Colby lo miró, valorándolo, luego asintió.

– Extenderé la noticia de que espera tener noticias suyas. Si alguno de los chicos oye hablar de él, me aseguraré de que lo sepa.

Tristan inclinó la cabeza.

– Una vez le ponga las manos encima, no lo volverá a ver.

Colby asintió una vez, aceptando el trato. Información a cambio de la eliminación de un competidor. Tristan llamó a Havers, quien se encargó de conducir a Colby fuera.

Tristan terminó su última petición de información, luego se las entregó a Havers con estrictas instrucciones para su entrega.

– Nada de librea. Usa al lacayo más fuerte.

– Por supuesto, milord. Entiendo que queremos hacer un alarde de fuerza. Collison sería el mejor en lo que respecta a eso.

Tristan asintió, luchando por no sonreír mientras Havers se retiraba. El hombre era un regalo del cielo, había lidiado con la miríada de exigencias de las queridas ancianas, y sin embargo se encargaba con igual aplomo del lado más rudo de los asuntos de Tristan.

Una vez hecho todo lo que podía con respecto a Montgomery Mountford, Tristan prestó atención a los asuntos diarios para mantenerse a flote con los detalles y las demandas del condado. Mientras, el reloj hacía tic-tac y el tiempo pasaba, sin hacer ningún progreso real en el asunto de asegurar el condado.

Para alguien de su temperamento, aquello último resultaba molesto.

Havers le trajo la comida en una bandeja y Tristan continuó reduciendo la pila de cartas de negocios. Garabateando por último una nota a su administrador, suspiró y empujó la pila completa a un lado.

Y dirigió su mente con determinación al matrimonio.

A la que sería su mujer.

Diciéndose que no pensaba en ella como en su novia, sino como su mujer. Su asociación no estaba basada en superficialidades sociales, sino en interacciones prácticas y verdaderas. Podía imaginársela fácilmente a su lado como su condesa, lidiando con las demandas de su vida futura.

Debería, suponía, haber considerado una variedad de candidatas. Si lo pedía, sus cotillas residentes estaría contentísimas de proveerle con una lista. Jugó con la idea, o al menos se dijo a sí mismo que lo hacía, pero suplicar a otros ayuda en una decisión tan personal, tan vital, sencillamente no era su estilo.

También era una pérdida de tiempo.

La carta de Leonora descansaba a la derecha del secante. Su mirada se detuvo sobre ella, sobre la delicada letra que le recordaba a su escritora, se sentó y le dio vueltas, girando su pluma una y otra vez entre los dedos.

El reloj dio las tres. Tristan alzó la vista, luego dejó caer la pluma, echando la silla hacia detrás se levantó y se dirigió al pasillo.

Havers se encontró con él allí, lo ayudó a ponerse el gabán, le tendió el bastón y le abrió la puerta.

Tristan salió, bajando con rapidez los escalones, se dirigió a Montrose Place.

Encontró a Leonora en el taller, una larga habitación embutida en el sótano del Número 14. Las paredes eran de piedra sólida, gruesas y frías. Una fila de ventanas altas alrededor del muro daban al nivel del suelo, hacia el frente de la casa. Era probable que en algún momento hubiesen dejado entrar considerable luz, pero ahora estaban veladas y agrietadas.

Eran, notó enseguida Tristan, demasiado pequeñas siquiera para que un niño gatease a través de ellas.

Leonora no lo había oído entrar; tenía la nariz enterrada en algún antiguo tomo. Él hizo ruido con la suela de sus zapatos contra las losas. Ella alzó la mirada y sonrió encantada, dándole la bienvenida.

Tristan le devolvió la sonrisa, dejó que el gesto fuera simplemente afectuoso y entró, mirando alrededor.

– Creí que había dicho que este lugar había estado cerrado durante años.

No había telarañas, y todas las superficies de mesas, suelos y estanterías, estaban limpias.

– Mandé venir a las criadas esta mañana. -Leonora se encontró con su mirada cuando se giró hacia ella-. No tengo particular debilidad por las arañas.

Él se fijó en la pila de cartas polvorientas amontonadas en el banco a su lado; su ligereza se desvaneció.

– ¿Ha encontrado algo?

– Nada específico. -Cerró el libro; una nube de polvo salió despedida de sus páginas. Le hizo un gesto hacia el perchero de madera, una mezcla entre estanterías y casilleros cubrían la pared detrás del banco-. Era ordenado, pero no metódico. Parece haberlo guardado todo a lo largo de los años. He estado separando las facturas y cuentas, de las cartas, y las listas de la compra de los borradores de artículos de enseñanza.

Tristan levantó el viejo pergamino que estaba en la parte de arriba de la pila. Era una carta escrita con tinta desvaída. Al principio pensó que era la letra de una mujer, pero el contenido era claramente científico. Miró la firma.

– ¿Quién es A.J.?

Leonora se inclinó más cerca para inspeccionar la carta; su pecho rozó el brazo de él.

– A.J. Carruthers.

Se alejó, dejando el viejo tomo de regreso en la estantería. Él aplastó la urgente necesidad de atraerla de vuelta, de restablecer el contacto sensual.

– Carruthers y Cedric se escribían frecuentemente, parece que estaban trabajando en algunos ensayos antes de que Cedric muriese.

Con el tomo a salvo, Leonora se dio la vuelta. Él continuó hojeando rápidamente las cartas. Leonora se acercó, la mirada sobre la pila de pergaminos. Calculó mal y se movió demasiado lejos; se rozó, desde el hombro hasta el muslo, contra él.

El deseo se encendió y llameó entre ellos.

Tristan intentó inspirar. No pudo. Las cartas se le escaparon de los dedos. Se dijo a sí mismo que debía retirarse.

Sus pies no se movieron. Su cuerpo necesitaba demasiado el contacto para negarlo.

Ella lo miró fugazmente a través de sus pestañas, entonces, como si sintiese vergüenza, se alejó mínimamente, creando un hueco de al menos tres centímetros entre ambos.

Demasiado, aunque no suficiente. Los brazos de él se levantaban para tirar de ella hacia él, cuando se dio cuenta y los bajó.

Ella alargó la mano rápidamente hacia las cartas y las desparramó.

– Iba… -su voz era ronca; hizo una pausa para aclararse la garganta- a revisar estas. Debe haber algo en ellas que indique algún descubrimiento.

Le llevó más de lo que le habría gustado volver a concentrarse en las cartas; estaba claro que había permanecido célibe durante demasiado tiempo. Inspiró, espiró. Su mente se aclaró.

– Cierto, debería permitirnos decidir si hay algo que Cedric descubriese que Mountford esté buscando. No debemos olvidar que quería comprar la casa… hay algo que esperaba hubiesen dejado atrás.

– O algo a lo que tendría acceso al ser el comprador, antes de que nos mudásemos.

– Cierto. -Extendió las cartas sobre el banco, entonces alzó la vista a los casilleros. Alejándose de la tentación, se inclinó, siguió el banco, revisando las estanterías sobre él, buscando más cartas. Sacó todo lo que vio, depositándolo sobre el banco.

– Quiero que revise cada carta que encuentre, y recopile todo lo escrito el año anterior a la muerte de Cedric.

Siguiéndolo, Leonora frunció el ceño a su espalda, luego intentó rodearle para mirarle a la cara.

– Puede haber cientos.

– Hayan las que hayan, necesita estudiarlas todas. Luego haga una lista de los remitentes y escríbales, preguntándoles a todos si saben de algo en lo que Cedric estuviese trabajando que pudiera tener importancia comercial o militar.

Ella parpadeó.

– ¿Importancia comercial o militar?

– Ellos lo entenderán. Los científicos puede que estén tan absortos en su trabajo como su tío y su hermano, pero normalmente reconocen las posibilidades de aquello en lo que trabajan.

– Humm. -Con la mirada fija entre sus omoplatos, Leonora continuó tras él-. Así que tengo que escribirle a cualquier contacto que haya tenido en el último año.

– Hasta el último de ellos. Si hay algo importante, alguien lo sabrá.

Llegó hasta la esquina de la habitación y cambió de rumbo. Ella miraba hacia abajo y chocó contra él. Él la cogió; Leonora alzó la mirada, fingiendo sorpresa.

No tuvo que inventarse su acelerado pulso, ni el repentino salto de su corazón.

Él se había centrado en sus labios; la mirada de ella cayó hacia los de él.

Entonces Tristan miró hacia la puerta.

– La servidumbre está ocupada.

Leonora se había asegurado de ello.

La mirada de él regresó a su rostro. Ella se encontró con sus ojos pero brevemente; cuando él no se movió inmediatamente, liberó sus manos y las levantó, deslizando una de ellas hasta su nuca, curvando los dedos de la otra en su solapa.

– Deje de ser tan remilgado y béseme.

Tristan parpadeó. Entonces ella se movió entre sus brazos, atormentando sin querer aquella parte de la anatomía de él que era más susceptible a su cercanía.

Sin más pensamiento, Tristan inclinó la cabeza.

Se escapó casi una hora después, sintiéndose realmente aturdido. Habían pasado años -décadas- desde que se había permitido tan ligero comportamiento ilícito, pero lejos de aburrirle, sus sentidos estaban suficientemente satisfechos de disfrutar de los placeres robados.

Bajando a zancadas el camino delantero, se pasó la mano por el pelo y esperó que estuviese decente. Leonora había desarrollado predilección por despeinar concienzudamente su normalmente elegante corte. No era que se quejase. Mientras ella lo despeinaba, él había disfrutado.

Su boca, sus curvas.

Bajando el brazo, se fijó en una mancha de polvo que tenía en la manga. La cepilló. Las criadas le habían quitado el polvo a todo; pero no a las cartas. Cuando por fin las habían separado, había tenido que limpiar reveladoras manchas tanto en él como en Leonora. En el caso de ella, no sólo de sus ropas.

La imagen de cómo había estado ella en aquel momento flotó en su mente. Sus ojos habían brillado aunque estaban oscurecidos, los párpados pesados, los labios hinchados por sus besos. Atrayendo su atención aún más hacia su boca, una boca que no dejaba de evocar imágenes mentales que no se asociaban generalmente con mujeres virtuosas.

Cerrando la puerta tras él, suprimió una sonrisa de completa autosuficiencia masculina, e ignoró el efecto que tales pensamientos habían tenido inevitablemente en él. Los descubrimientos de aquella noche habían hecho mejorar su humor considerablemente. Repasando el día, sintió que había ganado en gran número de frentes.

Había llegado a ver el taller de Cedric como algo determinante para hacer avanzar la investigación. La impaciencia estaba afilando su aguijón; su deber era casarse, y de esa manera proteger a su tribu de adorables viejecitas de la indigencia, pero antes de poder casarse con Leonora, tenía que hacer desaparecer lo que la amenazaba. Eliminar aquella amenaza era su mayor prioridad; era demasiado inmediato, demasiado definitivo para dejarlo en segundo lugar. Hasta que no completara exitosamente su misión, permanecería siempre concentrado en ello.

Habiendo intensificado sus propias investigaciones a través de los diversos estratos del hampa, había ido a calcular qué vías de progreso podía sugerir el taller de Cedric.

Las cartas de Cedric serían realmente útiles. Primero, eliminando sus trabajos como objetivo potencial del ladrón, y segundo, manteniendo a Leonora distraída.

Bueno, quizás no distraída, pero sí ocupada. Demasiado ocupada para tener tiempo de embarcarse en cualquier otra forma de ataque.

Había conseguido bastante en un día. Satisfecho, siguió avanzando, y dirigió sus pensamientos al día siguiente.


Elaborar su propia seducción, o al menos alentarla activamente, estaba resultando ser más difícil de lo que Leonora había creído. Había esperado conseguir bastante más en el taller de Cedric, pero Trentham había fallado en cerrar la puerta al entrar. Cruzar la puerta y cerrarla ella habría sido demasiado descarado.

No es que no hubiesen progresado; simplemente no lo habían hecho tanto como había deseado.

Y ahora él le endilgaba la tarea de revisar la correspondencia de Cedric. Al menos había restringido la búsqueda al último año de su vida.

Leonora había pasado el resto del día leyendo y ordenando, bizqueando ante la escritura desvaída, descifrando fechas ilegibles. Aquella mañana, llevó todas las cartas relevantes al salón y las extendió sobre las mesitas auxiliares. El salón era la habitación donde se encargaba de todos los asuntos de la casa; sentada en su escritorio, obedientemente confeccionó una lista de todos los nombres y direcciones.

Una larga lista.

Luego redactó una carta de investigación, avisando al receptor de la muerte de Cedric y pidiendo que se pusiera en contacto con ella si tenía alguna información concerniente a cualquier cosa de valor, descubrimientos, inventos, o posesiones que pudiera haber en los últimos efectos personales de su primo. En vez de mencionar el interés del ladrón, declaró que, debido a problemas de espacio, era deseable que todo papel, sustancia y equipo sin valor fuese quemado.