Los labios de Leonora estaban hambrientos, sus demandas eran claras. Tristan no podría resistirse. Ni lo intentó.

Dos rápidos tirones, y la blusa se aflojó; con un dedo entre sus pechos, le bajó la fina tela.

Luego puso sus manos sobre los generosos pechos.

Sintió en su alma el profundo estremecimiento que la sacudió.

Cerró la mano, posesivamente hambriento, y el corazón de ella dio un brinco.

El suyo también.

Envueltos en un horno de codicia, de ansiosa entrega, de sensual conquista, de apreciación, y del despertar del reconocimiento de necesidad mutua.

Manos y labios alimentaron el hambre, complacientes, incitadores. Cautivados.

Hubo un cambio en su interacción. Él lo sintió, sorprendido de descubrir que, aunque todavía mantenía el control, ya no mandaba sobre el juego. La recién desarrollada confianza de ella, su interés y entendimiento, le revestía los labios, dirigía la forma en que se encontraba con él, el lento y sensual toque de su lengua contra la de Tristan, la seductora caricia de sus dedos en el pelo, la abierta confianza, la manera tan completamente fascinante en que ella se hundía contra él, toda miembros suaves y ligero ardor, bañándolo en las llamas de una mutua conflagración que Tristan nunca imaginó compartir con una mujer inocente.

Una mujer lasciva y virtuosa.

El pensamiento resonó en su cerebro incluso mientras ella llenaba sus sentidos. Leonora era más de lo que Tristan había imaginado, incluso aunque él mismo había sido algo que ella no había esperado. Algo que estaba más allá de su experiencia, no obstante, ella también estaba más allá de la suya.

Las llamas entre ambos eran indudables, reales, pensamientos ardientes de pasión, de gran intimidad, de satisfacción de necesidad mutua.

No se le había ocurrido que llegarían tan lejos en tan poco tiempo. No lo lamentaba, pero…

Unos instintos hondamente arraigados lo hicieron retroceder, tranquilizarla. Reduciendo sus caricias, aligerándolas. Dejando que las llamas disminuyeran gradualmente.

Alzó la cabeza, la miró a los ojos. Vio cómo se alzaban sus pestañas, entonces se encontró con su clara y asombrosa mirada azul.

No había sorpresa en ella, ni el más ligero rastro de arrepentimiento o confusión, sino un despierto interés. Una pregunta.

¿Qué era lo próximo?

Él lo sabía, pero todavía no era el momento de explorar aquel camino. Recordó donde estaban, cuál era su misión. Sintió cómo se le endurecía el rostro.

– Está oscureciendo. La llevaré a casa.

Leonora frunció el ceño para sí, pero entonces miró más allá de los hombros de él, hacia la ventana; en realidad la noche ya había caído. Parpadeó, y dio un paso atrás cuando él la soltó.

– No me había dado cuenta de que era tan tarde.

Por supuesto que no; sus sentidos habían estado dando vueltas en un torbellino. Un torbellino de placer, el cuál le había hecho abrir los ojos bastante más. Ignoró su camisa, rechazando tenazmente que su mente se detuviera en lo que acababa de ocurrir -lo haría luego, cuando él no estuviese cerca para verla ruborizarse- se ajustó y volvió a abotonar el vestido, luego cerró la capa.

La mirada de él, tan afilada como siempre, no la había abandonado. Leonora alzó la cabeza y le miró directamente. Él escudriñó sus ojos, entonces alzó una ceja.

– Supongo que -su mirada la dejó para mirar la habitación- aprueba la decoración.

Ella alzó a su vez una altiva ceja marrón.

– En mi opinión es sumamente adecuada para su propósito.

Cualquiera que fuese.

Con la cabeza alta, se desplazó hasta la puerta. Sintió la mirada de él en su espalda mientras cruzaba la habitación, entonces se movió y la siguió.


Leonora tenía poca experiencia con los hombres. Especialmente con los hombres como Trentham. Aquella, sabía Leonora, era su mayor debilidad, una que la dejaba en una injusta desventaja cada vez que estaba con él.

Ahogando un ¡bah!, se enrolló el edredón alrededor y trepó al viejo sillón, colocado delante del llameante fuego de su habitación. Fuera todo estaba helado, hacía demasiado frío incluso para sentarse en el invernadero y pensar. Además, un edredón y un sillón delante del fuego parecían venirle mucho mejor dado los asuntos sobre los que estaba decidida a pensar.

Trentham la había escoltado a casa y había solicitado una entrevista con su tío y Jeremy. Ella lo había llevado a la biblioteca, le había escuchado mientras les preguntaba sobre cualquier posibilidad con la que se hubiesen tropezado que pudiese ser el objetivo del ladrón. Leonora podría haberle dicho que ninguno de ellos le había concedido ni un pensamiento al propósito del ladrón hasta que él, Trentham, había mencionado por fin el asunto, y así había sido. Ninguno de ellos tenía idea o sugerencias; la perpleja mirada en sus ojos claramente decía que estaban sorprendidos de que él aún estuviese interesado en aquel tema.

Tristan también lo vio; apretó la mandíbula, pero les dio las gracias y se fue bastante educadamente.

Sólo ella había sentido su desaprobación; su tío y su hermano se habían quedado, como siempre, completamente ignorantes.

Con Henrietta caminando a su lado, en clara apreciación canina hacia Trentham, caminó con él hasta el pasillo delantero. Había despedido anteriormente a Castor; así que estaban solos a la suave luz de las lámparas, en un lugar donde ella siempre se había sentido segura.

Entonces Trentham la había mirado, y no se había sentido a salvo en lo más mínimo. Se había sentido arder. El calor se había extendido bajo su piel; un ligero rubor se alzó en sus mejillas. Todo en respuesta a la mirada de él, a los pensamientos que podía ver tras sus ojos.

Estaban cerca el uno del otro. Él levantó una mano, trazando su mejilla, y deslizando un dedo bajo la barbilla de Leonora le alzó el rostro. Posó sus labios sobre los de ella en un rápido e insuficiente beso.

Alzando la cabeza, la había mirado a los ojos. Estuvo así durante un momento, y murmuró:

– Cuídese.

La había soltado justo cuando Castor había aparecido con prisas desde algún lugar allá abajo. Se había ido sin mirar atrás, dejándola haciéndose preguntas, especulando. Planeando.

Si se atreviera.

Aquella, decidió, acurrucándose en la calidez del edredón, era la pregunta crucial. ¿Se atrevería a satisfacer su curiosidad? Era, en realidad, algo más que curiosidad; tenía un ardiente deseo de saber, de experimentar todo lo que ocurría entre un hombre y una mujer, física y emocionalmente.

Siempre había esperado aprender aquellas cosas en algún momento de su vida. En lugar de eso, el destino y la sociedad habían conspirado para mantenerla inocente, la comúnmente aceptada sentencia sostenía que sólo las mujeres casadas podían participar, experimentarlo, y por lo tanto, saber.

Lo cual estaba bien si se era una mujer joven. Con veintiséis años, Leonora ya no encajaba en aquella descripción; a su modo de ver, la proscripción ya no era válida.

Nadie nunca le había avanzado una explicación de la lógica moral que había tras las aceptación, por parte de la sociedad, de que las mujeres casadas, una vez habían obsequiado a su marido con un heredero, podían permitirse algunos escarceos siempre que fuesen discretas.

Ella tenía la intención de ser el centro mismo de la discreción, y no tenía votos que romper.

Si deseaba aprovecharse de la oferta de Trentham de introducirla en los placeres que le habían sido negados tanto tiempo, no había, a su modo de ver, ninguna convención social que necesitase considerar. En cuanto a la imprecisa objeción de quedarse embarazada, tenía que haber alguna manera de evitarlo o Londres estaría inundado de bastardos y la mitad de las matronas de la ciudad perpetuamente embarazadas; así que estaba segura de que Trentham sabría cómo encargarse de eso.

De hecho, era en parte la experiencia de él, aquel aire de competencia y maestría, lo que la atraía, lo que había hecho posible que la tarde anterior comprendiera la invitación que él le había ofrecido.

Estaba claro que había entendido la invitación correctamente; el sutil acercamiento paso a paso de su compromiso, confirmado por su toque, su beso y sus sensuales caricias. Ahora que ella había dado el primero paso hasta sus brazos, él le había enseñado lo suficiente para que tuviese alguna idea de lo que se había perdido, de lo que le quedaba por conocer.

Él la había introducido en un cierto grado de intimidad que era claramente el preludio a todo lo que deseaba conocer. Tristan estaba dispuesto a ser su compañero en la aventura, su mentor en aquella esfera. A guiarla, enseñarla, a mostrarle. A cambio de algo, por supuesto… pero ella lo había entendido y, después de todo, ¿para quién se estaba reservando?

El matrimonio y su necesidad de compañía eran un yugo que no le iba. Habiéndolo aceptado años atrás, su único pesar verdadero, un silencioso y de alguna forma sorprendente pesar, había sido que nunca hubiese experimentado la intimidad física o aquella particular parte del placer sensual.

Ahora Trentham había aparecido, tentándola.

Consideró la idea de aceptar, los ojos fijos en las brillantes llamas del hogar.

Si no actuaba ahora y aprovechaba la oportunidad que el destino por fin le había consentido, ¿quién sabía cuánto tiempo duraría el interés de él, y por tanto, su oferta? Los militares no eran famosos por su constancia; ella lo sabía de primera mano.

Su mente voló, calculando las posibilidades, distraída por ellas. El fuego murió lentamente hasta convertirse en rescoldos rojos y calientes.

Cuando por fin el frío del aire penetró en su meditación, se dio cuenta de que había tomado una decisión. Su mente había estado durante algún tiempo absorta en dos cuestiones.

¿Cómo le iba a expresar a Trentham aquella decisión?

¿Y cómo podría hacer que en su encuentro ella fuera la que tuviese el control?


Tristan recibió la carta con el primer correo de la mañana siguiente.

Después de las salutaciones acostumbradas, Leonora había escrito:


Con respecto al artículo que busca el ladrón, he decidido que sería inteligente buscar en el taller de mi primo Cedric. La habitación es bastante amplia, pero ha estado cerrada durante años, de hecho, desde antes de que tomáramos posesión de la casa. Es posible que una búsqueda enérgica haga aparecer algún artículo de valor, aunque no real sí esotérico. Comenzaré mi búsqueda inmediatamente después del almuerzo; si encontrase algo digno de mención, por supuesto, le informaré.

Suya, etc.

Leonora Carling.


Leyó la carta tres veces. Sus afilados instintos le aseguraban que había más que la superficial lectura de las palabras, aún así su significado oculto le eludía. Decidiendo que había sido un agente encubierto durante demasiado tiempo y que ahora estaba buscando maquinaciones donde era evidente que no las había, dejó la carta a un lado y asentó su mente con determinación en sus asuntos.

Los suyos y los de ella.

Se encargó primero de los de Leonora, haciendo una lista de las distintas formas de identificar al hombre enmascarado como Montgomery Mountford. Tras considerar la lista, escribió una citación y envió a un lacayo a entregarla, luego se ocupó de escribir una serie de cartas que sus receptores preferirían no recibir. Sin embargo, una deuda era una deuda, y los estaba haciendo llamar por una buena causa.

Una hora más tarde, Havers trajo al estudio a un insulso individuo, más bien desaliñado. Tristan se recostó en la silla y le hizo gestos hacia otra.

– Buenos días, Colby. Gracias por venir.

El hombre era receloso, aunque no sumiso. Inclinó la cabeza y se sentó en la silla, lanzando rápidos vistazos alrededor mientras Havers cerraba la puerta, luego volvió a mirar a Tristan.

– Buenos días, señor, le pido perdón, es milord, ¿no?

Tristan apenas sonrió.

El nerviosismo de Colby aumentó.

– ¿En qué puedo ayudarle, entonces?

Tristan se lo dijo. A pesar de su apariencia, Colby era el barón reconocido del hampa del territorio de Londres que incluía Montrose Place. Tristan lo había conocido, o más bien se había asegurado de que Colby lo conociera, cuando habían establecido el club en el Número 12.

Al oír los extraños tejemanejes en Montrose Place, Colby había apretado los dientes y parecido severo. Tristan nunca había creído que los intentos de robo eran obra de los golfos locales; la reacción de Colby y su subsiguiente promesa se lo habían confirmado.

Entrecerró los ojos, Colby ahora parecía más el espécimen potencialmente peligroso que era.

– Me gustaría encontrarme con ese elegante señor suyo.

– Es mío. -Contestó Tristan de manera insulsa.