– Buenos días. Soy la señorita Carling, de Montrose Place. Deseo hablar con Lord Trentham, si hace el favor.
El mayordomo parecía realmente pesaroso.
– Desafortunadamente, su señoría no está en este momento.
– Oh. -Ella había asumido que estaría, que como los hombres de moda, él sería poco dado a poner los pies fuera de casa antes del mediodía. Después de un helado momento en que nada, ninguna otra vía de acción, se le ocurrió, levantó la mirada hacia la cara del mayordomo.
– ¿Se espera que vuelva pronto?
– Me atrevo a decir que su señoría regresará en menos de una hora, señorita. -Su determinación debía haberse notado-. ¿Si a usted no le importa esperar?
– Gracias.
Leonora permitió que una insinuación de aprobación coloreara las palabras. El mayordomo tenía una cara comprensiva. Ella cruzó el umbral e instantáneamente fue sorprendida por el espacio y la luz del recibidor, recalcada por los elegantes muebles. Mientras el mayordomo cerraba la puerta, se volvió hacia él.
Él sonrió alentadoramente.
– ¿Si viniera por aquí, señorita?
Imperceptiblemente tranquilizada, Leonora inclinó la cabeza y lo siguió a lo largo del pasillo.
Tristan regresó a Green Street un poco después del mediodía, cada vez más preocupado. Subiendo los escalones delanteros, sacó la llave y abrió él mismo. Todavía no se había acostumbrado a esperar que Havers abriera la puerta, le tomara el bastón y el abrigo, cosa que era perfectamente capaz de hacer por sí mismo.
Colocando el bastón en el perchero del recibidor y lanzando el abrigo sobre una silla, se encaminó, con paso ligero, a su estudio. Esperaba deslizarse por los arcos de la salita sin ser descubierto por ninguna de las queridas ancianas. Una esperanza sumamente débil; a pesar de sus ocupaciones, ellas siempre parecían sentir rápidamente su presencia y verlo justo a tiempo de sonreírle y abordarle.
Desdichadamente, no había otro camino para llegar al estudio; el tío abuelo que había remodelado la casa había sido un masoquista.
La salita era una luminosa cámara construida fuera de la casa principal. Unos pocos escalones por debajo del nivel del pasillo, estaba separada de éste por tres grandes arcos. Dos presentaban enormes arreglos de flores en urnas, que le daban alguna cobertura, pero el arco del medio era la puerta de entrada, campo abierto.
Tan silencioso como un ladrón, se acercó al primer arco y, justo fuera de la vista, se paró a escuchar. Un babel de voces femeninas lo alcanzó; el grupo estaba en el otro extremo de la habitación, donde una ventana mirador permitía a la luz de la mañana caer sobre dos tumbonas y varias sillas. Le llevó un momento afinar su oído para distinguir las voces individualmente. Etherelda estaba allí, Millie, Flora, Constance, Helen, y sí, Edith también. Las seis al completo. ¿Parloteando sobre nudos, nudos franceses? ¿Qué era aquello?, y algo ordinario y punto de hoja…
Estaban discutiendo sobre bordado.
Frunció el ceño. Todas estaban bordando como mártires, pero era el único ruedo en el cual la verdadera competición florecía entre ellas, nunca las había oído discutiendo su común interés antes, las dejó solas con gusto.
Entonces escuchó otra voz, y su sorpresa fue total.
– Me temo que nunca he sido capaz de poner las agujas para situarlas justo así.
Leonora.
– Ah, bueno, querida, lo que necesitas hacer…
No siguió el resto del consejo de Etherelda; estaba demasiado ocupado especulando en qué había llevado a Leonora allí.
La discusión en la salita continuaba, Leonora solicitando consejo, las queridas ancianas teniendo enorme placer en facilitarlo.
Estaba clarísimo en su mente la pieza de falso bordado deshecho en el salón de Montrose Place. Leonora podría no tener talento para el bordado, pero él habría jurado que tampoco tenía un interés real en ello.
Le picaba la curiosidad. El próximo arreglo floral era lo bastante alto para ocultarlo. Dos rápidos pasos y estaba tras él. Escudriñando entre los lirios y los crisantemos, vio a Leonora sentada en medio de uno de los sofás rodeada por todas partes por las queridas ancianas.
La luz del sol invernal se vertía a través de la ventana a su espalda, una brillante estela derramándose sobre ella, encendiendo destellos granates desde la corona de su oscuro cabello pero dejando su cara y sus delicados rasgos en tenues y misteriosas sombras. Con su vestido rojo de paseo, parecía como una madonna medieval, una encarnación de virtud femenina, de firmeza y fragilidad.
Con la cabeza inclinada, estaba examinando un antimacasar bordado extendido a través de sus rodillas.
La observó animando a su anciana audiencia a decirle más, a participar. También la vio intervenir, atajando rápidamente un repentino brote de rivalidad, tranquilizando a ambas partes con diplomáticas observaciones.
Las tenía cautivadas.
Y no sólo a ellas.
Escuchó las palabras en su mente. Indeciso por dentro.
Sin embargo no se apartó. En silencio, simplemente permaneció de pie, observándola a través de la cortina de flores.
– ¡Ah, milord!
Con incomparables reflejos, dio un paso adelante y giró la espalda hacia la salita. Ellas debían haberle visto, pero el movimiento hacía parecer que simplemente pasaba por allí.
Examinó a su mayordomo con ojos resignados.
– ¿Sí, Havers?
– Una dama ha venido, milord. La señorita Carling.
– ¡Ah! ¡Trentham!
Él se giró mientras Etherelda lo llamaba.
Millie se puso de pie y lo llamó.
– La señorita Carling vino aquí de visita.
Las seis le sonrieron satisfechas. Con una inclinación de despedida a Havers, bajó y cruzó hacia el grupo, no bastante seguro de la impresión que estaba recibiendo, casi como si ellas creyeran que habían estado guardando a Leonora allí, atrapada, detenida, algún deleite especial solo para él.
Ella se levantó, un ligero rubor tiñó sus mejillas.
– Sus primas han sido muy amables al hacerme compañía. -Ella enfrentó su mirada-. He venido porque ha habido novedades en Montrose Place que creo que debería conocer…
– Sí, por supuesto. Gracias por venir. Permítame guiarla a la biblioteca, y usted puede contarme las novedades.
Él le ofreció la mano, inclinando la cabeza ella le entregó la suya.
La sacó de en medio de sus ancianas paladines, saludándolas con la cabeza.
– Gracias por cuidar de la señorita Carling por mí.
– Oh, nos encantó…
– Tan delicioso…
– Venga otra vez a visitarnos, querida…
Sonrieron radiantes e hicieron una reverencia, Leonora les sonrió agradecidas dejándole colocar la mano en la manga y llevársela.
Uno junto al otro subieron los escalones del pasillo, no necesitaba echar un vistazo atrás para saber que seis pares de ojos aún los observaban con avidez.
Mientras pasaban por el recibidor delantero, Leonora lo miró.
– No había notado que tuviera una familia tan grande.
– No la tengo -Abrió la puerta de la biblioteca y la hizo pasar-.Ese es el problema. Solo estoy yo, y ellas. Y el resto.
Deslizando la mano de su manga, se giró para mirarlo.
– ¿El resto?
Le señaló las sillas orientadas al fuego encendido en la chimenea.
– Hay ocho más en Marlington Manor, mi casa de Surrey.
Ella apretó los labios, giró y se sentó.
La sonrisa de Tristan se apagó. Se dejó caer en la silla opuesta.
– Ahora cambiando de tema. ¿Por qué está aquí?
Leonora levantó la mirada hacia su cara, vio en ella todo lo que había esperado encontrar, consuelo, fuerza, talento. Tomando aliento, se apoyó en la silla y se lo contó.
Él no la interrumpió; cuando ella hubo acabado le hizo algunas preguntas, aclarando dónde y cuándo se había sentido bajo observación. En ningún punto trató desde luego, de desestimar la intuición de ella; consideraba todo lo que le estaba contando como un hecho, no una fantasía.
– ¿Y está segura de que era el mismo hombre?
– Segura. Capté solo un destello mientras el se movía, pero hizo aquel mismo gesto vago. -Le mantuvo la mirada-. Estoy segura de que era él.
Él asintió con la cabeza. Su mirada se apartó de la suya mientras consideraba todo lo que había dicho. Finalmente, la miró.
– ¿Supongo que no le habrá dicho nada de esto a su tío o su hermano?
Ella levantó las cejas, burlona y altivamente.
– Da la casualidad de que lo hice.
Cuando no dijo nada más, él apuntó.
– ¿Y?
La sonrisa no era tan desenfadada como a ella le hubiera gustado.
– Cuando mencioné el sentimiento de estar siendo observada, se rieron y me dijeron que estaba reaccionando de manera exagerada por los recientes e inquietantes hechos. Humphrey me dio una palmadita en el hombro y me dijo que no debería molestar mi cabeza con estas cosas, que realmente no había necesidad, que estaría todo olvidado bastante pronto.
››En cuanto al hombre al fondo del jardín, están seguros de que estaba equivocada. Un truco de la luz, las cambiantes sombras. Imaginación calenturienta. En realidad no debería leer las novelas de la señora Radcliffe. Además, como Jeremy señaló, con la manera de alguien dando una prueba irrefutable, la puerta de atrás está siempre cerrada con llave.
– ¿Es así?
– Sí. -Ella buscó los ojos color avellana de Trentham-. Pero el muro está cubierto por ambos lados por hiedra vieja. Alguien razonablemente ágil no tendría dificultad en saltarla.
– Lo que podría explicar el ruido sordo que usted oyó.
– Precisamente.
Él se sentó. El codo sobre el brazo de la silla, el mentón apoyado en el puño, un largo dedo dando golpecitos ociosamente en los labios, parecía más allá de ella. Sus ojos centelleaban, duros, casi cristalinos debajo de los pesados párpados. Sabía que ella estaba allí, no la estaba ignorando, pero estaba, de momento, absorto.
No había tenido antes ocasión de estudiarlo, captar realmente la firmeza de su largo cuerpo, apreciar la anchura de sus hombros, disimulados como estaban por el magníficamente confeccionado abrigo, Schultz por supuesto, o las largas y enjutas piernas, los músculos delineados por los entallados pantalones de ante que desaparecían en las brillantes botas Hessian. Tenía unos pies muy grandes.
Siempre estaba vestido con elegancia, aunque era una elegancia discreta, no necesitaba o deseaba atraer la atención sobre sí mismo, de hecho evitaba toda oportunidad de hacerlo. Incluso sus manos, debería considerarlas su mejor rasgo, estaban adornadas solo por un sencillo sello de oro.
Él había hablado de su estilo, ella tenía la confianza de definirlo como una fuerza elegante y sencilla. Como un aura flotando sobre él, no algo derivado de las ropas o la educación, sino algo inherente, innato, que se veía.
Encontró tan discreta firmeza inesperadamente atractiva. También reconfortante.
Los labios de ella se habían relajado en una gentil sonrisa cuando la mirada de él se movió hacia ella. Él levantó una ceja, pero ella sacudió la cabeza, manteniendo el silencio. Las miradas unidas, relajados en las sillas, en la tranquilidad de la biblioteca, cada uno estudiando al otro.
Y algo cambió.
Excitación, una insidiosa emoción, deslizándose lentamente a través de ella, un sutil latigazo, una tentación a un ilícito placer. Calor floreciendo; los pulmones de ella lentamente detenidos.
Los ojos de ambos continuaban trabados. Ninguno se movió.
Fue ella quien rompió el hechizo. Volvió la mirada a las llamas de la chimenea. Tomó aliento. Se recordó no ser ridícula; estaban en la casa de él, en su biblioteca, difícilmente la seduciría bajo su propio techo con sus sirvientes y sus ancianas primas por allí.
Él se removió y se enderezó.
– ¿Cómo llegó hasta aquí?
– Caminé a través del parque. -Ella lo miró-. Parecía el camino más seguro.
Él asintió, levantándose.
– La llevaré a su casa. Necesito pasar por el Número 12.
Ella le observó mientras tiraba de la campanilla dando órdenes a su mayordomo cuando el digno personaje llegó. Se volvió hacía ella y preguntó.
– ¿Se ha enterado usted de algo?
Tristan sacudió la cabeza
– He estado investigando varias vías. Investigando cualquier rumor sobre hombres buscando algo de Montrose Place.
– ¿Y ha oído algo?
– No. -Él enfrentó su mirada-. No lo esperaba, eso habría sido demasiado fácil.
Ella hizo una mueca, después se puso de pie mientras Havers volvía para informar que la calesa estaba llegando.
Mientras ella se ponía la capa y él se introducía su sobretodo y enviaba a un lacayo a traer sus guantes de conducir, Tristan se rompió la cabeza en busca de alguna pista que hubiera dejado sin explorar, cualquier puerta abierta que no hubiera sido explorada. Había pulsado a cierto número de antiguos militares, y algunos que estaban todavía sirviendo en diversos puestos, por información; ahora estaba seguro de que ellos estaban lidiando con algo extraño en Montrose Place. No había rumores de pandillas o individuos portándose de esa manera en ningún otro lugar de la capital.
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