Deslizó sus dedos más abajo, enredándose en los rizos oscuros en la cima de sus muslos. Llevando una mano hacia estos, acarició la carne dulce, suave, que ocultaban. Sintiendo su estremecimiento.

Facilitando más la apertura de sus muslos, la ahuecó. Percibió como ella tomaba un rápido aliento. Abrió su boca y la besó más profundamente, después retrocedió suavizando el beso, dejando que sus labios se rozaran, tentando, dejando aflorar a sus sentidos lo suficiente como para que ella conociera y sintiera.

Sus alientos se mezclaron, febriles y urgentes; bajo los parpados pesados, sus ojos se encontraron, sosteniéndose.

La inmovilizó mientras desplazaba su mano y la tocaba. La rozó, la acarició y la recorrió íntimamente. Sus pechos se elevaron y descendieron; sus dientes se cerraron sobre su labio inferior cuando él la abrió. Mientras la excitaba, enorgulleciéndose del resbaladizo calor de su cuerpo, entonces despacio, deliberadamente, deslizó un largo dedo en ella.

La respiración de ella se quebró; sus ojos se cerraron. Su cuerpo se elevó bajo el de él.

– Quédate conmigo. -La acarició despacio, dentro, fuera, permitiendo que se acostumbrara a su toque, a la sensación.

Respirando desigualmente, ella se forzó a abrir los ojos; poco a poco, su cuerpo se aflojó.

Despacio, gradualmente, floreció para él.

Él vio como sucedía, observó al placer sensual elevarse y barrerla, miró sus ojos oscurecerse, sintió como sus dedos se tensaban hundiéndole las uñas en sus músculos.

Entonces su respiración se rompió. Arqueando la espalda con la cabeza echada hacia atrás, ella cerró los ojos.

– Bésame. -Una súplica desesperada-. Por favor, bésame. – Su voz se quebró en un grito ahogado mientras la sensación se forjaba, arrolladora, tensa.

– No. -Centró los ojos en el rostro de ella y empujó en su interior-. Quiero mirarte.

Ella luchaba por el aliento, aferrándose a la cordura.

– Acuéstate y deja que suceda. Déjate llevar.

Él vislumbró el brillante azul por debajo de sus pestañas. Deslizó otro dedo junto al primero y empujó más profundo, más rápido.

Y ella se rompió.

La observó alcanzar el clímax, escuchó el grito suave que se desprendió de sus labios inflamados, sintió contraerse su vaina, poderosa y apretadamente, luego relajarse con réplicas que ondeaban a través del calor aterciopelado.

Con sus dedos todavía dentro de ella, se inclinó y la besó.

Mucho tiempo, profundamente, dándole todo lo que podía, dejándola saborear su deseo, que viera su carencia y entonces, poco a poco, retrocedió.

Cuando retiró los dedos, acarició sus rizos mojados, luego levantó la cabeza, los dedos de ella estaban enredados en el pelo de su nuca, cerrados, apretados. Ella abrió los ojos, estudió su cara, para leer su decisión.

Él trató de retirarse para así dejarla respirar; para su sorpresa, ella ciñó su agarre, manteniéndole con ella.

Sostuvo su mirada y después se lamió los labios.

– Me debes un favor. -Su voz era un ronco susurro, con sus siguientes palabras se reforzó-. Cualquier cosa, dijiste. Así que prométeme que no te detendrás.

Él parpadeó.

– Leonora…

– No. Te quiero conmigo. No te detengas. No te alejes.

Él apretó los dientes. Le tomó desprevenido. Desnuda, tumbada bajo él, su cuerpo dócil después de aquello… y ella le pedía que la tomara.

– No es que yo no te desee.

Ella movió un muslo esbelto.

Él tomó aliento.

Gimió. Cerró los ojos. Pero no podía aislar sus sentidos. En tono grave y resuelto, él colocó las palmas de las manos sobre la cama y se impulsó, alejándose de su calor.

Abrió los ojos.

Y se detuvo.

Los de ella estaban inundados.

¿Lágrimas?

Ella parpadeó con fuerza, pero no retiró la mirada.

– Por favor. No me dejes.

Su voz se quebró en las palabras.

Algo dentro de él también lo hizo.

Su resolución, su certeza, se rompió.

La deseaba tanto que apenas podía pensar, aún así la última cosa que debería hacer era hundirse en su calor suave, tomarla, reclamarla, de esta manera, ahora. Pero no era inmune a la necesidad en sus ojos, una necesidad que él no podía situar, pero que sabía que tenía que llenarse.

A su alrededor, la casa estaba todavía silenciosa. Afuera de la ventana, la noche había descendido. Estaban solos, cubiertos por las sombras, desnudos en una amplia cama.

Y ella lo quería en su interior.

Él tomó un aliento profundo, inclinó la cabeza y entonces repentinamente se retiró y se sentó.

– De acuerdo.

Una parte de su mente bramaba: -¡No lo hagas!- Su sangre tronaba, y aún más, una onda de emocional convicción lo ahogó.

Se desató el pantalón, después se puso de pie para apartarlo. La miró por encima del hombro mientras se enderezaba, encontró sus ojos.

– Solamente recuerda que fue idea tuya.

Ella sonrió con la sonrisa de una dulce madonna, pero sus ojos permanecieron completamente alerta. Esperando.

Él la miró, luego buscó alrededor, rastreó donde había caído su ropa y había tirado su vestido. Sacudiéndolo, volvió las faldas al revés y volvió a la cama. Se dejó caer a su lado, metió un brazo bajo sus caderas elevándolas y extendió las faldas por debajo.

Echó un vistazo a su cara a tiempo para ver como una ceja delicada se arqueaba hacia arriba, pero ella no hizo ningún comentario, simplemente se recostó otra vez.

Buscó los ojos de él. Todavía esperando.

Ella leyó sus pensamientos como hacía a menudo.

– No voy a cambiar de opinión.

Él sintió que su cara se endurecía. Sintió el deseo rasgar a través de él.

– Que así sea.

CAPÍTULO 9

Ella se había enfriado; él no. Seriamente dudó de que ella tuviera alguna idea de lo que le había hecho, a qué nivel lo había llevado, especialmente estando desnudos en la oscuridad, solos en una casa totalmente vacía.

Era imposible deshacerse del aura de peligro ilícito; formaba parte de él, ni siquiera lo intentó. Ella había deseado aquello, a sabiendas. Cuando se tendió a su lado, apoyado sobre un codo y alargó la mano para llegar hasta ella, no trató de ocultarle nada, ninguna parte de él.

Menos aún el oscuro y primitivo deseo que le provocaba.

Sus ojos se habían adaptado hacía mucho; podían verse las caras y sus expresiones, incluso, considerando que estaban tan cercanos, las emociones en sus ojos. Sintió la agitación del temblor que la atravesó cuando la atrajo hacia él. Al mismo tiempo vio la determinación en su cara y no se detuvo.

La besó, no como antes sino como un amante a quien le habían dado rienda suelta. Entró como un conquistador, reclamándola con deseo, arrasando sus sentidos.

Al principio pasiva, esperando a ver, Leonora instintivamente se elevó a su desafío. Su cuerpo se despertó, volvió a la vida una vez más; levantó una mano, y enredó sus dedos una vez más en su cabello.

Se aferró fuertemente, y de nuevo, las llamas estallaron entre ellos. Esta vez, él no hizo ningún esfuerzo para sostenerlas, contenerlas; al contrario, las dejó prender. Deliberadamente las hizo arder con cada recorrido posesivo de sus ásperas palmas, cuando moldeó su cuerpo bajo el suyo, cuando reclamó cada pulgada de su suavidad, explorándola a voluntad, más íntimamente.

Ella se estremeció, y le dejó arrastrarla en el mar ardiente, la conflagración del deseo, la pasión y la simple e inevitable necesidad.

La tocó de modos que nunca se había imaginado, hasta que se aferró a él y sollozó. Hasta que fue inundada por el calor y el deseo, deseo que le quemaba con tanta ferocidad que sintió literalmente el fuego. Se desplazó sobre ella, separó sus muslos, y se colocó entre ellos. En la profunda oscuridad, era literalmente un dios, intenso y poderoso cuando, preparado sobre ella, la miró. Entonces inclinó la cabeza y volvió a tomar su boca, su total vitalidad, el hecho de que fuera todo hueso y músculo firme, caliente, y ardiente sangre, la capturó.

La erizada aspereza del vello de su piel le escocía, le raspaba, recordándole cuan suave era su propia piel, cuan sensible, cuan vulnerable e indefensa estaba contra su fuerza.

Él se movió hacia abajo, cogió una de sus rodillas y llevó la pierna hasta su cadera. Dejándola allí, la remontó con su palma, alrededor, hasta que encontró su superficie resbaladiza, hinchada, caliente y lista.

Luego presionó dentro, firme, caliente, y mucho más grande de lo que ella esperaba. Contuvo el aliento. Sintió el ensanchamiento de su cuerpo. Él presionó inexorablemente.

Jadeó, intentó abandonar el beso.

Él no la dejó.

En cambio, la dominó, la sostuvo atrapada, y despacio, lentamente, la llenó.

El cuerpo de Leonora se arqueó como el de él, se dobló, se apretó, se tensó contra su invasión. Él sintió la estrechez, la presión ejercida, pero no paró; presionó más y más profundo, hasta que la barrera, simplemente, cedió y se sumergió dentro. Y siguió.

Hasta que Leonora estuvo tan llena que apenas podía respirar, hasta que lo sintió palpitando fuerte y profundo dentro de ella. Sintió su cuerpo dar, rendirse y luego aceptar.

Sólo entonces Tristan se detuvo, manteniendo el control, su sólida realidad enterrada profundamente dentro de ella.

Dejó de besarla, abrió los ojos, miró los suyos a dos pulgadas de distancia. Sus alientos agitados y entrecortados, calientes y encendidos, se mezclaron.

– ¿Estás bien?

Las palabras la alcanzaron, profunda y gravemente; reflexionando en cómo se había sentido con el peso caliente de él dominándola, su dureza, su fuerza atrapándola en toda su extensión y tan vulnerable debajo. Con su erección enterrada íntimamente dentro de ella.

Asintió. Sus labios tenían hambre de los de él; los tocó, los probó, luego exploró con su lengua, probando su sabor único. Sintió más que oyó el gemido de él, entonces se movió dentro de ella.

Al principio solamente un poco, meciendo sus caderas contra ella.

Pero pronto no fue suficiente, para ninguno de los dos.

Lo que siguió fue un viaje de descubrimiento. Ella no había imaginado que la intimidad implicara esa necesidad, esa exigencia, esa satisfacción. Ese ardor, ese acaloramiento, esa complicidad. Él no volvió a hablar, no le preguntó lo que pensaba, ni le pidió permiso alguno cuando la tomó. Cuando la llenó, se hundió en su cuerpo, se envainó en su calor.

Sin embargo, desde el principio hasta el final, una y otra vez sus ojos tocaron los suyos, comprobando, tranquilizando, animando. Se comunicaron sin palabras, y ella lo siguió ansiosamente. Lascivamente.

A un paisaje de pasión.

Siguió ocurriendo, la revelación, escena tras escena, y comprendió hasta dónde podía llegar el simple acto de unirse.

Cuán cautivador era, cuán fascinante.

Cuán exigente, adictivo.

Y al final, cuando cayeron por el espacio y lo sintió con ella, cuán satisfactorio.

Considerando su experiencia, cabía esperar que se retirara antes de derramar su semilla. No quería eso; el instinto la llevó a hundir las uñas en sus nalgas y mantenerlo con ella.

La miró; casi a ciegas, sus ojos se encontraron. Entonces los cerró con un gemido, y dejó que sucediera, dejó que la última poderosa oleada lo arrastrara aún más profundo en ella, atándolos juntos cuando acabó en su interior.

Ella sintió su calor inundarla.

Sus labios se curvaron en una sonrisa satisfecha, y finalmente se dejó ir, sumergiéndose en el olvido.


Desplomado en la cama, Tristan trató de dar sentido a lo que había pasado.

Leonora estaba tendida sobre él, todavía íntimamente entrelazados. No sintió ningún impulso de retirarse. Ella estaba medio dormida; esperaba que permaneciera así hasta que encontrara la cordura.

Se había derrumbado sobre ella, saciado literalmente fuera de sí. Un nuevo acontecimiento. Más tarde, había despertado para rodar a un lado, llevándola con él. Había echado el cobertor sobre ellos para proteger sus miembros del enfriamiento que invadía la habitación.

Estaba oscuro, pero no era tarde. Nadie estaría excesivamente preocupado por su ausencia, todavía no. La experiencia le sugería que a pesar de que hubiera parecido un viaje a las estrellas, aún no serían las seis; tenía tiempo para considerar cómo estaban ahora, y la mejor manera de seguir adelante.

Tenía demasiada experiencia para no entender que generalmente seguir adelante solía significar entender en qué punto estaba uno.

Ése era su problema. No estaba del todo seguro de entender todo lo que acababa de ocurrir.

Ella había sido atacada; había llegado a tiempo para rescatarla, y habían entrado aquí. Hasta allí, todo parecía claro.

Entonces ella había querido darle las gracias y no había visto ninguna razón para no permitírselo.