Si algo sabía sobre los expertos, era que en caso de que supiesen de algo en lo más mínimo valioso, la idea de que fuese quemado les impelería a coger la pluma.
Después de comer, comenzó la ardua tarea de copiar su carta, dirigiendo cada copia a cada uno de los nombres de la lista.
Cuando el reloj repicó, y vio que eran las tres y media, dejó la pluma y estiró su dolorida espalda.
Suficiente por hoy. Ni siquiera Trentham esperaría que realizara toda la investigación en un solo día.
Hizo sonar la campana para que le trajesen el té; cuando Castor trajo la bandeja, se sirvió un poco y le dio un sorbo.
Y pensó en seducción.
En la suya.
Un tema verdaderamente excitante, especialmente para una virgen de veintiséis años, reluctante aunque resignada. Aquella era una descripción razonable de lo que había sido, pero ya no estaba resignada. La oportunidad la había llamado, y estaba dispuesta a contestar.
Echó un vistazo al reloj. Era demasiado tarde para ir a Trentham House para el té de la tarde. Además, no quería encontrarse rodeada por las viejas damas; aquello no haría avanzar su causa.
Pero perder un día completo en inactividad tampoco era su estilo. Tenía que haber alguna forma, alguna excusa que pudiese usar para pasarse por Trentham y tenerlo a él en un ambiente adecuado.
– ¿Quiere que le enseñe los alrededores, señorita?
– No, no. -Leonora cruzó el umbral del invernadero de Trentham House y lanzó una sonrisa tranquilizadora al mayordomo de Trentham-. Simplemente daré un paseo y esperaré a su señoría. ¿Está seguro de que volverá pronto?
– Estoy seguro de que volverá a casa antes de que oscurezca.
– En ese caso… -sonrió e hizo gestos a su alrededor, adentrándose más en la habitación.
– Si necesita algo, la campanilla está a la izquierda. -Sereno e imperturbable, el mayordomo hizo una reverencia y la dejó.
Leonora miró alrededor. El invernadero de Trentham era más grande que el suyo; de hecho, era monstruoso. Recordando su supuesta necesidad de información sobre habitaciones así, soltó un bufido. El de él no era simplemente grande, era mejor, la temperatura era más constante, el suelo estaba revestido de preciosas baldosas azules y verdes. Una pequeña fuente tintineaba en alguna parte, Leonora no podía verla a través de la ingeniosamente arreglada maleza lozana y verde.
Un camino se abría paso; lo siguió.
Eran las cuatro en punto; fuera de las paredes de cristal, la luz se desvanecía con rapidez. Estaba claro que Trentham no tardaría mucho más, pero no llegaba a entender por qué se sentiría impelido a regresar a casa a la caída de la noche. El mayordomo, sin embargo, había sido bastante firme en aquel punto.
Llegó al final del camino y entró en un claro rodeado de altos filas de arbustos y matorrales en flor. Contenía un estanque circular colocado en el suelo; la pequeña fuente en su centro era la responsable del tintineo. Más allá del estanque, un amplio asiento de ventana, profusamente acolchado, seguía la curva de la pared de vidriera; sentado en él, uno podría o bien ver el jardín allá afuera, o mirar dentro, contemplar el estanque y el bien surtido invernadero.
Fue hasta el asiento de la ventana, y se sentó en los cojines. Eran profundos, cómodos, perfectos para sus necesidades. Lo consideró durante un momento, luego se levantó y siguió andando por otro camino que seguía la curvada pared exterior. Era mejor que se encontrase con Trentham estando de pie; o él se erguiría demasiado sobre ella. Podría llevarlo de regreso al asiento de la ventana…
Un movimiento fugaz en el jardín captó su atención. Se detuvo y miró; no pudo ver nada fuera de lo normal. Las sombras se habían vuelto más profundas mientras había estado deambulando; la oscuridad se abatía ahora sobre los árboles.
Entonces, un hombre emergió de la oscuridad. Alto, oscuro, delgado, llevaba un abrigo hecho trizas y unos manchados pantalones de pana, un maltratado gorro, calado bajo sobre la cabeza. Miraba furtivamente alrededor mientras caminaba con rapidez hacia la casa.
Leonora aspiró una bocanada de aire. Salvajes pensamientos de otro ladrón más flotaron por su mente; recuerdos del hombre que la había atacado dos veces le robaron el aliento. Aquel hombre era mucho más alto; si le ponía las manos encima, no sería capaz de liberarse.
Y sus largas piernas lo estaban llevando directamente hacia el invernadero.
El puro pánico la mantuvo inmóvil en las sombras de las pobladas plantas. La puerta estaría cerrada, se dijo. El mayordomo de Trentham era excelente…
El hombre llegó a la puerta, alargó la mano hacia el pomo, y lo giró.
La puerta se movió hacia dentro. La cruzó.
La débil luz del distante vestíbulo lo alcanzó mientras cerraba la puerta, se giraba, y se enderezaba.
– ¡Buen dios!
La exclamación explotó del tenso pecho de Leonora. Se lo quedó mirando fijamente, incapaz de creer lo que veía.
La cabeza de Trentham se había vuelto con su primer chillido.
Él le devolvió la mirada, luego sus labios se estrecharon frunciendo el ceño y el reconocimiento fue completo.
– ¡Shhh! -le hizo un gesto para que mantuviera silencio, lanzó una mirada por el pasillo, y luego se acercó sin hacer ruido-. A riesgo de ser repetitivo, ¿qué demonios está haciendo aquí?
Ella sólo lo miró; a la mugre que le cubría la cara, a la oscura barba que le oscurecía la mandíbula. Una mancha de hollín le corría hacia arriba desde una ceja y desaparecía detrás del pelo, ahora colgando lacio y lánguido bajo el gorro, una desgastada monstruosidad de cuadros escoceses que parecía incluso peor de cerca.
Su mirada viajó desde su abrigo, hecho trizas y nada limpio, hasta sus pantalones y sus medias de punto, y a las bastas botas de trabajo que llevaba. Cuando llegó a ellas, hizo una pausa, y luego volvió a recorrerlo con la mirada hasta subir de nuevo a sus ojos. Se encontró con su irritada mirada.
– Conteste a mi pregunta y yo contestaré a la suya. ¿Qué diablos se supone qué es?
Los labios de él se afinaron.
– ¿Qué parezco?
– Un peón del barrio más peligroso de la ciudad. -Un inequívoco aroma la alcanzó; ella lo olfateó-. Quizás de los muelles.
– Muy perspicaz -gruñó Tristan-. ¿Ahora, qué la ha traído aquí? ¿Ha descubierto algo?
Ella negó con la cabeza.
– Quería ver su invernadero. Me dijo que me lo enseñaría.
La tensión, la aprensión, que había visto fugazmente en él al verla allí se alivió. Él bajo la vista hacia sí mismo, e hizo una mueca.
– Viene en mal momento.
Ella frunció el ceño, su mirada una vez más sobre su desaliñado atuendo.
– ¿Pero qué ha estado haciendo? ¿Dónde ha estado vestido así?
– Como tan perspicazmente ha adivinado, en los muelles. Buscando alguna pista, alguna señal, algún rumor sobre el tal Montgomery Mountford.
– Es un poquito mayor para meterse en líos. -Alzó la mirada y lo miró a los ojos-. ¿Suele hacer estas cosas con frecuencia?
– No. -Ya no. Nunca había esperado volver a ponerse otra vez aquellas ropas, pero al hacerlo esa mañana, había visto peculiarmente justificada su negativa a tirarlas-. He estado visitando el tipo de madriguera que serviría de guarida de un ladrón.
– Oh. Ya veo. -Alzó la mirada hacia él, ahora con abierto interés-. ¿Ha descubierto algo?
– No directamente, pero he hecho correr la voz.
– Oh, ¿entonces está aquí, Havers?
Etherelda. Tristan juró en voz baja.
– Le haremos compañía hasta que Tristan llegue.
– No es necesario que esté por ahí sola y triste.
– ¿Señorita Carling? ¿Está ahí?
Tristan volvió a jurar. Ya estaban allí, acercándose.
– ¡Por amor de Dios! -musitó. Se acercó para asir a Leonora, entonces recordó que tenía las manos sucias. Las mantuvo lejos de ella.
– Tendrá que distraerlas.
Era una rotunda súplica; la miró a los ojos, infundiendo cada onza de suplicante candor del que era capaz en su expresión.
Ella lo miró.
– ¿No saben que va por ahí haciéndose pasar por un gamberro, no?
– No. Y les dará un ataque si me ven así.
Un ataque no sería lo único que ocurriría; Etherelda tenía una horrible tendencia a desmayarse.
Ya estaban acercándose por el camino, aproximándose inexorablemente.
Extendió las manos, rogando.
– Por favor.
Ella sonrió. Lentamente.
– Está bien. Le salvaré. -Se giró y empezó a ir hacia la fuente de nerviosa charla femenina, entonces lanzó un vistazo atrás sobre el hombro. Lo miró a los ojos-. Pero me debe un favor.
– Lo que sea. -Suspiró con alivio-. Simplemente consiga que se vayan. Llévelas al salón.
La sonrisa de ella se hizo más profunda, Leonora se giró y se fue. Cualquier cosa, había dicho él. Un resultado excelente para un ejercicio de otra forma inútil.
CAPÍTULO 8
Tomar medidas para ser seducida, Leonora estaba absolutamente segura, no se suponía que fuera tan difícil. Al día siguiente, sentada en la sala mientras copiaba su carta, copia tras copia, trabajando tenazmente para terminar la correspondencia de Cedric, reevaluó su posición y consideró todas las vías para insinuarse.
La tarde anterior había desviado diligentemente a las parientes de Trentham al salón; él se les había unido quince minutos más tarde, limpio, inmaculado, con su apostura habitual. Habiendo aprovechado su interés por los invernaderos para explicar su visita a las señoras, le había hecho apropiadamente varias preguntas a cerca de las cuales él había negado todo conocimiento, en cambio sugirió que su jardinero la visitara.
Pedirle que la llevara de paseo habría sido infructuoso; sus parientes los habrían acompañado.
Con pesar, había tachado el invernadero de su lista mental de lugares convenientes para la seducción; podría arreglarse un momento apropiado, y el asiento junto a la ventana proporcionaba una posición excelente, pero nunca podrían asegurar su intimidad.
Trentham había mandado llamar a su carruaje, la ayudó a entrar en él y la envió a casa. Insatisfecha. Incluso más hambrienta que cuando había salido.
Aún más decidida.
De todos modos, la excursión no había sido infructuosa; ahora tenía un triunfo en la mano. Se proponía usarlo sabiamente. Eso significaba eliminar simultáneamente los obstáculos del momento, el lugar y la privacidad. No tenía ni idea de cómo lo manejaban los libertinos. Quizás simplemente esperaban que surgiera la oportunidad y luego atacaban.
Después de esperar con paciencia todos estos años, y finalmente haberse decidido, no se sentía inclinada a sentarse de brazos cruzados y esperar por más tiempo. La mejor oportunidad era la que se buscaba; si era necesario, tendría que crearla.
Todo eso estaba muy bien, pero no podía pensar el cómo.
Se devanó los sesos a lo largo del día. Y del siguiente. Hasta consideró aceptar la oferta permanente de su tía Mildred respecto a introducirla en la alta sociedad. A pesar de su desinterés por los bailes y fiestas de la sociedad, era consciente de que tales acontecimientos proporcionaban puntos de reunión en los cuales los caballeros y las damas podían encontrarse en privado. Sin embargo, por pequeños retazos que las parientes de Trentham habían dejado caer, así como por los propios comentarios cáusticos de él, había deducido que sentía poco entusiasmo por los círculos sociales. No había ninguna razón para hacer tal esfuerzo si él probablemente no iba a estar presente para que se encontraran, en privado o de otra manera.
Cuando el reloj dio las cuatro, soltó la pluma y estiró los brazos por encima de la cabeza. Casi había terminado su ejercicio de escribir cartas, pero cuando su mente volvió a los lugares en los cuales ser seducida, ésta permaneció tercamente en blanco.
– ¡Tiene que haber algún sitio! -Se levantó de la silla, irritada e impaciente. Frustrada. Su mirada fue a la ventana. Había hecho un buen día, pero ventoso. Ahora el viento había amainado; la tarde se acercaba, benigna si bien fresca.
Se dirigió hacia el vestíbulo delantero, agarró su capa, no se molestó en coger el sombrero. No podía estar fuera mucho tiempo. Echó un vistazo alrededor, esperando a Henrietta, entonces comprendió que el lebrel estaba afuera para su saludable paseo por el parque cercano, llevando a rastras con la correa a uno de los lacayos.
– ¡Maldición! -se lamentó por no haberse unido a ellos a tiempo.
Los jardines, tanto el de la parte delantera como el de atrás, estaban protegidos; quería, necesitaba, caminar al aire libre. Tenía que respirar, dejar que el frescor la atemperara, se llevara su frustración y vigorizara de nuevo su cerebro.
No había paseado sola durante semanas, a pesar de que el ladrón difícilmente podría estar acechando a cada instante.
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