Daisy trajo el té; mientras lo bebía, Leonora cínicamente se preguntó qué trataba de conseguir Trentham.

Su respuesta llegó cuando él dejó su taza y asumió un semblante más serio.

– A decir verdad, tenía un propósito para visitarla aparte del placer de conocerla, madame. -Atrapó la mirada de la señorita Timmins-. Últimamente ha habido una serie de incidentes en la calle, ladrones tratando de forzar las entradas.

– ¡Oh Dios mío! -La señorita Timmins hizo repiquetear la taza en el plato-. Debo decirle a Daisy que revise dos veces si todas las puertas están cerradas.

– En cuanto a eso, ¿me pregunto si tendría inconveniente en que le eche un vistazo a la planta baja y al sótano, para asegurarnos que no hay forma de que irrumpan? Dormiría mucho más tranquilo si supiera que su casa es segura, dado que Daisy y usted están solas aquí.

La señorita Timmins parpadeó, luego le dedicó una brillante sonrisa.

– Bueno pero por supuesto, querido. Que considerado de su parte.

Después de unos pocos comentarios de índole general, Trentham se puso de pie. Leonora se levantó, también. Comenzaron a salir, mientras la señorita Timmins le decía a Daisy que su Señoría el Conde le daría un vistazo a la casa para cerciorarse que era segura.

Daisy también se quedó encantada.

Cuando se marchaba, Trentham le aseguró a la señorita Timmins que no debía preocuparse ya que si descubría algún cerrojo inadecuado, se ocuparía él mismo de reemplazarlo.

A juzgar por la mirada que lucía la señorita Timmins en los cansados ojos mientras le apretaba la mano en señal de despedida, su Señoría el Conde había hecho una conquista.

Sintiéndose perturbada, cuando alcanzaron las escaleras y Daisy se hubo adelantado, Leonora se detuvo y miró a Trentham a los ojos.

– Espero que tenga intenciones de honrar esa promesa.

La mirada de él fue firme y permaneció de esa forma; eventualmente respondió,

– Lo haré. -Examinó su rostro, luego añadió-. Lo que dije era cierto. -Pasando a su lado, comenzó a bajar las escaleras-. Efectivamente dormiré más tranquilo sabiendo que este lugar es seguro.

Ella le frunció el ceño a su nuca, el hombre era un completo enigma y luego lo siguió bajando las escaleras.

Lo siguió mientras sistemáticamente comprobaba cada una de las ventanas y puertas de la planta baja, luego bajó al sótano e hizo lo mismo allí. Era cuidadoso y, a sus ojos, un frío profesional, como si las premisas de seguridad contra intrusos hubieran sido una tarea frecuente en su anterior ocupación. Era cada vez más difícil desecharlo… calificándolo como solo un militar más.

Al final, le hizo señas a Daisy.

– Esto está mejor de lo que esperaba. ¿Siempre se ha preocupado por posibles intrusos?

– Oh, sí, milord. Siempre. Desde que yo llegué a servirla, y de eso ya han pasado seis años.

– Bueno, si cierra todos los cerrojos y pasa todas las trancas, estarán tan a salvo como se puede aspirar a estar.

Dejando a una agradecida y confiada Daisy, bajaron por el sendero del jardín. Al alcanzar la verja, Leonora, que había estado perdida en sus propios pensamientos, miró a Trentham.

– ¿Es verdad que la casa es segura?

La miró, luego mantuvo la verja abierta.

– Tan segura como puede llegar a serlo. No hay forma de detener a un ladrón decidido. -Se le puso a la par mientras caminaban por la acera-. Si usa la fuerza, rompiendo una ventana o forzando una puerta, logrará entrar, pero no creo probable que nuestro hombre actúe tan directamente. Si tenemos razón al pensar que es al Número 14 al que quiere acceder, entonces para llegar allí, a través del Número 16, tendrá que pasar desapercibido durante algunas noches para poder hacer un túnel a través de las paredes de los sótanos. No conseguirá hacerlo si hace demasiado evidente su entrada.

– Entonces en tanto Daisy esté atenta, todo debería ir bien.

Cuando él no respondió, Leonora lo miró. Él percibió su mirada, la miró a su vez. Y le hizo una mueca.

– Cuando entrábamos, me estaba preguntando cómo introducir un hombre en la casa, al menos hasta que hubiéramos captado el rastro del ladrón. Pero a ella le asustan los hombres, ¿no es cierto?

– Sí. -Se quedó azorada al ver cuán perceptivo era-. Usted es uno de los pocos con los que la he visto hablar algo más aparte de las más nimias trivialidades.

Él asintió, y bajó la vista.

– Se sentiría muy incómoda con un hombre bajo su techo, así que es un hecho afortunado que esos cerrojos sean tan fuertes. Tendremos que depositar nuestra fe en ellos.

– Y hacer todo lo posible para atrapar al ladrón pronto.

Su voz estaba matizada por la determinación.

Llegaron a la verja del Número 14. Tristan se detuvo, la miró a los ojos.

– ¿Supongo que no tiene sentido que insista en que deje todo el asunto del ladrón en mis manos?

Sus ojos azules como las vincas se endurecieron.

– Ninguno.

Exhaló, desvió la mirada hacia la calle. No tenía inconveniente en mentir por una buena causa. Ni tampoco tenía inconvenientes en usar distracciones, a pesar del riesgo inherente.

Antes de que pudiera apartarse, le tomó la mano. Giró la cabeza y la miró fijamente. Le sostuvo la mirada mientras la acariciaba con los dedos, luego ensanchó la abertura de su guante, le levantó la muñeca, con la parte interna ahora expuesta, y se la llevó a los labios.

Sintió el estremecimiento que la recorrió, vio cómo levantaba la cabeza y se le oscurecían los ojos.

Sonrió, lenta e intencionadamente. Suavemente decretó.

– Lo que hay entre usted y yo se queda entre usted y yo, pero no ha terminado.

Ella tensó los labios; tiró, pero él no la soltó, en cambio, le acarició lánguidamente, con el pulgar, el lugar donde la había besado.

Ella retuvo el aliento y siseó.

– No estoy interesada en devaneos.

Con los ojos fijos en los de ella, enarcó una ceja.

– Ni yo tampoco. -Le interesaba distraerla. Ambos estarían mejor si ella se concentrara en él en lugar de en el ladrón-. Por el bien de nuestro conocido… por el bien de su salud mental… estoy dispuesto a hacer un trato.

Sus ojos brillaron con sospecha.

– ¿Qué trato?

Escogió cuidadosamente las palabras.

– Si promete limitarse a mantener los ojos y oídos atentos, si se limita a observar, escuchar e informarme a mí de todo cuando la visite la próxima vez, yo accederé a compartir con usted todo lo que descubra.

Su expresión se tornó altiva y desdeñosa.

– ¿Y qué pasa si usted no descubre nada?

Él mantuvo los labios curvados, pero dejó que se le cayera la máscara, dejó que su verdadero yo asomara brevemente.

– Oh, lo haré. -Su voz fue suave, vagamente amenazadora; su tono la atrapó.

Nuevamente, despacio, deliberadamente, le levantó la muñeca hasta sus labios.

Sosteniéndole la mirada, la besó.

– ¿Tenemos un trato?

Leonora parpadeó, enfocó los ojos en él, luego sus pechos se hincharon cuando inspiró profundamente. Y asintió.

– Muy bien.

Le soltó la muñeca; ella se apresuró a apartarla.

– Pero con una condición.

Él enarcó las cejas, ahora tan altivo como ella.

– ¿Cuál?

– Observaré y escucharé y no haré nada más si usted promete visitarme para contarme lo que ha descubierto no bien lo haya descubierto.

Él le clavó la mirada, lo consideró, y luego dejó que sus labios se aflojaran. Inclinó la cabeza.

– Tan pronto como sea posible, compartiré lo que haya descubierto.

Estaba calmada, y sorprendida de estarlo. Él encubrió una sonrisa e hizo una reverencia.

– Buenos días, señorita Carling.

Le sostuvo la mirada un momento más, luego inclinó la cabeza.

– Buenos días, milord.


Pasaron los días.

Leonora observaba y escuchaba, pero no ocurrió nada importante. Estaba contenta con el arreglo; a decir verdad había poco más que pudiera hacer aparte de observar y escuchar, y el conocimiento de que si algo ocurriera, Trentham estaba dispuesto a involucrarse y hacerse cargo, era inesperadamente alentador. Había crecido acostumbrada a desenvolverse sola, evitaba la ayuda de otros ya que en general era más probable que se interpusieran en su camino, y sin embargo Trentham era innegablemente capaz… con él involucrado, tenía confianza en resolver el asunto de los robos.

Comenzó a aparecer personal en el Número 12; ocasionalmente Trentham aparecía por allí, como Toby le informaba puntualmente, pero no se aventuraba a golpear en la puerta delantera de los Carling.

El único factor que perturbaba su ecuanimidad eran sus recuerdos de ese beso en la noche. Había tratado de olvidarlo, apartarlo limpiamente de su mente, había sido un error por ambas partes, pero no obstante olvidar la forma en que su pulso se aceleraba cada vez que él se le acercaba era mucho más difícil. Y no tenía absolutamente ni idea de cómo interpretar su comentario acerca de que lo que había entre ellos no había terminado.

¿Significaba que tenía la intención de continuarlo?

Pero luego había declarado que no estaba más interesado en devaneos de lo que lo estaba ella. A pesar de su pasada ocupación, estaba aprendiendo a tomar sus palabras al pie de la letra.

De hecho su diplomático proceder con el viejo soldado Biggs, su discreción al no hablar de sus aventuras nocturnas y su impredecible encanto con la señorita Timmins, desviándose de su cometido para asegurarse y encargarse de la seguridad de la anciana dama, habían atemperado en gran medida sus prejuicios.

Tal vez Trentham era uno de esas excepciones cuya existencia probaba la regla acerca de que los militares no eran confiables, siendo uno en el que se podía confiar, al menos en ciertos asuntos.

A pesar de eso, no estaba enteramente segura de que pudiera confiar en él para que le contara todas y cada una de las cosas que descubriera. Sin embargo, le hubiera concedido unos pocos días más de gracia si no hubiera sido por el observador.

Al principio sólo fue una sensación, una punzada de sus nervios, una misteriosa sensación de ser observada. No solo en la calle, sino también en el jardín trasero; esto último la enervaba. El primero de los ataques que habían dirigido contra ella había ocurrido justo dentro de la verja del frente; ella ya no paseaba por el jardín delantero.

Comenzó a llevarse a Henrietta con ella cada vez que acudía allí, y si eso no era posible a uno de los lacayos.

Con el tiempo, sus nervios indudablemente se habrían calmado, asentado.

Pero luego, paseando por el jardín trasero una tarde en la cual se cerraba el breve crepúsculo de febrero, había visto a un hombre de pie casi al fondo del jardín, en medio de la valla que dividía la larga parcela. Enmarcada por el arco central de la valla, había una figura delgada y oscura envuelta en una capa oscura, parada entre los macizos de plantas, observándola.

Leonora se quedó congelada. No era el mismo hombre que la había abordado en enero, la primera vez en la verja delantera y la segunda vez en la calle. Aquel hombre había sido más bajo, más delgado; ella había sido capaz de defenderse, de liberarse.

El hombre que ahora la observaba se veía infinitamente más amenazador. Permanecía en silencio, quieto, y sin embargo era la quietud de un predador esperando el momento oportuno. Solo había una extensión de césped entre ellos. Tuvo que luchar contra el impulso de llevarse una mano a la garganta, de batallar el instinto de volverse y huir… luchar contra la seguridad de que si lo hacía él se lanzaría sobre ella.

Henrietta que deambulaba por allí, vio al hombre y gruñó desde el fondo de la garganta en un tono bajo. El gruñido de advertencia continuó, escalando de súbito. Con el pelo del lomo erizado, el lebrel se colocó entre Leonora y el hombre.

Él se mantuvo inmóvil por un instante más, luego se giró. La capa ondeó; y desapareció de la vista de Leonora.

Con el corazón retumbando desagradablemente, bajó la vista hacia Henrietta. El lebrel permanecía alerta, con los sentidos enfocados. Luego a los oídos de Leonora llegó el sonido de un golpe; un instante después Henrietta ladró y aflojó su postura, girándose para continuar su camino sosegadamente hacia la puerta de la sala.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Leonora; con los ojos desorbitados y examinando las sombras se apresuró a regresar a la casa.

A la mañana siguiente a las once en punto, la hora más temprana a la que se consideraba aceptable pasar a visitar, ella llamó al timbre de la elegante casa de Green Street que el pilluelo que barría la esquina le había dicho que pertenecía al Conde de Trentham.

Un mayordomo impresionante pero de aspecto amable abrió la puerta.

– ¿Sí, madame?

Ella se preparó.