón a su primo del asiento, mientras le susurraba-: ¡Levántate, sapo, y dale el lugar al hombre del rey!

El muchacho abrió la boca para protestar, pero al mirar a Rosamund la cerró y se levantó del asiento.

– Gracias, primo -murmuró Rosamund, con dulzura.

Si sir Owein había advertido la escena casi muda entre los dos, era demasiado cortés para mencionarlo. Le trajeron un plato de comida caliente y empezó a comer, mientras sus anfitriones esperaban cortésmente a que terminara. Llenaron una y otra vez su copa y, cuando hubo limpiado hasta la última gota de salsa del plato de peltre, por fin se sintió reconfortado por primera vez en casi dos semanas.

– Bien, señor, ¿a qué vino? -preguntó Henry Bolton, con bastante grosería.

Para su sorpresa, sir Owein le habló directamente a Rosamund.

– Señora, su difunto marido, sir Hugh Cabot…