– Lo sé.
El tono de esas palabras sacudió sus ojos de regreso al rostro de él, a sus labios. A sus ojos. Y la intención que mostraban.
De nuevo moviéndose con esa deliberación que la conmocionaba, él enfrentó su mirada asombrada, y levantó la mano de ella.
Hasta sus labios.
Le acarició los nudillos con los labios, luego, mirándola fijamente, giró su mano, ahora dócil, y colocó un beso cálido y ardiente en su palma.
Levantando la cabeza, vaciló. Las ventanas de su nariz se ensancharon ligeramente, como si aspirase su perfume. Luego sus ojos se fijaron en los de ella. Capturándolos. Atrapándolos mientras inclinaba de nuevo la cabeza, y le rozaba con los labios la muñeca.
En el punto donde su pulso saltó como una cierva asustada y después corrió a toda velocidad.
El calor estalló por el contacto, subió rápidamente por su brazo, se deslizó por sus venas.
Si hubiera sido una mujer más débil, se habría desmayado a sus pies.
La mirada de los ojos de él la mantuvo en pie, envió la reacción a través de ella, enderezando su columna vertebral. Haciéndole levantar la cabeza. No se atrevió a apartar sus ojos de los de él.
Esa mirada de depredador no se desvaneció, aunque, finalmente, sus párpados bajaron, ocultando sus ojos.
Su voz cuando habló era más profunda, un murmullo retumbante, sutil aunque definitivamente amenazadora.
– Ocúpese de su jardín. -De nuevo atrapó su mirada-. Déjeme los ladrones a mí.
Le soltó la mano. Con una inclinación de cabeza, se dio la vuelta y caminó sobre el césped hacia la sala.
Ocúpese de su jardín.
No se refería a las plantas. “Ocúpese de su hogar” era el consejo más frecuente dirigido a que las mujeres canalizaran sus energías hacia lo que la sociedad estimaba adecuado, a su marido y sus hijos, su hogar.
Leonora no tenía un marido o niños, y no apreciaba que le recordaran esa circunstancia. Especialmente con las caricias tan cercanas de Trentham y las reacciones sin precedente que habían evocado.
¿Qué había pensado él que estaba haciendo?
Sospechaba que lo sabía, lo cual sólo incitaba más su ira.
Se mantuvo a sí misma ocupada el resto del día, eliminando cualquier oportunidad de hacer hincapié en esos momentos en el jardín. De reaccionar al estímulo que había sentido en las palabras de Trentham. De aflojarle las riendas a su irritación y dejarse llevar.
Ni siquiera cuando el capitán Mark Whorton había pedido ser liberado de su compromiso cuando ella había esperado que fijase la fecha de la boda, se había permitido perder el control. Tiempo atrás había aceptado la responsabilidad de su propia vida; seguir un camino seguro implicaba conservar el timón en sus manos.
Y no permitir que ningún hombre, sin importar lo experimentado que fuera, la provocara.
Después del almuerzo con Humphrey y Jeremy, ocupó la tarde en visitas sociales, primero a sus tías, quienes estuvieron encantadas de verla, si bien había ido demasiado temprano a propósito para no encontrarse con la gente elegante que más tarde honrarían la sala de estar de Tía Mildred, y después a varias ancianas conocidas que tenía costumbre de visitar ocasionalmente. ¿Quién sabía cuándo necesitarían ayuda las encantadoras ancianitas?
Regresó a las cinco para supervisar la cena, asegurándose de que su tío y su hermano se acordaran de comer. Concluida la comida, se retiraron a la biblioteca.
Ella se retiró al invernadero.
Para evaluar las revelaciones de Trentham y decidir cómo actuar.
Sentada en su silla favorita, los codos en la mesa de hierro forjado, ignoró el mandato de él y dirigió su mente hacia los ladrones.
Un punto era indiscutible. Trentham era un conde. Aunque estaban en febrero y la clase alta escaseaba en las calles londinenses, sin duda sería esperado en alguna cena, o bien, sería invitado a alguna velada elegante. En caso contrario, entonces indudablemente iría a sus clubes, para jugar y disfrutar de la compañía de sus pares. Y si no, entonces siempre estaban las guaridas del demimonde *; dada el aura de depredador sexual que exudaba, no era tan inocente como para a creer que no los conocía.
¿Qué le dejara los ladrones a él? reprimió un bufido despectivo.
Eran las ocho en punto y estaba oscuro más allá de la ventana. Al lado, el número 12 surgía amenazadoramente, un bloque negro en la penumbra. Sin ninguna luz en las ventanas o brillando entre las cortinas, era fácil suponer que estaba deshabitada.
Había sido una buena vecina para el anciano señor Morrissey; aunque era un viejo cascarrabias sinvergüenza, no obstante había agradecido sus visitas. Le había añorado cuando murió. La casa había pasado a Lord March, un pariente lejano que, teniendo una mansión perfectamente buena en Mayfair, había hecho poco uso de la casa de Belgravia. A ella no le había sorprendido que la hubiera vendido.
Trentham, o sus amigos, aparentemente eran conocidos de su Señoría. Como su Señoría, Trentham probablemente en ese momento, estaría preparándose para una noche en la ciudad.
Reclinándose en la silla, tiró del pequeño cajón situado en la parte inferior de la mesa circular. Forcejeó hasta abrirlo, y contempló la llave grande y pesada que había dentro, medio enterrada por notas y listas viejas.
Introdujo la mano y recuperó la llave, colocándola sobre la mesa.
¿Se le habría ocurrido a Trentham cambiar los cerrojos?
CAPÍTULO 3
No podía arriesgarse a encender una cerilla para revisar su reloj. Estoicamente, Tristan acomodó los hombros más cómodamente contra la pared de la portería, a algunos metros del vestíbulo principal. Y esperó.
En torno a él, el cascarón del Bastion Club estaba silencioso. Vacío. Fuera, soplaba un viento cortante, enviando ráfagas de aguanieve contra la ventana. Estimó que ya pasaban de las diez de la noche; con tan frío tiempo, era improbable que el ladrón se entretuviera mucho después de medianoche.
Esperar así, silencioso y quieto en la oscuridad por un contacto, un encuentro, o presenciar algún acontecimiento ilícito, había sido común hasta hacía poco tiempo; no había olvidado cómo dejar pasar el tiempo. Cómo separar su mente del cuerpo para quedarse como una estatua, los sentidos alerta, compenetrado con lo que le rodeaba, listo para volver al presente al mínimo movimiento, mientras su mente vagaba manteniéndolo ocupado y despierto, pero en otro lugar.
Por desgracia, esta noche no apreció la dirección que su mente quería tomar. Leonora Carling era una distracción; se había pasado gran parte del día sermoneándose ante el insensato intento de perseguir la respuesta sensual que él le había provocado -y la que ella había avivado en él aún más fuerte.
Era consciente de que Leonora no lo había reconocido por lo que era. No lo veía como un peligro a pesar de su sensibilidad. Tal inocencia normalmente habría aguado su ardor, pero con ella, por alguna impía razón, sólo le abría más el apetito.
Su atracción hacia ella era una complicación que no necesitaba. Tenía que encontrar una esposa, y rápido; requería una mujer dulce, dócil y tierna, que no le causara momentos de angustia, que llevara las casas, mantuviera la tropa de parientes ancianas en línea, y que por lo demás se dedicase a cuidar y criar a sus niños. No esperaba que pasara mucho tiempo con él; había estado solo durante tanto tiempo, que ahora lo prefería así.
Con el reloj corriendo sobre los términos intolerables del testamento de su tío abuelo, no podía darse el lujo de distraerse con una fiera de voluntad fuerte, de mente independiente e irritable, una que sospechaba era soltera por opción, y sobretodo, poseedora de una lengua afilada que, cuando así lo decidía, utilizaba con decisiva y fría altanería.
No tenía sentido pensar en ella.
No parecía poder parar.
Se movió, aliviando los hombros, y volvió a apoyarse. Entre tomar las riendas de su herencia, y acostumbrarse a tener una tribu de queridas ancianas debajo de su techo día tras día, habitando sus casas y complicando su vida, considerando también la mejor opción para conseguir una esposa, dejó la pequeña cuestión de una amante u otra posibilidad de liberación sexual deslizarse al fondo de su mente.
En retrospectiva, no había sido una decisión inteligente.
Leonora se había estrellado contra él y había hecho arder la chispa. Los intercambios posteriores no apagaron las llamas.
Su arrogancia desdeñosa era el equivalente a un desafío evidente, uno al que él reaccionó instintivamente.
El truco de esa mañana, de utilizar su conexión sensual para distraerla de los ladrones, por muy táctico que sonase, personalmente fue poco aconsejable. Lo había sabido al momento, aún así había buscado con sangre fría la única arma que le prometía una oportunidad de éxito; el deseo primordial había sido garantizar que la mente de ella se fijara en otros asuntos aparte del supuesto ladrón.
Fuera el viento aullaba. De nuevo se enderezó, se estiró en silencio, y se instaló contra la pared una vez más.
Afortunadamente para todos los afectados, era demasiado viejo, demasiado sabio, y demasiado experimentado para permitir que la lujuria dictase sus acciones. Durante el día, había formulado un plan para lidiar con Leonora. Ya que había tropezado con este misterio y ella estaba, independientemente de lo que pensaran su tío y su hermano, amenazada por ello, y dado su entrenamiento, su naturaleza, era comprensible, de hecho, correcto y propio, que él eliminara la amenaza. A partir de entonces, sin embargo, la dejaría sola.
Un chirrido distante de metal en la piedra llegó hasta él. Sus sentidos se enfocaron, se expandieron, esforzándose en percibir alguna prueba adicional de que el ladrón estaba cerca.
Un poco antes de lo que había esperado, pero quienquiera que fuera era probablemente un aficionado. Había regresado a la casa a las ocho, escabulléndose a través del callejón trasero y las sombras del jardín de atrás. Al entrar por la cocina, había notado que los constructores habían dejado sólo unas cuantas herramientas en una esquina. La puerta lateral estaba tal y como la había dejado, la llave en la cerradura pero no echada, los dientes sin encajar. Con la escena preparada, se retiró a la portería, dejando la puerta en la parte superior de las escaleras de la cocina sujeta con un ladrillo.
La portería ofrecía una vista ininterrumpida del vestíbulo del primer piso, las escaleras principales y la puerta hacia las escaleras de la cocina. Nadie podría entrar desde el entresuelo o desde los pisos de arriba y tener acceso al nivel del sótano sin que él lo viera.
No es que esperara que alguien viniera de esa forma, pero había querido dejar el camino libre para el ladrón bajo las escaleras. Estaba dispuesto a apostar a que “el ladrón” se dirigiría a algún área del sótano, quería dejar que el hombre pusiese manos a la obra antes de intervenir. Quería pruebas que confirmaran sus sospechas. Y después pretendía interrogar “al ladrón”.
Era difícil imaginar lo que un verdadero ladrón esperaría robar de una casa vacía.
Sus oídos captaron el suave roce de una suela de cuero sobre la piedra. Bruscamente, se giró y miro a la puerta principal.
Contra toda probabilidad, alguien venía por ahí.
Un perfil vacilante apareció en los paneles de vidrio grabado de la puerta. Tristan se deslizó silenciosamente fuera de la portería y se fundió con las sombras.
Leonora deslizó la pesada llave en la cerradura y echó un vistazo a su compañera.
Supuestamente se había retirado a su cuarto para dormir. Los criados habían cerrado y se habían acostado. Esperó a que el reloj hubiese dado las once, asumiendo que para entonces la calle estaría desierta, entonces se había escabullido hacia abajo, evitando la biblioteca donde Humphrey y Jeremy aún estaban estudiando detenidamente sus tomos. Recogiendo la capa, había salido por la puerta principal.
Había, no obstante, un ser al que no había podido evitar fácilmente.
Henrietta parpadeó hacia ella, las largas mandíbulas abiertas, dispuesta a seguirla a donde fuera. Si hubiese intentado dejarla en el vestíbulo delantero y salir sola a estas horas, Henrietta habría aullado.
Leonora entrecerró sus ojos hacia ella.
– Chantajista. -Su susurro se perdió en el aullar del viento-. Sólo recuerda, -continuó, más como forma de reforzar su propio coraje que para instruir a Henrietta-estamos aquí sólo para ver lo que hace. Tienes que estarte completamente quieta.
Henrietta miró hacia la puerta, y la empujó con la nariz.
Leonora giró la llave, satisfecha cuando ésta giró suavemente. Retirándola, la guardó en el bolsillo, luego se ajustó mejor la capa. Enrollando la mano alrededor del collar de Henrietta, agarró el pomo de la puerta y lo giró.
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