La comida fue excelente; la conversación nunca flaqueó, ni fue forzada. A pesar de su inusual composición, la familia parecía relajada y contenta.

Al final de la comida, Tristan atrapó la mirada de Leonora, luego empujó hacia atrás su silla y miró alrededor de la mesa.

– Si nos perdonan, hay algunos últimos asuntos que necesito atender, y luego debemos regresar a la ciudad.

– Oh, ciertamente.

– Por supuesto, ha sido muy agradable conocerla, señorita Carling.

– Haga que Trentham la traiga de nuevo, querida.

Él se levantó, tomando la mano de Leonora, ayudándola a levantarse. Consciente de su impaciencia, esperó mientras ella intercambiaba despedidas con su tribu de queridas ancianas, luego la guió fuera de la habitación hacia su ala privada.

De común acuerdo, las señoras no se entrometían en sus dominios privados; dirigir a Leonora a través del pasaje abovedado y el largo corredor de alguna forma irracional le apaciguó.

La había dejado con el grupo sabiendo que la mantendrían entretenida, razonando que podría concentrarse en sus negocios y ocuparse de ellos más detalladamente si prescindía de su presencia física. No había contado con su compulsión irracional de que necesitaba saber, no sólo dónde estaba ella, sino cómo estaba.

Abriendo de golpe una puerta, la hizo pasar a su estudio.

– Si toma asiento durante unos minutos, tengo algunos asuntos que tratar, luego podemos ponernos en camino.

Ella asintió y caminó hacia el sillón situado en ángulo junto a la chimenea. Tristan la observó sentarse cómodamente, con la mirada en el fuego. Descansó la mirada sobre ella durante un momento, luego se volvió y cruzó hacia su escritorio.

Con ella segura en la habitación, contenta y tranquila, encontraba más fácil concentrarse; rápidamente aprobó diversos gastos, luego se acomodó para comprobar algunos informes. Aún cuando ella se levantó y caminó hacia la ventana para ver el panorama de prados y árboles, él apenas elevó la vista, sólo lo necesario para comprobar lo que estaba haciendo, luego regresó a su trabajo.

Quince minutos más tarde, había descongestionado su escritorio, lo suficiente como para poder quedarse en Londres durante las siguientes semanas, y dedicar por entero su atención al ladrón fantasma. Y, posteriormente, si los problemas señalaban en esa dirección, a ella.

Retirando su silla, levantó la vista y la encontró apoyada contra el marco de la ventana, observándole.

Su mirada azul del color de las vincas era serena.

– No se parece en nada a los leones de la aristocracia.

Él enfrentó su mirada, igualmente directa.

– No lo soy.

– Pensé que todos los condes -especialmente los solteros- lo eran por definición.

Él levantó una ceja mientras se alzaba.

– Este conde nunca esperó el título. -Se acercó hacia ella-. Nunca imaginé tenerlo.

Ella levantó una ceja en respuesta, sus ojos interrogantes cuando él la alcanzó.

– ¿Y soltero?

Él bajó la mirada hacia ella, después de un momento contestó.

– Como acaba de señalar, ese adjetivo sólo adquiere importancia cuando está asociado al título.

Ella estudió su cara, luego apartó la mirada.

Él siguió su mirada a través de la ventana hacia la tranquila escena del exterior.

Bajó la vista hacia ella.

– Tenemos tiempo para un paseo antes de emprender el viaje de regreso.

Ella lo miró y se volvió hacia el paisaje agradablemente ondulado.

– Estaba pensando cuántos placeres del campo me he perdido. Me gustaría un paseo.

Él la condujo hacia una sala contigua y salieron por una puertaventana, directamente a una terraza solitaria. Sus pasos los condujeron hacia el césped, todavía verde a pesar de la dureza del invierno. Comenzando a pasear; la miró preguntándole,

– ¿Quiere su capa?

Ella lo miró, sonriendo y negó con la cabeza.

– No hace tanto frío al sol, aunque sea débil.

La mole de la casa los protegía de la brisa. Él volvió la mirada hacia atrás, luego se volvió hacia adelante. Y encontró su mirada en él.

– Debió ser una sorpresa descubrir que lo había heredado todo, -su gesto señalaba más que el techo y las paredes-, dado que no lo esperaba.

– Lo fue.

– Parece habérselas arreglado bastante bien. Las señoras parecen muy contentas.

Una sonrisa tocó sus labios.

– Oh, lo están. -Traerla aquí había asegurado que lo estuvieran.

Miró adelante, hacia el lago. Ella siguió su mirada. Caminaron hacia la orilla, luego pasearon a lo largo de la ribera. Leonora divisó una familia de patos. Se detuvo, sombreando sus ojos con la mano para verlos mejor.

Deteniéndose unos pasos más allá, él la estudió, dejando que su mirada se demorase en el cuadro que formaba, de pie en su lago bajo la luz del sol, y sintió una alegría como no había experimentado antes, que lo caldeaba. Parecía no tener sentido pretender que el impulso de traerla aquí no había sido dirigido por un instinto primitivo de mantenerla segura entre las paredes donde él estaba.

Viéndola aquí, estando con ella aquí, fue como descubrir otra pieza del rompecabezas.

Ella encajaba.

Tanto que le inquietó.

Normalmente la pasividad lo impacientaba, pero estaba contento de pasear a su lado, sin hacer nada en realidad. Como si estar con ella lo hiciera permisible para él, como si ella fuera suficiente razón para su existencia, al menos en ese momento. Ninguna otra mujer había tenido ese efecto en él. La comprensión sólo incrementó su necesidad de anular la amenaza contra ella.

Como si sintiera su ánimo repentinamente tenso, ella lo miró, agrandando los amplios ojos mientras recorría su cara. Él se puso rápidamente su máscara y sonrió amablemente.

Ella frunció el ceño.

Antes de que pudiera preguntar, tomó su brazo.

– Vayamos por aquí.

El jardín de rosas en hibernación la distrajo. La guió por la extensa zona de cuidados arbustos, dando la vuelta lentamente de regreso hacia la casa. Un templo pequeño de mármol, austeramente clásico, se erigía en el centro de la zona de arbustos.

Leonora simplemente había olvidado cómo podía ser un agradable paseo por un jardín grande, bien diseñado y bien cuidado. En Londres, la fantástica creación de Cedric carecía de las vistas tranquilizadoras y los magníficos prados que sólo podrían ser logrados en el campo, y los parques estaban demasiados limitados a la vista y demasiado juntos. Desde luego no eran tan calmantes. Aquí, caminando con Trentham, la paz se deslizaba como una droga por sus venas, como si un pozo que estuviera casi seco se reabasteciera.

Situado en el cruce de los caminos de la zona de arbustos, el templo era simplemente perfecto. Levantándose las faldas, subió las escaleras. Dentro, el piso era un delicado mosaico en negro, gris y blanco. Las columnas jónicas que soportaban el tejado en forma de cúpula eran blancas veteadas de gris.

Cambiando de dirección, volvió la mirada hacia la casa, enmarcada por altos setos. La perspectiva era espléndida.

– Es magnífica. -Sonrió a Trentham cuando se detuvo a su lado-. Pese a las dificultades, no puede lamentar que esto sea suyo.

Ella extendió los brazos, las manos, incluyendo los jardines, el lago, y el prado circundante en la declaración.

Él la miró. Tras un largo momento, dijo quedamente,

– No. No lo lamento.

Ella percibió su tono, la existencia de algún significado más profundo en sus palabras. Frunció el ceño.

Sus labios, hasta entonces rectos, tan serios como su expresión, se curvaron, ella pensó que un poco sarcásticamente. Extendiendo la mano, agarró su muñeca, luego deslizó su mano hacia abajo para acercarse a ella.

Levantó la muñeca hasta sus labios. Mirándola a los ojos, la besó, dejando que sus labios se demorasen cuando el pulso de ella brincó, palpitando.

Como si esa hubiera sido la señal que había estado esperando, alargó la mano, la atrajo más cerca. Ella se lo permitió, entró en sus brazos, más que curiosa, abiertamente ansiosa.

Él inclinó la cabeza y las pestañas de ella descendieron; levantó sus labios y él los tomó. Se deslizó suavemente entre ellos, tomó posesión de su boca y sus sentidos.

Ella se rindió fácilmente, sin ningún miedo; estaba más que segura de sus instintos sobre él, de que nunca la dañaría. Pero dónde la llevaba con sus besos intoxicantes, lo que venía después, y cuándo, todavía no lo sabía; no tenía experiencia en ello.

Nunca antes había sido seducida.

Esa era la última meta que ella le suponía; no veía otra razón para sus acciones. Él había preguntado su edad, señaló que era lo bastante mayor. A los veinticinco, había sido puesta en el estante *; ahora, a los veintiséis, era -a su modo de ver- su propia dueña. Una solterona cuya vida no era asunto de nadie salvo de ella; sus actos no afectaban a nadie más, sus decisiones eran asunto suyo.

No es que fuera necesariamente a acceder a sus deseos. Ella tomaría una decisión siempre y cuando llegara la ocasión.

No sería hoy, no en un templo abierto visible desde la casa de él. Libre de tener que pensar en cualquier posibilidad, se hundió en sus brazos y respondió a su beso.

Enfrentándose a él, se dejó llevar por el intercambio, sintió el calor elevarse entre ellos, junto con esa fascinante tensión, una tensión que enviaba la excitación ondeando a lo largo de sus nervios, enviaba flujos de anticipación bajo su piel.

Su cuerpo se tensó; el calor fluía y se arremolinaba.

Envalentonada, levantó las manos sobre sus hombros, las deslizó hasta su nuca. Extendiendo los dedos, los enlazó lentamente a través de sus rizos oscuros. Gruesos y espesos, se deslizaron a través y sobre sus dedos, mientras que la lengua de él se deslizaba más profundamente.

Él inclinó la cabeza y la acercó más, hasta que los senos estuvieron aplastados contra su pecho, los muslos rozándose, las faldas enredándose alrededor de sus botas. Los brazos se apretaron a su alrededor, levantándola contra él; su fuerza la capturó. El beso se hizo más hondo en una combinación de bocas, un intercambio mucho más íntimo. Ella casi esperaba desmayarse, sentía que debería hacerlo, aunque en lugar de eso, todo lo que sintió fue ese calor floreciente, una cierta seguridad entre ambos, en él y en ella, y un hambre vertiginosa.

Esa hambre en continuo aumento era de ellos, no sólo de ella, no sólo de él, sino algo creciendo entre ambos.

Atrayente.

Seductora.

Alimentaba la necesidad de Tristan.

Pero era con la necesidad de ella con la que él jugó, la que observó y calibró, la que finalmente le facilitó su control sobre ella, atrapándola con un brazo mientras levantaba una mano hacia su rostro. Para acariciar su mejilla, enmarcar su mandíbula, mantenerla en silencio mientras la asaltaba metódicamente. Pero en ningún momento trató de abrumarla; ese, él lo sabía, no era el camino para atraparla.

Seducirla era un instinto contra el que ya no trataba de luchar. Deslizó sus dedos por la curva delicada de su mandíbula y los llevó más abajo, jugueteando con sus sentidos hasta que los labios de ella se volvieron exigentes, luego acariciando suavemente, lo suficiente como para excitar su imaginación, lo suficiente como para alimentar su hambre, no lo suficiente como para saciarla.

Sus senos se hincharon bajo su toque indagador; él deseaba tomar más, reclamar más, pero se contuvo. La estrategia y las tácticas eran su punto fuerte; en esto como en todas las cosas, jugaba para ganar.

Cuando los dedos de ella se agarraron a su cabeza, se permitió palpar su pecho, acariciar, aunque ligeramente, incitar en vez de satisfacer. Sintió como los sentidos de ella saltaban, sintió sus nervios tensarse. Sintió el bulto del pezón contra su palma.

Tuvo que tomar aliento profundamente y mantenerlo, luego, gradualmente, paso a paso, él aflojó el beso. Gradualmente relajó los músculos que la atrapaban contra él. Gradualmente le permitió emerger del beso.

Pero no apartó la mano de su pecho.

Cuando él liberó sus labios y levantó la cabeza, todavía estaba acariciándola suavemente, sin rumbo por el montículo, rodeando su pezón provocativamente. Sus pestañas revolotearon, luego abrió sus ojos, fijándolos en los de él.

Sus labios estaban ligeramente hinchados, sus ojos muy abiertos.

Él miró hacia abajo.

Ella siguió su mirada.

Sus pulmones se colapsaron.

Él contó los segundos antes de que ella se acordara de respirar, sabía que tenía que estar mareada. Pero ella no retrocedió.

Fue él quien movió su mano acariciante hacia su brazo, agarrándolo amablemente, luego deslizó su mano hasta la de ella. La levantó hasta sus propios labios, enfrentando sus ojos mientras, con un débil rubor en las mejillas, ella le contemplaba.