Lucía bien, llamativa con una capa azul oscuro abotonada sobre un traje de paseo azul celeste. Su cofia le enmarcaba la cara, las finas facciones de un color delicado, como si algún artista hubiera aplicado su pincel a la porcelana más fina. Mientras conducía su inquieto par de caballos a través de las calles abarrotadas, le resultaba difícil comprender por qué nunca se había casado.
Todos los hombres de la alta sociedad de Londres no podrían estar tan ciegos. ¿Ella se había ocultado por alguna razón? ¿O era su carácter dominante, su mordaz confianza en sí misma, su propensión para tomar el mando, lo que resultó demasiado desafiante?
Él se daba perfectamente cuenta de sus rasgos menos admirables, pero por alguna razón insondable, esa parte de él que ella, y sólo ella, había tentado, insistía en verlos, no como algo tan suave como un desafío, más bien, como una declaración de guerra. Como si ella fuera una adversaria desafiándole abiertamente. Todo un disparate, lo sabía, pero la convicción era profunda.
Eso, en parte, había dictado su última táctica. Había accedido a su petición de acompañarle a Somerset House; se lo habría sugerido si ella no lo hubiera hecho, allí no habría peligro.
Mientras estuviera con él, estaba a salvo; fuera de su vista, dejándola a su aire, indudablemente trataría de llegar al problema -su problema, como tan mordazmente había declarado- desde algún otro ángulo. Ordenarle que cesase de investigar por sí misma, obligarla a hacerlo, estaba más allá de su capacidad actual. Mantenerla junto a él lo máximo posible era, incuestionablemente, lo más seguro.
Bajando por el Strand, mentalmente se sobresaltó. Sus razonamientos sonaban muy lógicos. La compulsión tras ellos -la compulsión para la que usaba tantos argumentos que la justificaran- era nueva y claramente inquietante. Desconcertante. La repentina comprensión de que el bienestar de una dama de madura edad y mente independiente era ahora crítica para su ecuanimidad, era algo espantoso.
Llegaron a Somerset House; dejando el carruaje al cuidado de su lacayo, entraron en el edificio, sus pasos resonaban en la fría piedra. Un asistente les miró desde detrás del mostrador; Tristan hizo su petición y fueron enviados por el corredor hasta un tenebroso vestíbulo. Hileras de armarios de madera llenaban el espacio; cada estantería tenía múltiples cajones.
Otro asistente, informado acerca de su búsqueda, señaló con el dedo hacia un armario determinado. Las letras "MOU" estaban grabadas en oro en los frontales de madera pulida.
– Les sugeriría que comenzarán por allí.
Leonora caminó enérgicamente hacia los armarios; él la siguió más lentamente, pensando en lo que los cajones debían contener, estimando cuántos certificados podrían encontrase en cada cajón
Su suposición quedó confirmada cuando Leonora abrió el primer cajón.
– ¡Dios mío! -Ella clavó los ojos en la masa de papeles apretujados dentro del espacio-. ¡Esto podría llevar días!
Él abrió el cajón del al lado.
– Usted se ofreció a acompañarme.
Ella hizo un sonido sospechosamente parecido un bufido reprimido y comenzó a comprobar los nombres. No fue tan malo como habían temido; en breve localizaron al primer Mountford, pero el número de personas nacidas en Inglaterra con ese apellido era deprimentemente grande. Perseveraron, y finalmente descubrieron que sí, ciertamente, allí había un Montgomery Mountford.
– ¡Pero -Leonora clavó los ojos en el certificado de nacimiento- esto significa que tiene setenta y tres años!
Frunció el ceño, luego devolvió el certificado a su lugar, mirando el siguiente, y el siguiente. Y el siguiente.
– Seis -masculló, su tono exasperado confirmaba lo que él había esperado-. Y ninguno de ellos podría ser él. Los cinco primeros son demasiado viejos, y éste tiene trece años.
Él puso una mano brevemente sobre su hombro.
– Compruebe cuidadosamente cada lado, por si un certificado está mal archivado. Le consultaré al asistente.
Dejándola ceñuda, hojeando los certificados, caminó hacia el escritorio del supervisor. Unas discretas palabras y el supervisor envió a uno de sus asistentes a toda prisa. Tres minutos más tarde llegó un pulcro individuo con el sobrio atuendo de funcionario del gobierno.
Tristan le explicó lo que estaba buscando.
El señor Crosby se inclinó respetuosamente.
– Por supuesto, milord. Sin embargo, no creo que el nombre sea uno de esos protegidos. ¿Me permite verificarlo?
Tristan hizo un gesto, y Crosby se fue andando por la sala.
Leonora, desanimada, cerró los cajones. Regresó a su lado, y esperaron a que Crosby reapareciese.
Él se inclinó ante Leonora, luego miró a Tristan.
– Es como usted sospechaba, milord. A menos que haya un certificado perdido, lo cuál dudo muchísimo, desde luego no hay ningún Montgomery Mountford de la edad que ustedes buscan.
Tristan le dio las gracias y condujo a Leonora hacia afuera. Hicieron una pausa en el camino y ella se volvió hacia él.
Lo miró.
– ¿Por qué usaría alguien un seudónimo?
– Porque, -se puso los guantes, sintiendo que su mandíbula se endurecía-, no busca nada bueno. -Volviendo a tomar su codo, la urgió a bajar las escaleras-. Vamos, demos un paseo en coche.
La llevó por Surrey, hacia Mallingham Manor, que ahora era su casa. Lo hizo impulsivamente, supuso que la distraería, algo que sentía cada vez más necesario. Un criminal usando un seudónimo no auguraba nada bueno.
Desde el Strand, la condujo a través del río, alertándola inmediatamente por el cambio de dirección. Pero cuando le explicó que necesitaba atender los asuntos de su hacienda para poder regresar a la ciudad libre de seguir la investigación sobre Montgomery Mountford, el ladrón fantasma, ella aceptó el arreglo fácilmente.
La carretera era recta y estaba en excelentes condiciones; los caballos estaban frescos y ansiosos de estirar las patas. Giró el carruaje cruzando las elegantes puertas de hierro forjado a tiempo para el almuerzo. Colocando el par de caballos al paso por el camino, notó que la atención de Leonora se centraba en la enorme casa del fondo, situada entre pulcras extensiones de césped y cuidados parterres. El camino de grava surcaba un patio delantero circular frente a la imponente puerta principal.
Siguió la mirada de ella; sospechaba que él veía la casa como ella lo hacía, pues aún no se hacía a la idea de que ésta era ahora suya, su hogar. La mansión había existido durante siglos, pero su tío abuelo la había renovado y remodelado con ahínco. La que ahora se erigía frente a ellos era una mansión Palladian * construida de piedra arenisca con frontispicios sobre cada ventanal y falsas almenas sobre la larga línea de la fachada.
Los caballos entraron en el patio delantero. Leonora exhaló.
– Es hermosa. Muy elegante.
Él asintió, permitiéndose admitirlo, permitiéndose admitir que su tío abuelo había hecho algo bien.
Un mozo de cuadras llegó corriendo en cuanto saltó al suelo. Dejando el carruaje y los caballos al cuidado del mozo, ayudó a bajar a Leonora, luego la guió subiendo las escaleras.
Clitheroe, el mayordomo de su tío abuelo, ahora el suyo, abrió las puertas antes de que las alcanzasen, resplandeciente con su amabilidad habitual.
– Bienvenido a casa, milord. -Clitheroe incluyó a Leonora en su sonrisa.
– Clitheroe, ésta es la señorita Carling. Estaremos aquí para el almuerzo, luego atenderé algunos asuntos de negocios antes de que regresemos a la ciudad.
– Por supuesto, milord. ¿Debo informar a las señoras?
Estremeciéndose bajo su abrigo, Tristan suprimió una mueca de disgusto.
– No. Acompañaré a la señorita Carling a conocerlas. ¿Asumo que están en la salita?
– Sí, milord.
Él levantó la capa de Leonora de sus hombros y se la dio a Clitheroe. Colocando la mano de ella en su brazo, con su otra mano señaló hacia el fondo del vestíbulo.
– ¿Creo que mencioné que tengo a diversas mujeres de mi familia y otros parientes aquí?
Ella lo recorrió con la mirada.
– Lo hizo. ¿Son sus primas como las otras?
– Algunas, pero las dos más notables son mi tía abuela Hermione y Hortense. A esta hora, el grupo se encuentra invariablemente en la salita.
La miró a los ojos.
– Chismorreando.
Se detuvo y abrió de golpe una puerta. Como para probar su aseveración, la ráfaga de charla femenina del interior cesó inmediatamente.
Cuando la condujo dentro del enorme salón lleno de luz, cortesía de la sucesión de ventanas a lo largo de una pared, todas orientadas hacia una bucólica escena de suaves céspedes bajando hasta un lago a lo lejos, Leonora se encontró siendo el objetivo de las miradas de numerosos ojos, muy abiertos, sin parpadear. Sus mujeres -ella contó ocho- estaban positivamente intrigadas.
Sin embargo, no la desaprobaban.
Eso quedó instantáneamente claro cuando Trentham, con su gracia habitual, la presentó a su tía abuela mayor, Lady Hermione Wemyss. Lady Hermione sonrió y le brindó una sincera bienvenida; Leonora hizo una reverencia y respondió.
Y así recorrió el círculo de caras arrugadas, todas exhibiendo diversos grados de alegría. Al igual que las seis ancianas de su casa londinense habían estado sinceramente emocionadas de conocerla, desde luego, también lo estaban estas mujeres. Su primera impresión de que quizá, por la razón que fuera, no se aventuraban en sociedad y por eso estaban ansiosas de visitas, y por consiguiente habrían estado encantadas con quienquiera que hubiera venido a visitarlas, murió rápidamente; tan pronto se hundió en la silla que Trentham colocó para ella, Lady Hortense se lanzó a una narración de su última ronda de visitas y la excitación surgida del festejo local de la iglesia.
– Siempre hay algo ocurriendo por aquí, ya sabe. -Le confió Hortense -. No hay duda.
Las demás asintieron e intervinieron ansiosamente en la conversación, informándola sobre las vistas locales y las buenas costumbres de la hacienda y el pueblo, antes de invitarla a contarles algo sobre sí misma.
Completamente confiada en tal compañía, ella respondió fácilmente, contándoles cosas sobre Humphrey y Jeremy y sus aficiones, y los jardines de Cedric, toda esa clase de cosas que a las señoras mayores les gustaba saber.
Trentham había permanecido de pie junto a su silla, una mano en el respaldo; ahora dio un paso atrás.
– Si me perdonan, señoras, me reuniré con ustedes para el almuerzo.
Todas ellas sonrieron y asintieron; Leonora miró hacia arriba y encontró su mirada. Él inclinó su cabeza, luego su atención fue reclamada por Lady Hermione; se inclinó para escucharla. Leonora no pudo oír lo que dijeron. Con un asentimiento, Trentham se enderezó, luego salió de la habitación; observó su elegante espalda desaparecer por la puerta.
– Mi estimada señorita Carling, díganos…
Leonora se volvió hacia Hortense.
Podría haberse sentido abandonada, pero resultaba imposible con semejante compañía. Las ancianas estaban muy decididas a entretenerla; ella no podía menos que responder. Ciertamente, estaba intrigada por los innumerables datos que dejaban caer sobre Trentham y su predecesor, su tío abuelo Mortimer. Juntó lo suficiente como para entender la vía por la cual Trentham había heredado, había escuchado hablar a Hermione de la agria disposición de su hermano y su descontento con el lado de la familia de Trentham.
– Siempre insistía en que eran unos derrochadores. -bufó Hermione-. Tonterías, claro está. Sólo estaba celoso porque podían despreocuparse de todo, mientras que él tuvo que quedarse en casa y ocuparse de la hacienda familiar.
Hortense inclinó la cabeza sabiamente.
– Y el comportamiento de Tristan estos meses pasados, ha probado lo equivocado que estaba Mortimer. -Miró a los ojos de Leonora-. Un hombre muy sensato, Tristan. No evita sus deberes, sean los que sean.
Aquella declaración fue acogida con prudentes inclinaciones de cabeza por parte de todas. Leonora sospechó que había algún significado más allá de lo obvio, pero antes de que pudiera pensar en alguna manera de preguntar con tacto, una descripción colorida del vicario y la familia de la rectoría la distrajo.
Una parte de ella disfrutaba, incluso se deleitaba, con los sencillos cotilleos de la vida rural. Cuando llegó el mayordomo para anunciar que el almuerzo las esperaba, se levantó con un sobresalto, percatándose de cuánto había disfrutado el inesperado interludio.
Aunque las señoras habían sido unas compañeras agradables y amables, era el tema lo que la había atraído, la conversación sobre Trentham y el recorrido general de los acontecimientos del condado.
Ella, se percató, lo había echado de menos.
Trentham estaba esperando en el comedor; apartó una silla y la sentó a su lado.
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