– Espere un minuto, acabo de acordarme -inclinó la cabeza hacia Tristan-Tuvo un visitante una vez, pero no entró. Estaba parado en la calle, algo así como usted y esperó hasta que el señor Mountford salió para unirse a él.

– ¿Qué aspecto tenía esa visita? ¿Le dio un nombre?

– No facilitó ninguno, pero recuerdo que pensé, cuando me acerqué para ir a buscar al señor Mountford, que no necesitaba uno. Sólo le dije que el caballero era extranjero, y seguramente él reconoció quién era.

– ¿Extranjero?

– Sí. Tenía un acento que no pasaba desapercibido. Uno de esos que suena como un gruñido.

Tristan se quedó inmóvil.

– ¿Qué aspecto tenía?

Ella frunció el ceño, encogiéndose de hombros.

– Algo así como un pincel. Recuerdo que iba muy aseado.

– ¿Cómo era su postura?

La cara de la propietaria se relajó.

– Eso es algo que le puedo decir, estuvo quieto como si le hubieran atado con una correa. Estaba tieso, pensé que se rompería si se inclinaba para saludar.

Tristan sonrió encantadoramente.

– Gracias. Ha sido usted de gran ayuda.

La casera se sonrojó levemente. Se inclinó en una reverencia.

– Gracias, señor -después de un instante, miró hacia Leonora-. Le deseo buena suerte, madame.

Leonora inclinó la cabeza graciosamente y dio a Trentham permiso para conducirla fuera. Casi deseó preguntar a la casera si su deseo de buena suerte se refería a localizar a Mountford, o a obligar a Trentham a cumplir los votos de su supuesta boda.

El hombre era una amenaza con esa sonrisa letal.

Miró hacia arriba, hacia él, después echó fuera de su mente los pensamientos que había tenido durante todo el día. Mejor no hacer hincapié en ellos mientras él estuviera a su lado.

Él paseaba tranquilamente, su expresión impasible.

– ¿Qué opina del visitante de Mountford?

Tristan la recorrió con la mirada.

– ¿Qué opino? -sus ojos se estrecharon, sus labios se apretaron; la expresión de su cara le dijo claramente que no era una estúpida

– ¿De qué nacionalidad cree que es? Usted claramente tiene alguna idea.

La mujer estaba muy molesta. No obstante, no vio daño alguno en decirle:

– Austriaco, alemán o prusiano. Esa postura particularmente rígida y la dicción sugieren alguna de las tres.

Ella frunció el ceño, pero no dijo nada más. Tristan llamó a un coche de alquiler y la ayudó a entrar. Rodaban de regreso a Belgravia cuando ella preguntó:

– ¿Piensa usted que el caballero extranjero estaba detrás de los robos en las casas? -Cuándo él no contestó inmediatamente, continuó- ¿Qué podría atraer a un austriaco, alemán o prusiano al Número 14 de Montrose Place?

– Eso -admitió él, en voz baja- es algo que me gustaría muchísimo saber.

Ella le recorrió con una mirada afilada, pero cuando no dijo nada más, ella lo sorprendió mirando adelante y callando.

Tristan le dio la mano para que bajara del carruaje cuando llegaron al Número 14. Leonora esperó mientras él pagaba al cochero, y entrelazó su brazo en el de él cuando se volvían hacia la puerta. Ella iba mirando fijamente hacia abajo cuando abrió la puerta y la traspasaron.

– Esta noche vamos a dar una pequeña cena a la que asistirán algunas de las amistades de Sir Humphrey y de Jeremy -le miró brevemente, con las mejillas ligeramente sonrojadas-. Me preguntaba si no le importaría unirse a nosotros. Le daría la oportunidad de formarse una opinión del tipo de secretos con los que Sir Humphrey o Jeremy podrían haber tropezado.

Él escondió una sonrisa cínica. Levantó sus cejas con estudiada inocencia.

– Esa no es una mala idea.

– Si está usted libre…

Habían llegado al final del pórtico de entrada. Tomando su mano, él se inclinó de modo respetuoso.

– Estaría encantado -se encontró con su mirada-. ¿A las ocho?

Ella inclinó la cabeza.

– A las ocho -cuando se alejó dando media vuelta, sus ojos se encontraron-. Esperaré con ilusión verle más tarde.

Tristan la miró mientras subía, esperó hasta que sin mirar atrás desapareció a través de la puerta, después se dio la vuelta y permitió que sus labios se curvaran.

Leonora era tan transparente como el cristal. Ella pretendía preguntarle sobre sus sospechas respecto al caballero extranjero.

Su sonrisa se desvaneció. Su cara recobró la impasibilidad acostumbrada.

Austriaco, alemán, o prusiano. Él sabía lo suficiente para que esas opciones hicieran sonar campanadas de advertencia, pero no le bastaba, la información no era aún lo suficientemente decisiva, habría que escarbar más profundo.

¿Quién sabía? La relación de Mountford con el extranjero podría ser pura coincidencia.

Cuando llegó frente a la puerta y la abrió en toda su amplitud, una sensación familiar se propagó a través de su espalda.

Sabía que era mejor no creer en las coincidencias.


Leonora pasó el resto del día con una inquieta anticipación. Una vez dadas las órdenes necesarias para la cena, despreocupadamente había informado a Sir Humphrey y a Jeremy que tenían un invitado más y se refugió en el invernadero.

Para calmar su mente y decidir la mejor manera de proceder.

Para revisar todo lo que había descubierto esa mañana.

Por ejemplo, cómo Trentham no era reacio a besarla. Y ella no era reacia respondiendo. Ese era ciertamente un cambio, pues nunca antes había encontrado particularmente fascinante el acto. Sin embargo con Trentham…

Hundiéndose hacia atrás sobre los cojines de la silla de hierro forjado, tuvo que admitir que habría ido feliz adonde quiera que él la condujera, al menos dentro de lo razonable. Besarle había resultado ser muy agradable.

Menos mal que él había parado.

Fijando los ojos entrecerrados en una orquídea blanca que oscilaba suavemente en el aire, volvió a rememorar todo lo que le había ocurrido, todo lo que había sentido.

Él se había detenido no porque lo desease, sino porque así lo tenía planeado. Su apetito quería más, pero su voluntad le había dictado que debía acabar el beso. Ella había visto esa breve lucha en sus ojos, percibió el duro destello color avellana cuando su voluntad triunfó.

Pero, ¿por qué? Cambió de posición otra vez, muy consciente de la manera en que el breve interludio permanecía, una fastidiosa calentura en su mente. Quizá la respuesta estaba en que la reducción del beso la había dejado insatisfecha. Anteriormente nunca había sentido insatisfacción.

Deseando más.

Frunció el ceño, distraídamente golpeó ligeramente con un dedo la mesa.

Con sus besos, Trentham le había abierto los ojos y había comprometido sus sentidos. Burlándose de ellos con una promesa de lo que podría ser y luego retrocediendo.

Deliberadamente.

Para después dejarla con un palmo de narices.

Ella era una dama. Él era un caballero. Teóricamente, no era ni remotamente apropiado que la presionara, no a menos que ella diese la bienvenida a sus atenciones.

Sus labios se curvaron cínicamente, reprimió un suave bufido. Ella podía tener poca práctica; pero no era estúpida. Él no había acortado su beso por seguir las buenas costumbres sociales. Se había detenido deliberadamente para seducir, para que fuera consciente, para provocar su curiosidad.

Para hacer que ella lo desease.

De modo que cuando él la buscase nuevamente, y buscase más, queriendo llegar al siguiente paso, estaría ansiosa por acceder.

Seducción. La palabra se deslizó en su mente, arrastrando la promesa de excitación ilícita y fascinación.

¿Estaba seduciéndola Trentham?

Siempre había sabido que era lo suficientemente bien parecida; nunca había tenido dificultad en capturar la mirada de los hombres. Pero con anterioridad nunca le había interesado llamar la atención para participar en ese juego.

Ahora que tenía veintiséis años, la desesperación de su tía Mildred, definitivamente iba más allá de sus pasadas plegarias.

Trentham había llegado y se había burlado de sus despertados sentidos, para después dejarlos alerta y hambrientos, pidiendo más. Una anticipación de una clase que nunca había conocido la estaba atrapando, pero aún no estaba segura de saber hasta donde quería que llegara esa relación.

Tomando aliento, lo exhaló lentamente. No tenía que tomar aún ninguna decisión. Podía permitirse esperar, observar, y aprender a seguir su instinto y luego tomar una decisión que la llevara a donde quería. No le había desalentado, ni le había inducido a creer que no estaba interesada.

Porque lo estaba. Muy interesada.

Había pensado que ese aspecto de la vida le había pasado de largo, que las circunstancias habían dejado esas emociones más allá de su alcance.

Para ella, el matrimonio ya no era una opción, quizá el destino había enviado a Trentham como consolación.

Cuando se dio la vuelta y le vio cruzar el cuarto de dibujo dirigiéndose hacia ella, sus palabras hicieron eco en su mente.

¿Si esa era la consolación, entonces cual sería el premio?

Sus amplios hombros estaban cubiertos de negro noche, el abrigo era una obra maestra de discreta elegancia. Su chaleco gris de seda brillaba suavemente a la luz de las velas, un alfiler con un diamante centelleaba en su corbata. Como ella esperaba, él había evitado lo complejo. La corbata estaba atada en un estilo simple. El pelo oscuro, brillante y cuidadosamente cepillado, enmarcando sus fuertes rasgos. Cada elemento de su ropa aparentaba seguridad, y todo en sus modales le proclamaba como un caballero con determinación, acostumbrado a dominar, acostumbrado a ser obedecido.

Acostumbrado a seguir sus reglas.

Ella hizo una reverencia y le tendió la mano. Él la tomó y se inclinó de modo respetuoso, levantó la frente hacia ella según se enderezaba.

El deseo brilló en sus ojos.

Leonora sonrió satisfecha, sabiendo que tenía buen aspecto con su traje de noche de seda color albaricoque.

– Permítame que le presente, milord.

Él inclinó la cabeza, y colocó su mano en la manga, dejando la otra mano sobre la de ella.

Posesivamente.

Serena, sin el menor indicio de emoción, Leonora le dirigió hacia donde estaban Sir Humphrey y sus amigos, el señor Morecote y el señor Cunningham, quienes estaban inmersos en una profunda discusión. Se interrumpieron para saludar a Trentham, intercambiaron unas pocas palabras, después Leonora le condujo, presentándole a Jeremy, el señor Filmore, y Horace Wright.

Había tenido la intención de pararse allí, dejar que Horace los entretuviera con sus animados y eruditos conocimientos, mientras hacía el papel de señora recatada, pero Trentham tenía otras ideas. Con sus usuales dotes de mando, facilitó su salida de la conversación y la guió de regreso a su posición inicial cerca de la chimenea.

Ninguno de los demás, enfrascados en sus conversaciones, lo advirtieron.

Incitada por la cautela, quitó la mano de su manga y se volvió enfrentándole. Él atrajo su mirada. Sus labios se curvaron en una sonrisa de apreciación mostrando unos dientes blancos. Su atención puesta en sus hombros desnudos, que dejaban al descubierto el amplio escote de su traje de noche, en su pelo, peinado en rizos que caían sobre las orejas y la nuca.

Observando sus ojos recorriéndola, Leonora sintió que sus pulmones se cerraban herméticamente, luchó para suprimir un temblor que no era a causa del frío. Sus mejillas adquirieron un tono rosado. Esperaba que él creyera que era debido al fuego.

Perezosamente su mirada deambuló hacia arriba y regresó hacia la de ella.

La expresión en sus ojos duros de color avellana la sacudió, hizo que se quedara sin respiración. Luego sus párpados se cerraron, sus gruesas pestañas ocultaron esa mirada perturbadora.

– ¿Hace mucho tiempo que lleva usted la casa de Sir Humphrey?

Su tono arrastrado de voz era el habitual de la sociedad, lánguido y aparentemente aburrido. Dejando escapar un suspiro, ella inclinó la cabeza y contestó.

Aprovechó la coyuntura para desviar su conversación hacia una descripción de la zona de Kent en la que habían vivido anteriormente, las alabanzas sobre las alegrías del campo parecían mucho más seguras que el intento de seducción de sus ojos.

Él respondió mencionando su hacienda en Surrey, pero sus ojos le dijeron que estaba jugando con ella.

Como un gato muy grande con un ratón particularmente suculento.

Ella conservó la barbilla alta, se negó a admitir que reconocía los signos por más leves que fueran. Dio un suspiro de alivio cuando Castor apareció y anunció que la cena estaba servida, fue el único en darse cuenta de que era la única señora presente. Trentham naturalmente la condujo adentro.

Le encontró mirándola directamente. Colocó la mano en el brazo que le estaba ofreciendo y permitió que la condujese a través de las puertas del comedor.