Él sonrió, pero escondió el verdadero significado del gesto.
– Venga. -Colocando la mano de ella en su manga, la giró hacia la casa-. Necesitamos emprender el viaje de regreso a la ciudad.
El trayecto fue una bendición. Leonora aprovechó plenamente la hora durante la cual Trentham estuvo absorto en los caballos, sorteando sin problemas el tráfico, que aumentaba a medida que entraban en la ciudad, para calmar su mente. Para tratar de restablecer -de recuperar- su seguridad acostumbrada.
Lo miraba con frecuencia, preguntándose lo que él estaba pensando, pero salvo por alguna enigmática mirada ocasional -que la convenció de que casi se divertía aunque estuviera muy concentrado- él no dijo nada. Además, su lacayo estaba de pie detrás de ellos, demasiado cerca como para permitir una conversión privada.
Por otro lado, no estaba segura de querer ninguna. Ninguna explicación. No es que él hubiera mostrado cualquier signo de brindársela, sino que eso parecía ser una parte del juego.
Parte del creciente regocijo, de la excitación. El deseo.
Este deseo era lo último que ella hubiera esperado, pero que ciertamente sentía -ahora podía entenderlo como nunca antes- qué era lo que causaba que las mujeres, incluso las damas más sensatas, satisficieran las demandas físicas de un caballero.
No es que Trentham hubiera hecho una demanda verdadera. Aún. Esa era la cuestión.
Si ella pudiera saber cuándo la haría, y lo que esa demanda podría conllevar, estaría en mejores condiciones para planificar su respuesta.
El problema era… dejó de especular.
Estaba sumida en ese empeño cuando el carruaje aminoró la marcha. Parpadeó mirando alrededor, y descubrió que estaban en casa. Trentham condujo el carruaje frente al Número 12. Entregando las riendas al lacayo, descendió, luego la depositó en la acera.
Con las manos rodeando su cintura, la recorrió con la mirada.
Ella volvió la mirada atrás, y no hizo ningún intento de apartarse.
Los labios de él se curvaron. Los abrió…
El ruido de unos pasos crujió acercándose por la grava. Ambos se volvieron para mirar.
Gasthorpe, el mayordomo, un hombre obeso con pelo veteado de gris, venía apresurándose por el sendero del Número 12. Cuando llegó hasta ellos, hizo una reverencia.
– Señorita Carling.
Ella se había propuesto conocer a Gasthorpe el día después de que se hubiera instalado. Sonrió e inclinó la cabeza.
Él se volvió hacia Trentham.
– Milord, perdone la interrupción, pero quise asegurarme de que entraría. Los carreteros han entregado el mobiliario para el primer piso. Le estaría agradecido si echase un vistazo a los artículos, y me diera su aprobación.
– Sí, por supuesto. Entraré en un momento.
– Realmente -Leonora agarró el brazo de Trentham, llevando su mirada hasta su cara- me gustaría ver lo que ha hecho con la casa del señor Morrissey. ¿Puedo entrar mientras usted comprueba el mobiliario? -Sonrió-. Estaría encantada de ayudar, el punto de vista de una mujer es a menudo muy diferente en esos asuntos.
Trentham la miró, luego dirigió la mirada a Gasthorpe.
– Es bastante tarde. Su tío y su hermano…
– No habrán notado que salí de casa. -Su curiosidad estaba desbocada; mantenía los ojos muy abiertos, fijos en la cara de Trentham.
Sus labios se curvaron, luego se alisaron; de nuevo miró a Gasthorpe.
– Si insiste. -Tomó su brazo y giró hacia el camino-. Pero hasta ahora únicamente ha sido amueblado el primer piso.
Ella se preguntó por qué era tan inusualmente tímido, quizá menospreciaba cómo era ser un caballero más o menos a cargo de amueblar una casa. Algo para lo que él sin duda se sentía poco dotado.
Ignorando su reticencia, recorrió el camino a su lado. Gasthorpe se había adelantado y permanecía sujetando la puerta. Ella atravesó el umbral e hizo una pausa para mirar alrededor. La última vez había vislumbrado el vestíbulo en la oscuridad de la noche, cuando las telas de los pintores estaban colgadas, la habitación desmantelada y desnuda.
La transformación era ahora completa. El vestíbulo era sorprendentemente luminoso y bien ventilado, no oscuro y sombrío -una impresión que ella asociaba con los clubes de caballeros. Sin embargo, no había un ápice de delicadeza para suavizar las líneas austeras, descarnadamente elegantes; ningún empapelado adornado con ramitas, ninguna voluta. Era más bien frío, casi desolador en ausencia de todo toque femenino, pero podía imaginarse a hombres -hombres como Trentham- reuniéndose allí.
No notarían la suavidad que faltaba.
Trentham no se ofreció a mostrarle las habitaciones de la planta baja; con un gesto, la dirigió a las escaleras. Las subió, notando el gran lustre del pasamano, el espesor de la alfombra de la escalera. Claramente el coste no había sido un impedimento.
En el primer piso, Trentham se adelantó y la guió hacia el salón de la parte delantera de la casa. Había una gran mesa de caoba situada en el centro, con un juego de ocho sillas tapizadas en terciopelo ocre rodeándola. Un aparador colocado contra una de las paredes y una gran cómoda contra otra.
Tristan echó un vistazo alrededor, examinando velozmente la sala de reuniones. Todo estaba como lo habían planeado; enlazando su mirada con la de Gasthorpe, él inclinó la cabeza, luego con un gesto de su brazo, dirigió a Leonora de regreso a través del rellano.
La pequeña oficina con su escritorio, archivador y dos sillas, no necesitaba más que una mirada superficial. Siguieron adelante hacia la parte de atrás de la casa, la biblioteca.
El comerciante a quien habían comprado el mobiliario, el señor Meecham, supervisaba la colocación de una enorme estantería. Miró brevemente en su dirección, pero inmediatamente volvió a dirigir la atención a sus dos asistentes, indicando primero una dirección, después otra, hasta que situaron la pesada estantería a su entera satisfacción. La posaron sobre suelo con audibles gruñidos.
Meecham se dirigió hacia Tristan con una amplia sonrisa.
– Bien, milord. -Se inclinó y luego miró alrededor con patente satisfacción-. Me enorgullece decir que usted y sus amigos estarán muy cómodos aquí.
Tristan no vio motivos para disentir; la habitación parecía acogedora, limpia y libre de estorbos, pero con bastantes sillones y salpicada de mesas auxiliares, dispuestas para depositar un vaso de fino brandy. Había dos estanterías, actualmente vacías. Aunque el cuarto era la biblioteca, era improbable que se retirasen allí a leer novelas. Más bien periódicos, boletines e informes y revistas deportivas; la función primordial de la biblioteca sería un lugar tranquilo para relajarse, donde si se pronunciaba alguna palabra, sería en un murmullo.
Echando un vistazo alrededor, podía verlos a todos aquí, reservados, callados, pero sociables en sus silencios. Volviendo la mirada hacia Meecham, asintió.
– Ha hecho un buen trabajo.
– Ciertamente, ciertamente. -Meecham, satisfecho, indicó a sus dos trabajadores que salieran de la habitación-. Le dejaremos para disfrutar de lo que hasta ahora hemos hecho. Entregaré el resto de artículos en esta semana.
Se inclinó profundamente; Tristan lo despidió con una inclinación de cabeza.
Gasthorpe atrajo su atención.
– Acompañaré hasta la puerta al señor Meecham, milord.
– Gracias, Gasthorpe. No le necesitaré más. Nos las arreglaremos para encontrar la salida.
Con una inclinación de cabeza y una mueca, Gasthorpe salió.
Tristan interiormente se sobresaltó, pero, ¿qué podía hacer? Explicarle a Leonora que las mujeres se suponía que no debían estar dentro del club, no más allá de la pequeña sala delantera, inevitablemente conllevaría preguntas sobre él y sus asociados del club, lo que sería aún peor. Contestar era demasiado arriesgado, era tentar al destino.
Era mucho mejor ceder terreno cuando en realidad no tenía importancia y realmente, no podría ser más perjudicial que explicar lo que estaba detrás de la formación del Bastion Club.
Leonora se había alejado de su lado. Después de arrastrar sus dedos por el respaldo de un sillón, notando su conmodiad, pensó él con aprobación, había caminado hasta la ventana y ahora miraba hacia afuera.
Hacia su propio jardín trasero.
Esperó, pero ella no se volvió. Expulsando el aire, un suspiro algo resignado, él cruzó el cuarto, la mullida alfombra turca amortiguaba sus pasos. Se detuvo junto a la ventana, apoyado contra el marco.
Ella giró su cabeza y lo miró
– Suele quedarse aquí y observarme, ¿verdad?
CAPÍTULO 7
Tristan consideró todas las opciones posibles antes de contestar.
– A veces.
Los ojos de ella permanecieron en los de él, después, volvió la vista hacia el jardín.
– Así es como supo quién era yo cuando tropecé con usted el primer día.
Él no dijo nada, se encontró preguntándose qué camino estaba tomando la mente de ella.
Después de un largo momento, la mirada de Leonora se dirigió más allá del cristal, y murmuró:
– No soy muy buena en asuntos como estos. -Hizo un breve ademán, su mano moviéndose entre ambos-. No he tenido ninguna experiencia real.
Él parpadeó para sí.
– Eso creía.
Ella giró la cabeza, encontrando su mirada.
– Tendrá que enseñarme.
Cuando ella lo miró, se enderezó. Leonora cerró la distancia entre ambos. Él frunció el ceño, sus manos le rodearon instintivamente la cintura.
– No estoy seguro.
– Estoy totalmente dispuesta a aprender. -La mirada de ella cayó hacia sus labios; los curvó, sensualmente inocente-. Pero usted ya lo sabe.
Y le besó.
La invitación fue tan descarada que se apoderó totalmente de él. Temporalmente suspendido el sentido común, Tristan quedó a merced de sus sentidos.
Y sus sentidos eran implacables. Querían más.
Más de ella, del suave y delicioso refugio de su boca, de sus dóciles e inocentemente seductores labios. De su cuerpo, que se apretaba tímidamente, aunque con determinación, contra el suyo mucho más duro.
Aquello último lo afectó, lo afectó lo suficiente como para recuperar el sentido común y el control. No sabía lo que ella estaba pensando, aún con sus labios sobre los de él, su boca toda suya, y las lenguas batiéndose en duelo cada vez de forma más ardiente, no podía perder la cabeza y seguir las contorsiones de la de ella.
Más tarde.
Ahora… todo lo que podía hacer, todo lo que pudo lograr que hicieran su cuerpo y sus sentidos, fue seguirla.
Y enseñarle más.
Permitió a su presa acercarse, acogiéndola enteramente entre sus brazos. La dejó sentir su cuerpo duro contra el de ella, le dejó sentir lo que estaba invocando, la respuesta que su cuerpo, suave, curvilíneo, descaradamente tentador, todo suavidad femenina y calor, provocaba.
Durante sus paseos por la casa, Leonora se había abierto la capa. Deslizando una mano bajo la pesada lana, le colocó la palma de la mano sobre los pechos. No los trazó ligeramente como había hecho antes, sino que los reclamó posesivamente. Dándole ahora lo que su anterior interludio había prometido juguetonamente, lo que había presagiado burlonamente.
Ella se quedó sin aliento, se pegó a él, pero ni una vez flaqueó; su labios se adhirieron a los suyos, exigiendo inocentemente. Sin miedo. Sin escandalizarse. Resuelta. Cautivada. Estaba embelesada, totalmente fascinada. Él profundizó el beso, el toque, la caricia.
Sintió las llamas comenzar a arder. Sintió el deseo alzarse lentamente, desplegarse lánguidamente para después extenderse hambriento.
Leonora también lo sintió, aunque no sabía cómo llamar a aquello, aquella profunda oleada de ardiente vacío en su interior. La enardeció, y a él, los desconcertó cautivándolos. La atrapaba. Necesitaba estar más cerca, profundizar de alguna forma en aquel intercambio, deslizando las manos hacia arriba, las entrelazó alrededor de su cuello, suspiró cuando el movimiento presionó sus pechos firmemente contra su dura palma.
La mano de él se cerró y los sentidos de Leonora se conmovieron. Los dedos se movieron, buscando, encontrando, y el sentido común de ella, su mismo ser, se detuvo.
Entonces se partió, se quebró, mientras aquellos conocedores dedos apretaban, apretaban… hasta que ella jadeó a través del beso.
Los dedos de él se relajaron y el calor la inundó, una precipitada corriente que nunca antes había sentido. Tenía los pechos hinchados, el corpiño de su vestido estaba repentinamente demasiado apretado. La fina tela de la camisa le escocía.
Él parecía saber qué hacer; se encargó de los diminutos botones de su canesú con practicada facilidad, y ella pudo volver a respirar. Sólo para hacerla contener el aliento en un torrente de placer, la anticipación se disparó cuando él deslizó descaradamente la mano bajo el abierto vestido para acariciar, para tocar. Su caricia exploró la fina seda, incrementando su ansia una vez más, hasta que Leonora se murió por la necesidad de un contacto más definitivo. Ardía por sentir su piel contra la suya, desesperada por sentir aún más.
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