– Tenía que ser algo que un comprador pudiera obtener con la casa. Si tu tío hubiera estado dispuesto a vender, ¿habría vaciado el taller de Cedric? -La miró-. Tengo la impresión de que fue olvidado, descartado de las mentes de todos. Difícilmente creo que se aplique a ninguna cosa de la biblioteca.

– Cierto. -Asintió, intentando domar sus caprichosos mechones-. No me habría molestado en ir al taller si no hubiera sido por los esfuerzos de Mountford. Sin embargo, creo que estás pasando por alto un punto. Si yo estuviera detrás de algo y tuviera una idea bastante buena de su ubicación, podría organizar comprar la casa, sin intención de completar la venta, me entiendes, y entonces preguntar si podía visitarla para tomar medidas de los cuartos para amueblarlos o remodelarlos. -Se encogió de hombros-. Lo bastante fácil para tener tiempo de echar un vistazo y tal vez llevarme cosas.

Él lo consideró, lo imaginó, y luego de mala gana hizo una mueca.

– Tienes razón. Eso nos deja con la posibilidad de que eso, lo que sea que es, podría estar en cualquier lugar secreto de la casa. -La miró-. Una casa llena de excéntricos.

Ella encontró su mirada y elevó las cejas, luego elevó la nariz y miró a otro lado.


Trentham se presentó al día siguiente y barrió las reservas de ella con invitaciones para un preestreno especial de la última exhibición en la Royal Academy.

Ella le lanzó una mirada severa mientras la hacía pasar por las puertas de la galería.

– ¿Todos los condes tienen semejantes privilegios especiales?

Él encontró su mirada.

– Sólo los condes especiales.

Ella curvó los labios antes de mirar a otro lado.

Tristan no había esperado ganar demasiado de esa excursión, que en su mente era sólo un ejercicio menor en una estrategia mayor. En lugar de eso, se encontró absorto en una animada discusión sobre las cualidades de los paisajes en los retratos.

– ¡La gente está tan viva! Es de lo que trata la vida.

– Pero los lugares son la esencia del país, de Inglaterra… la gente es una función del lugar.

– ¡Tonterías! Sólo mira a este vendedor de fruta y verdura. -Ella indicó un excelente bosquejo de un hombre con una carretilla-. Una mirada y sabes perfectamente de dónde viene, incluso de qué distrito de Londres. La gente personifica el lugar… y también son una representación de él.

Estaban en uno de los cuartos más pequeños de la laberíntica galería; por el rabillo del ojo, Tristan vio que el otro grupo que había en la habitación se movía saliendo por la puerta, dejándolos solos.

Apoyada en su brazo, estudiando una animada escena fluvial poblada con medio regimiento de trabajadores portuarios, Leonora no lo había notado. Obedeciendo al tirón que le dio él, caminó hacia la siguiente obra, un paisaje sencillo y simple.

Leonora hizo un sonido dubitativo, volvió a mirar la escena fluvial, y luego a él.

– No puedes esperar que crea que prefieres un paisaje vacío antes que un dibujo con gente.

Él le miró el rostro. Leonora estaba cerca; sus labios, su calidez, lo llamaban. Apoyaba la mano confiadamente en su brazo.

El deseo y más, surgió inesperadamente.

No intentó enmascararlo, ocultarlo de su cara o sus ojos.

– La gente en general no me interesa. -Encontró su mirada, dejó que su voz se hiciera más profunda-. Pero hay una imagen de ti que me gustaría volver a ver, volver a experimentar.

Ella sostuvo su mirada. Un suave rubor subió lentamente por sus mejillas, pero no apartó la mirada. Sabía exactamente en qué imagen estaba pensando… ella desnuda y ansiosa bajo él. Tomó aire brevemente.

– No deberías decir eso.

– ¿Por qué no? Es la verdad.

La sintió temblar.

– No va a suceder… nunca volverás a ver esa imagen.

La estudió, se sintió a la vez humilde y sorprendido de que ella no lo viese por lo que era… que creyera, no ingenuamente sino con simple convicción, que si se mantenía firme, él no traspasaría los límites del honor y la tomaría.

Estaba equivocada, pero valoraba su confianza, la atesoraba demasiado como para sacudirla innecesariamente.

Así que enarcando una ceja, sonrió.

– En eso me temo que es poco probable que estemos de acuerdo.

Como había anticipado, ella se puso rígida, elevó la nariz y se giró hacia la siguiente obra de arte.


Tristan dejó pasar un día -un día que en el que se dedicó a comprobar sus variados contactos, todos ellos con la tarea de encontrar a Montgomery Mountford- antes de volver a Montrose Place e inducir a Leonora para que lo acompañara en un paseo hasta Richmond. Lo había planificado con antelación; el Star and Garter * era aparentemente el lugar para ver y ser visto.

Era el aspecto “ser visto” el que necesitaba.

Leonora se sintió curiosamente despreocupada mientras caminaba bajo los árboles, con la mano unida a la de Trentham. No era precisamente de rigueur [*], pero cuando ella lo había señalado, él simplemente había enarcado una ceja y continuado sosteniendo su mano.

Su disposición era debida a él; no podía imaginar sentirse de esta manera con cualquier otro caballero conocido. Sabía que era peligroso, que echaría de menos la inesperada cercanía, los totalmente imprevistos momentos compartidos -la sutil emoción de caminar al lado de un lobo- cuando finalmente se diera por vencido y le dijera adiós.

No le importaba. Cuando el momento llegara, se desanimaría, pero por ahora estaba decidida a agarrar el momento, un efímero intermedio mientras la primavera florecía. Ni en sus sueños más salvajes había imaginado que semejante estado de tranquilidad se pudiera elevar de la intimidad, de un simple acto de intercambio físico.

No habría ninguna repetición. A pesar de lo que Trentham pensara, él no había tenido intención de que pasara en primer lugar, y sin importar lo que dijera, no precipitaría otro encuentro contra los deseos de ella. Ahora que sabía que Trentham se sentía obligado por su honor a casarse con ella, sabía que era mejor no yacer de nuevo con él. No era tan tonta como para tentar más al destino.

Sin importar lo que sintiera estando con él.

Sin importar lo mucho que la tentara el destino.

Le lanzó una mirada ladeada.

Él la captó, enarcó una ceja.

– Un penique por tus pensamientos.

Ella sonrió, negó con la cabeza.

– Mis pensamientos son demasiado valiosos. -Demasiado peligrosos.

– ¿Qué valor tienen?

– Más del que posiblemente puedas pagar.

Cuando no respondió inmediatamente, ella lo miró.

Él encontró su mirada.

– ¿Estás segura?

Leonora estaba a punto de descartar la pregunta con una sonrisa, cuando leyó el verdadero significado en sus ojos. Se dio cuenta en un arrebato de entendimiento que, tan frecuentemente como solía suceder, sus pensamientos y los de ella estaban muy en sintonía. Que él sabía lo que había estado pensando… y muy literalmente quería decir que pagaría lo que ella pidiera…

Estaba todo en sus ojos, grabado en el cristalino castaño, agudo y claro. Ahora raramente adoptaba su máscara con ella, no cuando estaban en privado.

Habían aflojado el paso; se detuvieron. Leonora aspiró con fuerza.

– Sí. -Sin importar el precio que él estuviera preparado para pagar, ella no podía -no debía- aceptar.

Se quedaron quietos encarándose, mientras pasaba un largo momento. Debería haberse vuelto incómodo, pero, como en la galería, un entendimiento más profundo -la aceptación de cada uno por el otro- lo previno.

Al final, él simplemente dijo:

– Ya veremos.

Leonora sonrió, fácilmente, amigablemente, y continuaron su paseo.

Después de examinar los ciervos y deambular bajo los robles y las hayas, volvieron a su carruaje y se dirigieron al Star and Garter.

– No he estado aquí desde hace años -admitió ella mientras tomaba asiento en una mesa al lado de la ventana-. No desde el año que fui presentada.

Leonora esperó mientras él ordenaba té y bollos, luego dijo:

– Tengo que admitir que me es difícil verte como un hombre joven en la ciudad.

– Probablemente porque nunca fui uno. -Se echó hacia atrás, sostuvo su mirada-. Me metí en la Guardia a los veinte, más o menos directo desde Oxford. -Se encogió de hombros-. Era la ruta aceptada en mi rama familiar… éramos el brazo militar.

– Así qué, ¿dónde estuviste destinado? Debiste asistir a bailes en la ciudad más cercana, ¿no?

Tristan la mantuvo entretenida con historias de sus proezas, y las de sus pares, y luego desvió el tema sacándole a ella recuerdos de su primera temporada. Leonora tenía lo suficiente para contar y ofrecer una historia decente; si él se dio cuenta de que sus relatos estaban retocados, no dio señal de ello.

Se movieron hacia sus observaciones de la alta sociedad y sus presentes habitantes cuando un grupo en una mesa cercana, levantándose para marcharse, volcó una silla. Ella miró alrededor, y se dio cuenta, por las miradas fijas de las tres muchachas y su madre, que la razón de la conmoción era que toda su atención había estado centrada en ellos.

La madre, una matrona vestida con demasiada elegancia, les lanzó una mirada altanera y apretó los labios, y después se movió para reunir a sus chicas.

– ¡Vamos, niñas!

Dos se movieron para obedecer; la tercera se quedó mirando más tiempo, después se volvió y siseó, su susurro claramente audible:

– ¿Dijo Lady Mott cuándo sería la boda?

Leonora continuó mirando a las espaldas que se alejaban. Sus sentidos daban vueltas, lanzándose en todas direcciones; mientras escena tras escena se reproducía en su mente, se sintió helada, después acalorada. Enojo, una erupción más poderosa que ninguna que hubiera conocido, la sobrepasó. Lentamente, giró la cabeza, y encontró la mirada de Trentham.

No leyó en la mirada castaña ninguna onza de arrepentimiento, ni siquiera un indicio de exculpación, sino simple, clara e inequívoca confirmación.

– Eres malvado -susurró la palabra. Sus dedos se apretaron contra el asa de la taza de té.

Los ojos de él ni siquiera parpadearon.

– No te lo recomendaría.

No se había movido de su postura repantigada, pero ella sabía lo rápido que se podía mover.

De repente se sintió mareada, aturdida; no podía respirar. Se levantó de la silla.

– Déjame salir de aquí.

Su voz tembló pero él actuó; Leonora fue vagamente consciente de que la estaba mirando con mucha atención. La sacó al exterior, barrió a un lado todos los obstáculos; ella estaba demasiado alterada para mantener su orgullo y no tomar ventaja de la huida que él había arreglado.

Pero en el instante que sus botas de media caña tocaron la hierba del parque, apartó de un tirón la mano de su brazo y se marchó a zancadas. Lejos de él. Lejos de la tentación de golpearlo… intentar golpearlo; sabía que él no la dejaría.

La bilis le quemó en la garganta; había pensado que él estaba fuera de su ambiente en la alta sociedad, pero era ella la que había tenido los ojos cerrados. Engañada como una tonta por un lobo… ¡que ni siquiera se había molestado en llevar un disfraz de cordero!

Apretó los dientes para evitar soltar un grito, uno dirigido a sí misma. Había sabido cómo era Trentham desde el principio… un hombre extraordinariamente despiadado.

Abruptamente, se detuvo. El pánico no la llevaría a ninguna parte, especialmente con un hombre como él. Tenía que pensar, tenía que actuar… de la forma correcta.

Así que, ¿qué había hecho él? ¿Qué había conseguido realmente? ¿Y cómo podía ella negarlo o dar marcha atrás?

Se quedó quieta mientras sus sentidos lentamente se recolocaban. Descendió algo de calma sobre ella; no estaba -no podía estar- tan mal como pensaba.

Se dio la vuelta y no se sorprendió en lo más mínimo al descubrirlo a dos pies de ella, mirándola.

Cuidadosamente.

Lo miró a los ojos.

– ¿Le has dicho a alguien algo sobre nosotros?

La mirada de él no vaciló.

– No.

– Así que esa muchacha estaba simplemente… -Leonora gesticuló con ambas manos.

– Extrapolando.

Ella entrecerró los ojos.

– Como sabías que haría todo el mundo.

Tristan no respondió.

Leonora continuó lanzándole dagas mientras la comprensión de que no todo estaba perdido, que él no había creado una trampa social de la que ella no pudiera salir simplemente, se filtró en su interior. Su mal humor remitió; su molestia no.

– Esto no es un juego.

Pasó un momento antes de que él dijera:

– Toda la vida es un juego.

– ¿Y juegas para ganar? -Infundió a las palabras algo cercano al desdén.

Él se removió, después estiró la mano y le tomó la suya.