Lo suficiente para darse cuenta.
¡Era demasiado peligroso en cualquier sitio!
No porque estuviera equivocado, sino porque estaba absolutamente en lo cierto.
Simplemente el oírle decir las palabras había intensificado su necesidad, profundizado ese acalorado anhelo, el vacío que sabía que Tristan podía llenar, y lo haría. Quería, desesperadamente, volver a conocer el placer de tenerlo unido a ella.
Se apartó de sus brazos.
– No… no podemos.
Él la miró. Parpadeó aturdidamente.
– Sí podemos. -Las palabras fueron pronunciadas con simple convicción, como si le estuviera asegurando que podían caminar por el parque.
Leonora lo miró fijamente. Se dio cuenta de que no había esperanza de discutir convincentemente con él; nunca había sido una buena mentirosa.
Antes de que le pudiera agarrar la muñeca, como hacía normalmente, y la arrastrara a una cama, se giró y huyó.
Por el pasillo. Lo sintió detrás de ella; dio un viraje brusco y abrió de golpe una de las muchas puertas. Entró apresurada.
Su boca se abrió en una silenciosa O. Se detuvo, balanceándose sobre los pies dentro de un gran armario de ropa blanca. Estaban al lado del comedor; manteles y servilletas estaban apilados ordenadamente en estantes a cada lado. Al final del pequeño cuarto, llenando el hueco entre los estantes, había un banco para doblar ropa.
Antes de que se pudiera girar, sintió a Trentham detrás. Llenando el umbral de la puerta, bloqueándole la salida.
– Excelente elección.
Su voz ronroneó, profunda y oscura. Su mano le acunó el trasero; la empujó hacia delante, entrando tras ella.
Cerrando la puerta.
Ella se dio la vuelta.
Tristan la cogió en brazos, acercó los labios a los suyos y soltó sus riendas. La besó hasta hacerle perder el sentido, dejó que el deseo gobernara, dejó que las pasiones reprimidas durante la semana pasada se vertieran sobre él.
Ella se hundió contra él, atrapada en la fuerte tormenta. Él absorbió su respuesta. Sintió sus dedos tensándose, luego sus uñas clavándosele en los hombros mientras le respondía, lo aplacaba, luego lo atormentaba.
Lo incitaba.
Por qué había elegido esto en vez de una cama, no tenía ni idea; tal vez quería expandir sus horizontes. Estaba más que dispuesto a adaptarse, demostrarle que todo podía ser realizado, incluso en semejantes entornos.
Una estrecha claraboya sobre la puerta dejaba entrar un rayo de luz de luna, lo suficiente para que Tristan pudiera ver. Su vestido le recordaba un mar azotado por una tormenta del que se elevaban sus senos, acalorados e hinchados, anhelando que los tocara.
Cerró las manos sobre ellos y la escuchó gemir. Escuchó la súplica, la urgencia en el sonido.
Estaba tan caliente, tan necesitada, como él. Con los pulgares, rodeó sus pezones, duros guijarros bajo la seda, apretados, calientes, y deseosos.
Hundiéndose más profundamente en su boca, saqueando evocadoramente, deliberadamente, presagiando lo que iba a suceder, abandonó sus pechos y rápidamente se ocupó de los lazos, dejó que el oscuro vestido cayera sobre la línea de su cintura mientras encontraba y liberaba los pequeños botones en el frente de su camisola.
Apartó las tiras de sus hombros, la desnudó hasta la cintura; sin romper el beso, le puso las manos en la cintura y la levantó, la sentó en el banco, acunó sus pechos, uno en cada mano, rompió el beso e inclinó la cabeza para rendirles homenaje.
Ella jadeó, sus dedos se apretaron más contra la cabeza de él, arqueó la columna mientras él se daba un festín. Su respiración era entrecortada, desesperada; continuó sin piedad, lamiéndola, luego chupándola, hasta que ella sollozó.
Hasta que su nombre salió de sus labios en un suplicante grito sofocado.
– Tristan.
Él lamió un torturado pezón, luego levantó la cabeza. Volvió a tomar sus labios en un beso abrasador.
Le levantó las faldas, arrugó sus enaguas alrededor de la cintura, separándole las rodillas mientras lo hacía, colocándose entre ellas.
Agarró su desnuda cadera con una mano.
Recorrió con los dedos de la otra la sedosa cara interior de un muslo, y acunó su sexo.
La sacudida que la recorrió casi lo puso de rodillas. Lo obligó a romper el beso, aspirar una gran cantidad de aire, y buscar desesperadamente una pequeña cantidad de control.
Suficiente para reprimirse y no tomarla de inmediato.
Tristan se acercó más, separándole más las rodillas, abriéndola a su contacto. Los párpados de ella revolotearon; sus ojos relucieron a través de la pantalla de sus pestañas.
Sus labios estaban hinchados, abiertos, su respiración desigual, sus pechos montículos de alabastro que se elevaban y descendían, su piel de color perla bajo la luz plateada.
Él encontró su mirada, la atrapó, la sostuvo mientras deslizaba un dedo en su apretada vaina. La respiración de ella se paró, luego salió apresurada cuando él llegó más profundamente. Los dedos de Leonora se hundieron en la parte superior de los brazos de Tristan. Estaba resbaladiza, húmeda, tan caliente que lo escaldaba. No quería nada más que hundir su dolorida erección en ese atrayente calor.
Las miradas de ambos se unieron, la preparó, presionando profundamente, moviendo la mano para que estuviera completamente preparada, soltándole la cadera para desabrocharse los pantalones, después guiándose hacia su entrada. Agarrándole las caderas, la sujetó y se abrió camino.
Mirándole la cara, mientras ella lo observaba, mientras presionaba más profundamente. Soltando su cadera, estiró la mano en su trasero, y la empujó hacia delante. Con la otra mano le levantó la pierna.
– Rodéame las caderas con las piernas.
Ella aspiró entrecortadamente y lo hizo. Sujetándole el trasero con ambas manos, Tristan la llevó al borde del banco y presionó en ella, pulgada a pulgada, sintiendo el cuerpo de Leonora cediendo, aceptándole y tomándolo.
Los ojos de ambos permanecieron unidos cuando sus cuerpos se juntaron; cuando finalmente Tristan empujó la última pulgada, incrustándose dentro de ella, Leonora se quedó sin aliento. Sus pestañas descendieron, sus ojos se cerraron, su rostro apasionado quedó en blanco mientras saboreaba el momento.
Estaba en ella, mirándola, sabiendo, sintiendo.
Sólo cuando las pestañas de Leonora se abrieron con un revoloteo y volvió a encontrar su mirada, Tristan se movió.
Lentamente.
Su corazón tronaba, sus demonios estaban embravecidos, el deseo latía con fuerza en sus venas, pero mantuvo un rígido control… el momento era demasiado valioso como para perderlo.
La intimidad era asombrosa cuando salió lentamente, y luego la volvió a llenar, y vio los ojos de Leonora oscurecerse todavía más. Repitió el movimiento, al ritmo de los latidos de ella, de su necesidad, de su urgencia… no una necesidad dura y controladora como la suya, sino un hambre más suave y femenina.
Una que necesitaba saciar incluso más que la propia.
Así que mantuvo el ritmo lento, y la vio elevarse, vio sus ojos vidriarse, escuchó su respiración estrangulándose… la vio deshacerse entre sus brazos. Escuchó sus gritos hasta que la tuvo que besar para acallar los reveladores sonidos, la sinfonía más dulce que jamás había escuchado.
La sostuvo, hundido profundamente en su cuerpo, profundamente en su boca, cuando ella tembló, se fracturó y su orgasmo lo rodeó. Supuso sólo una efímera sorpresa cuando Leonora lo llevó con ella.
Al éxtasis.
La danza lenta, caliente y profundamente satisfactoria se redujo, se detuvo. Los dejó unidos, juntos, respirando con fuerza, las frentes tocándose. Los fuertes latidos de sus corazones les llenaban los oídos. Sus pestañas se levantaron, las miradas se tocaron.
Los labios se rozaron, los alientos se mezclaron.
Su calidez los sostuvo.
Estaba enfundado hasta la empuñadura en su ajustado calor, y no sentía el deseo de moverse, de romper el hechizo. Los brazos de ella le rodeaban el cuello, sus piernas las caderas. Leonora no hizo ningún esfuerzo por cambiar de posición, por apartarse… por dejarlo.
Parecía todavía más aturdida, más vulnerable, que él.
– ¿Estás bien?
Tristan susurró las palabras, vio cómo los ojos de ella se centraban.
– Sí. -La respuesta vino en una suave exhalación. Se lamió los labios, miró brevemente los suyos. Se aclaró la garganta-. Eso fue…
Leonora no pudo encontrar una palabra que fuera suficiente.
Las comisuras de la boca de Tristan se elevaron.
– Estupendo.
Encontrando su mirada, no supo que otra cosa hacer excepto asentir. Sólo se pudo preguntar por la locura que la había embargado.
Y el hambre, la cruda necesidad que la había atrapado.
Los ojos de Tristan eran oscuros, pero más suaves, no tan agudos como solían ser. Pareció sentir su asombro; curvó los labios. Los pegó a los de ella.
– Te deseo. -Sus labios se volvieron a rozar-. De todas las maneras posibles.
Escuchó la verdad, reconoció su tono. Tuvo que preguntarse.
– ¿Por qué?
Él le empujó la cabeza hacia atrás, posó los labios sobre su mentón.
– Por esto. Porque nunca tendré suficiente de ti.
Leonora pudo sentir el poder de su apetito elevándose de nuevo. Sintiéndolo en su interior, creciendo la sensación, más definida.
– ¿Otra vez? -escuchó con aturdido asombro su propia voz.
Tristan respondió con un bajo gruñido que podría haber sido una risita muy masculina.
– Otra vez.
Nunca debería haber aceptado -consentido- esa segunda acalorada unión sobre los manteles.
Bebiendo té en la mesa del desayuno a la mañana siguiente, se hizo el firme propósito de no ser tan débil en el futuro… durante el resto del mes que les quedaba. Trentham, Tristan, como había insistido que lo llamara, finalmente la había acompañado de vuelta a la sala de recepción con un aire de propietario, engreído y totalmente masculino que encontró extremadamente irritante. Especialmente, dado que sospechaba que su engreimiento derivaba de su afianzada creencia de que encontraría hacer el amor tan adictivo que aceptaría a ciegas casarse con él.
El tiempo le enseñaría su error. Mientras tanto, la obligaba a ejercitar un cierto grado de cautela.
Después de todo, nunca había tenido la intención de consentir una primera unión, mucho menos la segunda.
No obstante… había aprendido más, definitivamente le añadió una provisión de experiencia. Dados los términos de su acuerdo, no tenía nada que temer… el impulso, la necesidad física que los había unido se desvanecería gradualmente; una indulgencia ocasional no era tan grave.
Excepto por la posibilidad de un niño.
La noción flotó en su mente. Estirando la mano para coger otra tostada, la consideró. Consideró, sorprendida, su inicial reacción impulsiva hacia ella.
No era lo que había esperado.
Con un ceño creciendo alrededor de sus ojos, esperó a que el sentido común se reafirmara.
Finalmente reconoció que su interacción con Trentham le estaba enseñando y revelando cosas de sí misma que nunca había sabido.
Que ni siquiera había sospechado.
Durante los siguientes días, se mantuvo ocupada, estudiando los diarios de Cedric y ocupándose de Humphrey y Jeremy y la habitual secuencia de vida diaria en Montrose Place.
Por las noches, sin embargo…
Se empezó a sentir como una perenne Cenicienta, yendo a baile tras baile y noche tras noche acabando inevitablemente en brazos de su príncipe. Un príncipe extremadamente guapo y dominante que nunca fracasaba, a pesar de su firme resolución, en hacerle perder la cabeza… y llevarla a un lugar privado donde podían satisfacer sus sentidos, y esa llameante necesidad de estar juntos, de compartir sus cuerpos y ser uno.
El éxito de Tristan era alarmante; no tenía ni idea de cómo lo conseguía. Incluso cuando evitaba la obvia elección de entretenimiento, adivinando a qué evento esperaría él que asistiera y yendo a algún otro, nunca fallaba en materializarse a su lado en el instante que entraba en el salón.
Y respecto a su conocimiento de las casas de sus anfitrionas, eso estaba empezando a bordear lo extraño. Había pasado más tiempo que él en la alta sociedad, y más recientemente, y aún así, con infalible precisión la llevaba a un pequeño salón, o a una retirada biblioteca o a un estudio, o a una estancia en el jardín.
Para cuando terminó la semana, se estaba empezando a sentir seriamente perseguida.
Empezaba a darse cuenta que era posible que hubiera subestimado el sentimiento entre ellos.
O, incluso más aterrador, que hubiera calculado completamente mal la naturaleza de aquel sentimiento.
CAPÍTULO 12
Había poco que Tristan no supiera sobre cómo establecer una red de informadores.
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