En su fuero interno sacudió la cabeza -¿cómo lo hacía?-, fue directamente a la ventana, se detuvo y miró hacia el jardín cubierto de niebla. Fuera no había luna, ni distracción alguna. Oyó el chasquido de la puerta al cerrarse, luego sintió a Tristan acercándose. Tomando aire, se giró para enfrentarlo, puso la palma en su pecho para contenerlo.

– Yo quiero hablar de cómo me ves.

Él en apariencia no parpadeó, pero ella obviamente había tocado un tema que no esperaba.

– ¿Qué?

Ella lo frenó con una mano levantada.

– Se me hace cada vez más claro que me ves como algún tipo de desafío. Y los hombres como tú son estructuralmente incapaces de dejar pasar un desafío. -Lo miró con severidad-. ¿Tengo razón al pensar que ves el conseguir que acepte a casarnos bajo esa luz?

Tristan le devolvió la mirada. Cada vez más cauteloso. Era difícil pensar en qué otra forma podía verlo.

– Sí.

– ¡Ajá! Mira, ese es nuestro problema.

– ¿Cuál es el problema?

– El problema es que eres incapaz de aceptar mi “no” como respuesta.

Apoyando su hombro contra el marco de la ventana, él bajó la mirada hacia su cara, hacia los encendidos ojos de ella con entusiasmo ante su supuesto descubrimiento.

– No te sigo.

Ella hizo un sonido despectivo.

– Por supuesto que sí, sólo que no quieres pensar en ello porque esto no encaja con tus antes señaladas intenciones.

– Se paciente con mi confundida mente masculina y explícate.

Ella le lanzó una sufrida mirada.

– No puedes negar que un buen número de damas han, y lo harán una vez empiece propiamente la temporada, intentando atraer tu atención.

– No. -Esa era una de las razones de que él estuviera a su lado, uno de los motivos por el cual quería lograr un acuerdo para casarse cuanto antes-. ¿Qué tienen que ver ellas con nosotros?

– No con nosotros tanto como contigo. Tú, como la mayor parte de los hombres, aprecias poco lo que se puede obtener sin luchar. Comparas la lucha por algo con su valor, cuanto más dura y más difícil es la lucha, más valioso es el objeto obtenido. Tanto en la guerra, como con las mujeres. Cuanto más se resiste una mujer, más deseable se hace.

Fijó en él su clara mirada azul del color de las vincas.

– ¿Tengo razón?

Él pensó antes de asentir.

– Es una hipótesis razonable.

– Efectivamente, pero ¿ves dónde nos deja eso?

– No.

Ella resopló exasperada.

– Quieres casarte conmigo porque yo no quiero casarme contigo, no por cualquier otra razón. Este -agitó ambas manos- primitivo instinto tuyo te está impulsando y lo que obstaculiza el desvanecimiento de nuestra atracción. Se marchitaría pero…

Él alargó la mano, cogió una de las manos que ella blandía, y le dio un tirón. Leonora aterrizó contra su pecho, jadeó cuando sus brazos se cerraron a su alrededor. Él sintió su cuerpo reaccionar como siempre le ocurría, como siempre hacía.

– Nuestra mutua atracción no se ha desvanecido.

Ella contuvo el aliento.

– Eso es porque estás confundiendo esto… -Sus palabras se esfumaron cuando él bajó la cabeza. -¡He dicho que sólo hablaríamos!

– Eso es ilógico.

Le rozó los labios con los suyos, satisfecho cuando ella se aferró. Él cambió, colocándola más cómodamente en sus brazos. Acomodó sus caderas, la suave curva de su estómago acunando su erección. La miró a los ojos, amplios, oscurecidos. Sus labios se curvaron, pero no en una sonrisa.

– Estás en lo correcto, es un instinto primitivo el que me conduce. Pero escogiste el incorrecto.

– ¿Qué?

Su boca estaba abierta, él la llenó. Tomó posesión con un largo, lento y cuidadoso beso. Ella trató de resistirse, contenerse, pero luego se rindió.

Cuándo, finalmente, él levantó la cabeza, ella suspiró y murmuró.

– ¿Qué hay de ilógico en hablar?

– No es consistente con tu conclusión.

– ¿Mi conclusión? -Ella parpadeó-. Aún no llegué a una conclusión.

Él rozó sus labios otra vez así que ella no vio su sonrisa lobuna.

– Déjame exponértelo. Si, como supones, la única razón por la que quiero casarme contigo, la única razón verdadera que guía nuestra mutua atracción, es que te resistes, ¿por qué no dejas de resistirte y vemos qué pasa?

Ella le miró aturdida.

– ¿No resistirme?

Él se encogió de hombros ligeramente, su mirada cayó sobre sus labios.

– Si estás en lo cierto, demostrarás que tienes razón.

Tomó sus labios y su boca otra vez, antes de que ella pudiera considerar qué pasaría si estuviera equivocada.

Su lengua acarició la suya; ella tembló con delicadeza, luego le devolvió el beso. Dejó de resistirse, lo que generalmente le ocurría cuando habían alcanzado este punto; él no era lo bastante tonto como para creer que significaba algo más y que ella interiormente se había retractado y decidido tomar lo que le ofrecía, todavía firmemente convencida de que el deseo entre ellos disminuiría.

Él sabía que no era así, al menos de su parte. Lo que sentía por ella era completamente diferente a cualquier otra cosa que hubiera sentido antes, por cualquier otra mujer, o por alguien en absoluto. Se sentía protector, profundamente posesivo hasta los huesos, e incuestionablemente acertado. Era la claridad de aquella convicción lo que lo llevaba a tenerla una y otra vez, aún en el filo de las decididas negativas de ella, demostrándole la inmensidad y la profundidad, el creciente poder de todo lo que crecía entre ellos.

Una revelación aturdidora en cualquier circunstancia, pero él se puso a retratar la sensual realidad entre ellos en descarados y vívidos colores de la mejor manera posible para impresionar a Leonora con su poder, su potencia, su indiscutible sinceridad.

Ella lo sintió, interrumpió el beso, desde debajo de sus pesados párpados se encontró con los ojos de él. Suspiró.

– Realmente intenté que esta noche sólo bailáramos.

No había ninguna resistencia, ninguna renuencia, sólo aceptación.

Él cerró sus manos alrededor de su trasero y se movió sugestivamente contra ella. Inclinó la cabeza para rozar sus labios.

– Vamos a bailar pero no precisamente un vals.

Los labios de ella se curvaron. Su mano apretó la nuca de él, acercándolo.

– Toca nuestra propia música, entonces.

Él tomó su boca, y deliberadamente dejó el control de lado.

El diván en ángulo de la ventana era el lugar obvio para ponerla, tumbarse junto a ella y darse un festín sobre sus pechos. Hasta que sus jadeos suaves se tornaron urgentes y necesitados, hasta que se arqueó y sus dedos se adhirieron a su cráneo.

Suprimiendo una sonrisa triunfante, Tristan bajó deslizándose por el sofá cama, levantando sus faldas, las sujetó en su cintura para descubrir las caderas, y sus largas y esbeltas piernas. Trazando las curvas, sondeando primero con sus dedos, luego apasionado separó sus muslos, abriéndola.

Entonces inclinó la cabeza y puso los labios en su suavidad.

Ella gritó, trató de coger sus hombros, pero estaban más allá de su alcance. Sus dedos enredados en su cabello, se aferró a él cuando él mojó, lamió, y luego ligeramente succionó.

– ¡Tristan! No.

– Sí.

La sujetó y presionó más profundo, saboreando su ácido gusto, paso a paso y a sabiendas abriendo más su muslo…

Ella estaba temblando en el punto álgido del clímax, cuando él se desplazó, liberó su erección de los confines de su pantalón, y se elevó sobre ella. Ella agarró sus antebrazos, le hundió profundamente las uñas, alzando sus rodillas para apretarle las caderas. La sensual súplica cinceló cada línea de la cara de ella; la urgencia condujo a su agitado cuerpo a moverse inquieto ante la tan atractiva necesidad de su parte inferior.

Se arqueó y su miembro entró en ella; profundamente, enloqueciéndola y ella culminó, en una gloriosa liberación de tensión. Él, perdiendo el control, buscó su liberación. Ella se aferró, sollozó, y lo igualó, tan comprometida como él cuando escalaron la cima, con cada empuje poderoso subían en espiral hacia el abismo, entonces la tensión se astilló, se fracturó, desapareció, y se elevaron precipitándose en el sublime calor compartido.

En aquel momento en el que todas las barreras desaparecieron, y sólo eran él y ella, unidos en honesta desnudez, envueltos en aquella poderosa realidad.

Con sus pechos alzándose y bajando, el palpitar de sus corazones, el caliente fluir bajo la piel, esperaron, encerrados en una intimidad compartida, a que el éxtasis disminuyera. Sus miradas se encontraron, se sostuvieron, ninguno hizo ningún movimiento para cambiar de posición, para separarse.

Ella levantó una mano, delineó su mejilla. Sus ojos lo buscaron preguntándole…

Él giró la cabeza, presionó un beso en su palma.

Supo, cuando ella respiró profundamente que, aunque su cuerpo y sus sentidos todavía estaban sumergidos en la dicha, su mente se había liberado; ya había vuelto a ponerse a pensar.

Resignado, examinó sus ojos. Levantó una ceja.

– Tú dijiste que yo había escogido el instinto primitivo incorrecto, que no era la respuesta a un desafío lo que te conducía. -Ella sostuvo su mirada-. ¿Si no es esto, entonces qué? ¿Por qué, -agitó débilmente una mano-, estamos aquí?

Él conocía la respuesta, no pudo ocultar una sonrisa.

– Estamos aquí porque te deseo.

Ella emitió un sonido burlón.

– Esto es sólo lujuria.

– No. -Él la presionó y ganó su completa atención-. No es sólo lujuria. Pero tú no oyes lo que te digo. Te deseo. No a cualquier otra mujer; no hay otra. Sólo a ti.

Ella frunció el ceño. Sus labios se torcieron, no en una sonrisa.

– Es por eso que estamos aquí. Es por eso que te perseguiré cueste lo que cueste hasta que estés de acuerdo en ser mía.


Sólo a ti.

Bebiendo a sorbos el té en la mesa del desayuno a la mañana siguiente, Leonora examinó aquellas palabras.

No estaba del todo segura de que hubiera entendido las implicaciones, lo que Tristan había querido transmitirle. Los hombres, al menos los de aquel tipo, eran una especie desconocida para ella; se sintió incómoda atribuyéndole demasiado significado, o el significado que ella quería, a su frase.

Habían más complicaciones.

La facilidad con la cual él había derribado sus decididas intenciones en la Casa Huntly tal como lo había hecho durante la tarde anterior, le hizo pensar que creer que podría resistirse a su experta seducción era una esperanza francamente absurda.

No más fingimiento sobre aquel tema; si seriamente quisiera negarlo, tendría que desenterrar un cinturón de castidad. Y aún entonces… él casi seguramente podría abrir cerraduras.

Y había más cosas aún que considerar.

Si bien era absolutamente obvio que probar su hipótesis de no resistirse jugaba a favor de él, si estaba en lo cierto en su valoración de la razón detrás de la pasión, entonces no oponerse a la idea de casarse con él, verdaderamente hacía disminuir su interés.

¿Pero qué si esto no sucedía?

Había pasado la mitad de la noche preguntándose, imaginando…

Un carraspeo de Castor la trajo a la realidad; no tenía idea de cuanto tiempo había estado vagando su mente, atrapada por un panorama inesperado, encantada con una perspectiva que pensó, hacía mucho había dejado en el pasado. Frunciendo el ceño, apartó su tostada sin probarla y se levantó.

– Cuando el lacayo lleve a Henrietta a pasear, por favor dígale que me llame, hoy los acompañaré.

– Por supuesto, señorita.

Castor se inclinó cuando ella abandonó el salón.


Esa tarde, Leonora, junto a Mildred y Gertie, entraba en el salón de baile de la Señora Catterthwaite. Habían llegado ni temprano ni tarde. Después de saludar a la anfitriona, se unieron a los demás. Cada día que pasaba, más aristócratas retornaban a la ciudad y los lugares se volvían inconmensurablemente más abarrotados.

El salón de baile de la señora Catterthwaite era pequeño y estrecho. Acompañó a sus tías donde un grupo de sillas y sillones daba a las invitadas más ancianas un lugar para sentarse, vigilar sus responsabilidades, e intercambiar todas las últimas noticias. Leonora se sorprendió de no encontrar a Trentham esperándola, saliendo de la muchedumbre para abordarla. Reclamándola…

Ayudó a Gertie a instalarse en una butaca, interiormente frunciendo el ceño por cuánto se había acostumbrado a sus atenciones. Enderezándose, saludó con la cabeza a sus tías.

– Voy a mezclarme con la gente.

Mildred estaba hablando con un conocido; Gertie asintió, luego se volvió para unirse al círculo.

Leonora se deslizó entre la ya considerable muchedumbre. Atraer la atención de un caballero, uniéndose a un grupo de conocidos sería bastante fácil, aunque tampoco tenía ningún deseo de hacerlo. Estaba… no precisamente preocupada, pero ciertamente se preguntaba por la ausencia de Tristan. La noche anterior, después de que él deliberadamente hubiera pronunciado las palabras “Solo a ti”, había sentido un cambio en él, una repentina cautela, una vigilancia que había sido incapaz de interpretar.