– No un refugio -musitó Charles-. Más bien un castillo…
– Una fortaleza en mitad del territorio enemigo. -Deverell asintió decidido-. Sin ella, estaremos demasiado expuestos.
– Y ya lo hemos estado demasiado tiempo -gruñó Gervase-. Las arpías caerán sobre nosotros y nos atarán si nos mezclamos con la alta sociedad sin estar preparados. Hemos olvidado como es… si es que de verdad lo supimos alguna vez.
Era de conocimiento tácito que estaban navegando hacia aguas desconocidas y por lo tanto, peligrosas. Ninguno de ellos había pasado demasiado tiempo en sociedad después de los veinte.
Christian miró alrededor.
– Tenemos cinco meses enteros antes de necesitar un refugio, si lo establecemos antes de finales de Febrero, podremos volver a la ciudad y pasar desapercibidos frente a los piquetes, desaparecer siempre que queramos…
– Mi hacienda está en Surrey. -Tristan se encontró con las miradas de los otros-. Si podemos decidir qué queremos como fortaleza, puedo infiltrarme en la ciudad y hacer los arreglos sin hacer mucho ruido.
Los ojos de Charles se entrecerraron; su mirada se volvió distante.
– Algún lugar céntrico, pero no demasiado.
– Tiene que estar en un área fácilmente accesible, pero que no sea obvia. -Deverell tamborileó sobre la mesa, pensativo-. Cuánta menos gente nos reconozca en las cercanías, mejor.
– Quizás una casa…
Debatieron sus necesidades, y rápidamente estuvieron de acuerdo en que una casa, en una de las tranquilas áreas en las afueras pero cerca de Mayfair, aunque lejos del centro de la ciudad, sería lo mejor. Una casa con sala de visitas y espacio suficiente para reunirse, con una habitación donde cada uno podría encontrarse con alguna mujer si era necesario, pero el resto de la casa estaría libre de mujeres, con al menos tres dormitorios en caso de necesidad, cocinas y habitaciones para el servicio, un servicio que entendiera sus necesidades…
– ¡Eso es! -Jack dio una palmada a la mesa-. ¡Lo tenemos! -agarró su jarra y la levantó-. Brindemos por Prinny y su impopularidad, si no fuese por él, no estaríamos aquí hoy y no tendríamos la oportunidad de hacer mucho más seguros nuestros futuros.
Con amplias sonrisas, todos bebieron, entonces Charles empujó su silla hacia atrás, se levantó, y alzó su jarra.
– Caballeros, ¡brindemos por nuestro club! Nuestro último bastión contra las casamenteras de la alta sociedad, nuestra base segura desde la que nos infiltraremos, identificaremos, y aislaremos a cada mujer que queramos, para luego tomar la alta sociedad por asalto y ¡capturarla!
Los otros lo aclamaron, golpearon la mesa y se levantaron.
Charles inclinó la cabeza hacia Christian.
– ¡Brindemos por el bastión que nos permitirá tomar las riendas de nuestros destinos y controlar nuestros propios hogares! ¡Caballeros! -Charles alzó su jarra-. ¡Brindemos por el Bastion Club!
Todos clamaron su aprobación y bebieron.
Y así fue como nació el Bastion Club.
CAPÍTULO 1
Lujuria y una mujer virtuosa… sólo un tonto combinaba ambas cosas.
Tristan Wemyss, cuarto Conde de Trentham, reflexionó acerca de que rara vez lo habían llamado tonto, y aún así allí estaba, mirando a través de la ventana a una mujer indudablemente virtuosa, y permitiéndose toda clase de pensamientos lujuriosos.
Tal vez era comprensible; la dama era alta, de cabello oscuro y poseía una figura esbelta y sutilmente curvilínea, convenientemente expuesta mientras paseaba por el jardín trasero de la casa de al lado, y se detenía aquí y allá, inclinándose para examinar las plantas y las flores que había en los profusos y extrañamente desmesurados macizos del jardín.
Estaban en Febrero, y el clima era tan desolado y frío como solía serlo en ese mes, y aún así el jardín de la casa de al lado ostentaba un abundante crecimiento, con gruesas hojas de oscuros verdes e inusuales plantas de color bronce que parecían crecer a pesar de las heladas. Reconocía que había árboles y arbustos sin hojas y que la hierba escaseaba en todos los profundos macizos, pero aún así el jardín exudaba un aire de vida invernal bastante ausente en la mayoría de los jardines de Londres en esa época del año.
No era que estuviera interesado en absoluto en la horticultura; era la dama la que retenía su interés, con su elegante y agraciado andar, con la inclinación de la cabeza cuando observaba un brote. Su cabello, de un vivo color caoba estaba recogido en un moño sobre la cabeza; desde esa distancia no podía ver su expresión, pero aún así su rostro era un óvalo pálido, las facciones delicadas y puras.
Un lebrel lanudo, de pelo leonado olisqueaba perezosamente sus talones; normalmente la acompañaba cada vez que paseaba por allí.
Sus instintos bien afilados y fiables, le informaron de que hoy la atención de la dama era superficial, estaba en suspenso, estaba matando el tiempo mientras esperaba algo. O a alguien.
– ¿Milord?
Tristan se volvió. Estaba de pie frente a la ventana salediza de la biblioteca del primer piso en la esquina trasera de la casa con balcones en el número 12 de la calle Montrose Place. Él y sus seis conspiradores, los miembros del Bastion Club, habían comprado la casa hacía tres semanas; estaban en el proceso de equiparla para que les sirviera como fortaleza privada, como el último bastión contra las casamenteras de la aristocracia. Situada en un área tranquila de Belgravia a pocas manzanas de la parte sureste del parque, detrás del cual estaba Mayfair donde todos ellos poseían casas, la vivienda era perfecta para sus necesidades.
La ventana de la biblioteca daba al jardín trasero, y también hacia el jardín trasero de la casa más grande que había al lado, el número 14, donde vivía la dama.
Billings, el carpintero a cargo de las renovaciones, estaba en la puerta estudiando un maltratado listel.
– Creo que ya casi terminamos con todo el trabajo de renovación, a excepción de ese par de armarios en el estudio -Billings alzó la vista-. Si pudiera ir a echarle una mirada para ver si captamos la idea de forma correcta lo terminaríamos, y luego empezaremos a pintar, lustrar y limpiar, para que ustedes se puedan instalar.
– Muy bien -Tristan se movió-. Voy -le dio una última mirada al jardín de al lado, y vio a un niño de suave cabello rubio corriendo por el césped hacia la dama. Vio que ella se volvía, lo veía, y aguardaba expectante… seguramente eran las noticias que había estado esperando.
No tenía ni idea de por qué la encontraba fascinante; prefería a las rubias de encantos más exuberantes y a pesar de su desesperada necesidad de esposa, la dama era demasiado mayor para estar aún en el mercado matrimonial; seguramente ya estaría casada.
Apartó la mirada de ella.
– ¿Cuánto tiempo piensa que falta para que la casa sea habitable?
– Unos pocos días más, tal vez una semana. La planta de abajo ya casi está lista.
Haciéndole señas a Billings para que fuera delante, Tristan lo siguió.
– ¡Señorita, señorita! ¡El caballero está aquí!
¡Al fin! Leonora Carling inspiró profundamente. Se enderezó, y la espalda se le puso rígida por la anticipación, luego se relajó para sonreírle al limpiabotas.
– Gracias, Toby. ¿Es el mismo caballero que vino antes?
Toby asintió.
– El que Quiggs dice que es uno de los dueños.
Quiggs era un carpintero a jornal que trabajaba en la casa de al lado; Toby, siempre curioso, había hecho amistad con él. A través de esa ruta Leonora se había enterado de suficientes cosas acerca de los planes que tenían los caballeros dueños de la casa de al lado, como para decidir que tenía que saber más. Mucho más.
Toby, con el cabello desgreñado, y las mejillas coloradas donde el viento lo había azotado, brincaba de un pie al otro.
– Aunque debe salir prontito si quiere cogerlo… Quiggs dijo que Billings estaba arreglando los últimos detalles con él y que después el caballero seguramente se iría.
– Gracias -Leonora le dio una palmadita a Toby en el hombro, y lo llevó con ella mientras caminaba rápidamente hacia la puerta trasera. Henrietta, su lebrel, galopaba a sus talones-. Me pasaré por allí ahora mismo. Has sido una gran ayuda… veamos si podemos persuadir a Cook de que te mereces una tarta de mermelada.
– ¡Bien! -los ojos de Toby se abrieron; las tartas de mermelada de Cook eran legendarias.
Harriet, la doncella de Leonora, que había estado en la familia desde hacía muchos años, una tranquila pero perspicaz mujer con una masa de rizado cabello rojizo, la estaba esperando en el vestíbulo justo detrás de la puerta trasera. Leonora mandó a Toby a que pidiera su recompensa; Harriet esperó hasta que el niño estuvo fuera del alcance de su voz para preguntar.
– No vas a hacer nada imprudente, ¿verdad?
– Por supuesto que no -Leonora miró su vestido; tironeó del corpiño-. Pero debo saber si los caballeros de al lado son los mismos que previamente habían estado interesados en esta casa.
– ¿Y si lo son?
– Si lo son, entonces o estaban detrás de los incidentes, en cuyo caso los incidentes cesarán, o bien no saben nada de los intentos de robo, o de los otros acontecimientos, en cuyo caso… -frunció el ceño, luego pasó junto a Harriet-. Debo irme. Toby dijo que el hombre se iría pronto.
Ignorando la mirada preocupada de Harriet, Leonora se apresuró a cruzar la cocina. Sorteó las usuales preguntas domésticas de Cook, la señora Wantage, el ama de llaves, y Castor, el anciano mayordomo de su tío, prometiéndoles volver pronto para hacerse cargo de todo, y pasó a través de la puerta de vaivén tapizada, hacia el vestíbulo delantero.
Castor la siguió.
– ¿Debería mandar a buscar un coche, señorita? ¿O desea un lacayo…?
– No, no -tomando la capa, se la puso por encima de los hombros y rápidamente ató los cordones-. Sólo saldré a la calle un minuto… Regresaré enseguida.
Agarrando el sombrero del perchero que había en el vestíbulo, se lo colocó en la cabeza; mirándose en el espejo, rápidamente ató las cintas. Examinó su apariencia. No era perfecta, pero bastaría. Interrogar a caballeros desconocidos no era algo que hiciera a menudo; a pesar de ello no iba a ceder ni a acobardarse. La situación ya era demasiado seria.
Se volvió hacia la puerta.
Castor estaba de pie delante de la misma, un vago ceño arrugaba su frente.
– ¿Dónde debo decir que ha ido si Sir Humphrey o el señorito Jeremy preguntan?
– No lo harán. Si lo hacen, sólo diles que fui de visita a la casa de al lado. -pensarían que había ido al número 16, y no al número 12.
Henrietta estaba sentada al lado de la puerta, sus brillantes ojos fijos en ella, las quijadas abiertas, la lengua colgando, esperando contra toda esperanza…
– Quédate aquí.
Con un lamento, el lebrel se dejó caer desanimada, y con patente disgusto, apoyó la enorme cabeza sobre las patas.
Leonora la ignoró. Hizo un gesto impaciente hacia la puerta; tan pronto como Castor la abrió, se apresuró a salir al techado porche delantero. En lo alto de las escaleras, hizo una pausa para examinar la calle; estaba, como había esperado, desierta. Aliviada, descendió rápidamente hacia el jardín delantero de ensueño.
Normalmente el jardín la hubiera distraído, al menos la hubiera hecho observar y tomar nota. Hoy, apresurándose por el sendero principal, apenas vio los arbustos, las brillantes bayas colgando de las ramas desnudas, las extrañas hojas parecidas a encaje creciendo profusamente. Hoy, la fantástica creación de su primo lejano Cedric Carling falló en demorar su precipitada carrera hacia la reja delantera.
Los nuevos dueños del número 12 eran un grupo de Lores… eso es lo que había oído Toby, pero ¿quién podía asegurarlo? Al menos eran caballeros de la aristocracia. Aparentemente estaban remodelando la casa, pero ninguno de ellos planeaba vivir allí… lo cual era indiscutiblemente una circunstancia de lo más rara y claramente sospechosa. Combinada con todo lo demás que había estado pasando… Leonora estaba determinada a descubrir si había alguna conexión.
Durante los tres últimos meses, ella y su familia habían sido objeto de un tenaz hostigamiento que apuntaba a persuadirlos a vender su casa. Primero había habido un acercamiento a través de un agente local. De la persuasión obstinada, los argumentos del agente habían degenerado a la beligerancia y la hostilidad. No obstante, al final, había convencido al hombre, y presumiblemente a sus clientes, de que su tío no vendería.
Su alivio había sido efímero.
A las pocas semanas, hubo dos intentos de asaltar la casa. Ambos habían sido frustrados, uno por el personal de servicio, el otro por Henrietta. Podría haber desestimado los incidentes como coincidencias si no hubiera sido por los subsiguientes ataques hacia su persona.
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