– ¿Sir Hugh? -Henry Bolton se echó a reír-. El pobre desgraciado no era ningún caballero, señor. ¿Será que se equivocó de casa?

– Sir Hugh Cabot fue nombrado caballero en el campo de batalla hace muchos años. Tenía dieciocho años cuando le salvó la vida a Edmundo Tudor, el padre del rey -dijo sir Owein con calma. No le caía bien el hombre de cara gorda. Era grosero y, de haber valido la pena, algo que sir Owein decidió que no, le habría propinado una paliza.

– Es cierto -dijo Edmund Bolton.

– ¿Tú lo sabías? -Henry Bolton no lo podía creer.

– Hugh era un hombre modesto. Si bien le estaba agradecido a su amigo por haberlo nombrado caballero y por el honor que esto significa, no tenía tierras. Le parecía presuntuoso que un hombre sin propiedades usara un título, de modo que no lo hacía. Pero tenía el derecho, y nuestra sobrina es lady Rosamund, Henry -dijo Edmund Bolton fijando su mirada en su hermano menor.

Sir Owein se volvió a Rosamund, cuyo rostro era una mezcla de sorpresa e impresión.

– Su esposo sabía que estaba muriendo, milady. Quería dejarla a salvo de quienes pudieran intentar robarle su herencia legítima. Por eso envió un mensaje al rey y le pidió que la aceptara como su pupila, con todas las responsabilidades que eso implica. El rey Enrique aceptó graciosamente y me ha enviado a buscarla para llevarla a su Corte. Se me ha informado que su tío Edmund Bolton administrará Friarsgate en su ausencia. ¿Esta decisión la satisface?

– Sí, señor, así es -dijo Rosamund, asintiendo despacio-. Pero, ¿por qué debo dejar Friarsgate? Es mi hogar, y me gusta estar aquí.

– ¿No desea conocer al rey, milady? -preguntó sir Owein.

– ¿Conocer al rey? -repitió ella-. ¿Yo?

– Por el momento, la ubicará en la casa de la reina, milady. Luego, cuando haya terminado su período de duelo, se le elegirá un esposo apropiado. Entonces podrá volver a su casa, milady -le explicó sir Owein-. La reina es una dama bondadosa y amable, madre de niñas. La princesa Margarita tiene más o menos su edad, creo. La princesa Catalina, la esposa del príncipe Arturo, es viuda, como usted, y además está la princesa María, un diablillo encantador.

– Nunca me alejé más que unas pocas millas de Friarsgate -dijo Rosamund-. Este lugar es todo lo que conozco, señor. ¿No podría el rey dejarme aquí para ser lo que siempre he sido?

– Su finado esposo, sir Hugh, consideró conveniente que se fuera de Friarsgate por un tiempo. No tiene por qué venir sola, milady. Puede traer una criada con usted.

– Aquí ha habido un error -intervino Henry Bolton-. Mi sobrina está a mi cargo, y así fue desde la muerte de sus padres, mi hermano Guy y su esposa. Hugh Cabot no tenía autoridad para darla en custodia al rey. Debe regresar y explicárselo, sir Owein. Rosamund se casará con mi hijo Henry.

– ¡Jamás me casaré con ese mocoso malcriado! -exclamó Rosamund.

– ¿No era sir Hugh Cabot el esposo ante la ley de Rosamund? -preguntó sir Owein.

– Así es -dijo Richard Bolton-. Tengo en mi poder los papeles de compromiso que me dio cuando se casaron.

El hombre del rey se volvió a Rosamund.

– ¿Recuerda si se celebró una ceremonia, milady? ¿Ante un sacerdote?

– Nos casó el padre Bernard el vigésimo día de octubre. Yo llevaba un vestido de lana verde. Fue justo antes del sexagésimo cumpleaños de Hugh. Sí, recuerdo el día de mi boda con Hugh Cabot. Fue un día feliz para mí -dijo Rosamund con voz queda.

– Siendo así, usted no tiene ninguna autoridad, ni legal ni de otro tipo, sobre su sobrina, Henry Bolton -aclaró Owein Meredith-. Su esposo gozaba de esa autoridad, y se la ha transferido al rey. La señora Rosamund regresará conmigo a Richmond y tomará su lugar en la propiedad de la reina.

– Yo… yo… ¡iré a los tribunales! -exclamó Henry Bolton, furioso.

– El rey, señor, es la máxima autoridad en la tierra, pero, si quiere insistir con el tema, vaya a los tribunales -rió Owein Meredith.

– ¿Cuándo debo partir? -le preguntó Rosamund.

– No antes de que esté lista, milady -la tranquilizó el caballero-. Sé que una señora que deja su casa para instalarse en otro lugar necesita tiempo para reunir sus pertenencias, ordenar sus asuntos y empacar. No tengo prisa por volver al sur. Las primaveras de Cumbria son bonitas, siempre y cuando los escoceses no crucen la frontera y vengan a saquear, pero no hay mucho peligro de eso ahora. El rey ha arreglado un matrimonio entre su hija mayor, milady Margarita, y el rey de los escoceses, Jacobo IV. Tómese su tiempo para estar cómoda en su nueva vida. Además, por supuesto, necesitará caballos aparte de una criada. Hay mucho que hacer, milady. Seguramente pasarán varios meses antes de que pueda partir. Tal vez nos vayamos a fines del verano o principios del otoño. Entretanto, enviaré un mensaje al rey para contarle de la muerte de su viejo amigo y decirle que su joven viuda agradece estar bajo la tutoría real. -Sir Owein le sonrió a Rosamund, y ella pudo ver que el caballero tenía los dientes blancos y parejos.

– Debe descansar con nosotros, señor -le dijo Rosamund-. Ha hecho un largo camino y lo espera un largo viaje de regreso. Descanse y haga que su animal se recupere antes de irse.

– Por supuesto, milady, y le agradezco la hospitalidad.

– Prepara una habitación para nuestro huésped -le ordenó Rosamund a un criado. Luego indicó que se le sirviera más vino. Vio que su tío Henry ya estaba en avanzado estado de ebriedad y que su hijo se había quedado dormido junto a la silla de ella, debajo de la mesa. Miró a sir Owen y le preguntó, en voz baja-: ¿Estoy verdaderamente a salvo de él? -indicando a Henry Bolton-. ¿No podrá obligarme a casarme con su odioso hijo?

– No, señora, no puede -respondió suavemente el hombre del rey-. Tengo entendido que su difunto esposo no deseaba semejante cosa. Normalmente, yo no estoy en conocimiento de una comunicación entre el rey y un corresponsal, pero Su Majestad quiso que yo tuviera una comprensión cabal de la situación de Friarsgate para que no fuera a contrariar, por ignorancia o torpeza, los deseos de su esposo.

Las lágrimas afloraron a los ojos de Rosamund.

– Era un hombre tan bueno, mi Hugh. Mi tío nunca tuvo eso en cuenta cuando me casó con él. Su único interés era proteger Friarsgate hasta que él engendrara un hijo que pudiera unirse conmigo. Mi primer esposo también era hijo suyo. Casi no me acuerdo de John. ¿Piensa que habrá muchas viudas de trece años, porque cumpliré trece en unas semanas, que hayan sobrevivido a dos esposos y sigan siendo vírgenes?

Owein Meredith se ahogó con el vino ante la revelación. Hizo un esfuerzo por recuperar el aliento, pues le dio un ataque de tos. Y entonces estalló en carcajadas, y rió hasta que le corrieron las lágrimas por las mejillas. Los que lo rodeaban en la mesa principal lo miraron sórdidos. Cuando por fin recuperó el control, pudo hablar.

– Se me fue el vino por el lado equivocado.

– Pero ¿y la risa? -inquirió Richard Bolton, curioso.

– Algo que dijo milady Rosamund. Dudo de que a otra persona le parezca divertido, pero a mí sus palabras me hicieron gracia -explicó, pues no quería repetir lo que su anfitriona joven e ingeniosa acababa de decir. A sus tíos podría no resultarles gracioso. Miró con atención a Rosamund. No podía decirse que fuera una mujer, pero tampoco era una niña. Tenía la piel suave y clara, sin mancha alguna, y un tenue rosado en las mejillas. Sus ojos ambarinos estaban enmarcados por oscuras pestañas. Los cabellos eran de un rojo cobrizo intenso, y los peinaba con una raya al medio, en un arreglo algo insulso, con una trenza que le caía sobre la espalda. Tenía la nariz pequeña y recta; el rostro, ovalado, y una boca de labios generosos, más el labio inferior que el superior.

– ¿Por qué me mira así? -le preguntó Rosamund.

– Porque la encuentro muy bonita, milady-respondió él, con toda franqueza.

Rosamund se ruborizó. Nunca un hombre buen mozo le había dicho un piropo. Ah, Hugh siempre le decía que algún día sería una belleza, pero él la quería. Ella era como su hija.

– Gracias -respondió, con timidez-. ¿Una dama de la Corte debe expresar gratitud ante un cumplido, señor? -preguntó enseguida, curiosa.

– Una dama de la Corte acusaría recibo de un cumplido con una graciosa inclinación de la cabeza, pero no diría nada -le dijo él con una pequeña sonrisa. Qué muchacha encantadora, pensó, y nada afectada. Y continuó-: Pero si el elogio proviene de alguien que no cuenta con el favor de la dama, debe ignorarlo y darle la espalda.

– ¿Me entenderán en la Corte, sir Owein?

– Yo la entiendo.

Pero seguramente algunas personas no comprenderán mi acento de Cumbria -dijo Rosamund.

– Mientras esté con usted, la ayudaré a suavizar su acento norteño, milady.

– ¿Y corregirá mis modales si hago algo inapropiado para la Corte? -Lo miró con intensidad-. No quiero deshonrar mi persona ni el nombre de mi familia.

– Con gusto la ayudaré, milady, con todo lo que deba saber -le prometió él-. ¿Y usted confiará en mí cuando le diga que debemos abandonar Friarsgate en dirección al sur? -La miró con una sonrisa alentadora.

– ¿No nos iremos demasiado pronto? -preguntó ella, nerviosa.

– Creo que septiembre es un buen mes para viajar al sur -respondió él, sonriendo otra vez. Ella tenía miedo. Y era natural que lo sintiera, si nunca se había alejado más que algunos kilómetros de su casa. Sería una aventura, pero Rosamund Bolton no parecía dispuesta a embarcarse fácilmente en algo así. Era una muchacha sólida. Una muchacha sensata, como ya había podido ver sir Owein.

– Entonces, depositaré mi confianza en usted, señor caballero -le respondió Rosamund por fin-. Pero ¿y el rey no querrá que regrese antes del otoño?

Owein Meredith rió.

– No, muchacha, no estará esperándome. Yo soy apenas uno de sus muchos servidores. Se sabe de mi lealtad y mi capacidad para cumplir cualquier tarea que se me encomiende. En la Corte saben que regresaré cuando haya cumplido con mis instrucciones. Soy de escasa importancia en el plan general de las cosas, milady.

– ¿Un caballero no es importante? -Rosamund estaba intrigada.

Alrededor de la mesa, sus tíos escuchaban con tanta atención como la muchacha, excepto Henry Bolton, que ya había entrado en su usual sopor etílico vespertino. Tanto Edmund como Richard Bolton, si bien aliviados de que Rosamund hubiera sido salvada de Henry, se preguntaban si Hugh había tomado la decisión correcta poniéndola al cuidado de virtuales desconocidos. Se inclinaban hacia adelante para no perder ni una palabra de sir Owein.

– Como su finado esposo, milady, yo soy un hijo menor. El menor de todos mis hermanos, en realidad. Mi madre murió al darme la vida, mi padre falleció cuando yo tenía trece años. Mi familia es casi toda galesa. Serví como paje a Jasper Tudor, el tío del rey, desde la edad de seis años, y luego fui su escudero. Me nombraron caballero después de la batalla de Stoke.

– ¿Cuántos años tenía, entonces? -preguntó Edmund.

– Quince cumplidos.

Edmund intercambió una mirada con Richard al oír esto. Estuvieron de acuerdo en silencio en que los impresionaba este hombre sereno, en apariencia gentil, que había sido enviado para escoltar a Rosamund a la Corte.

– Ha de estar cansado, señor -dijo Rosamund, recordando sus deberes como castellana-. Uno de los sirvientes lo acompañará a su habitación. Es muy bienvenido a Friarsgate. -Se volvió y le habló a un criado corpulento-. Lleva a mi tío a su habitación ahora, Peter. Luego, regresa y acuesta a mi pequeño primo. -Se levantó de la mesa-. Señores, los dejo con el vino. Ha sido un día largo para mí. Y triste. -Rosamund hizo una reverencia y salió en silencio de la sala.

– Oró toda la noche junto al féretro de su esposo -le comentó Edmund a sir Owein.

– Es una buena cristiana -secundó Richard.

– Es demasiado joven para conocer tan bien sus deberes -observó el hombre del rey-. ¿Tiene trece años?

– Los cumplirá el último día de este mes -respondió Edmund.

– La madre del rey estaba embarazada de seis meses y ya era viuda a los trece años -comentó sir Owein-. Lady Margarita es una mujer asombrosa. Me imagino que ha de haber sido muy parecida a su sobrina a la misma edad.

– Ella no tiene experiencia del mundo -dijo Edmund.

– ¿Ha recibido educación? -le preguntó el caballero-. Les va bien en la Corte a los que tienen una buena educación.

– Hugh le enseñó a leer y escribir. El padre Bernard le enseñó latín eclesiástico. Su conocimiento de matemática es excelente. Lleva todas las cuentas de Friarsgate, desde hace dos años -explicó Edmund-. Probablemente tenga mejor educación que casi cualquier muchacha del campo, señor. ¿Qué le falta?

– Yo le enseñaré francés y un latín adecuado -dijo sir Owein-. ¿Toca algún instrumento musical? La Corte adora la música. El joven príncipe Enrique es muy adepto a la composición, tanto de música como de letras. Es un muchacho asombroso. El padre quería que fuera arzobispo de Canterbury algún día. Pero ahora, con el fallecimiento del príncipe Arturo, será rey. Aunque el rey no le enseña al muchacho a gobernar. Creo que tiene un dominio demasiado rígido sobre el trono y su hijo. -Sir Owein se ruborizó-. El excelente vino, señores, me ha vuelto parlanchín. Será mejor que busque mi cama. -Se puso de pie y salió de la sala siguiendo al sirviente que se le había asignado.