Caminando rápidamente hacia delante, abrió la puerta, sosteniéndola mientras él y Henrietta pasaban, luego la cerró.
Él le tomo la mano, atrapando su mirada mientras colocaba su brazo sobre el suyo.
– Cambiando de tema. -Manteniéndola a su lado, dejó que Henrietta los guiase en dirección al parque-. ¿Qué has descubierto?
Ella suspiró, posando su brazo en el de él, miró hacia delante.
– Tenía grandes esperanzas sobre A. J. Carruthers, Cedric se comunicaba con más frecuencia con Carruthers en los últimos meses. Sin embargo, no he recibido ninguna respuesta de Yorkshire, donde vive Carruthers, hasta ayer. Antes de esto, no obstante, a lo largo de los días anteriores recibí tres respuestas de otros herboristas, todos dispersos por el país. Los tres me escribieron que creían que Cedric había estado trabajando en alguna formula especial, pero ninguno conocía ningún detalle. Cada uno de ellos, sin embargo, sugirió que contactase con A. J. Carruthers, pues tenían entendido que Cedric había estado trabajando muy estrechamente con él.
– ¿Tres respuestas independientes y todas coinciden en que Carruthers sabía más?
Leonora asintió.
– Precisamente. Sin embargo, por desgracia, A. J. Carruthers está muerto.
– ¿Muerto? -Tristan se paró en la acera y encontró su mirada. La verde extensión del parque se extendía al otro lado de la calle-. ¿Cómo murió?
Ella no entendió mal las palabras, pero hizo una mueca.
– No lo sé, todo lo que sé es que está muerto.
Henrietta dio un tirón; Tristan la controló, luego condujo a ambas féminas a través de la calle. La forma enorme y peluda de Henrietta, sus enormes mandíbulas llenas de afilados dientes, le daban la excusa perfecta para evitar la concurrida área de moda con las matronas y sus hijas, guió al sabueso hacia la zona mas frondosa y demasiado crecida, mas allá del final occidental de Rotten Row.
Esa zona estaba completamente desierta.
Leonora no esperó la siguiente pregunta.
– La carta que recibí ayer era del abogado de Harrogate quién trabajó para Carruthers y supervisó su herencia. Él me informó del fallecimiento de Carruthers, pero dijo que no podría prestarme ninguna otra ayuda en mi investigación. Sugirió que el sobrino de Carruthers, quien heredó todos sus diarios y demás, podría ser capaz de arrojar alguna luz sobre el asunto. El abogado sabía que Carruthers y Cedric habían acordado un gran trato en los meses previos a la muerte de Cedric.
– ¿Mencionó exactamente cuándo murió Carruthers?
– No exactamente. Todo lo que dijo fue que Carruthers murió algunos meses después que Cedric, pero que había estado enfermo desde algún tiempo antes.
Leonora hizo una pausa, entonces añadió.
– No hay mención en las cartas que Carruthers envió a Cedric de ninguna enfermedad, pero podrían no haber estado muy unidos.
– Desde luego. Este sobrino, ¿tenemos su nombre y dirección?
– No. -La expresión de ella era la frustración encarnada-. El abogado me informó de que había remitido mi carta al sobrino en York pero eso fue todo lo que dijo.
– Hmmm, -bajando la mirada, Tristan siguió caminando, evaluando, extrapolando.
Leonora le echó un vistazo.
– Es la información más interesante que hemos encontrado hasta ahora, la más probable de hecho, la única posible conexión con algo que podría ser lo que Mountford busca. No hay nada específico en las cartas de Carruthers a Cedric, aparte de referencias indirectas a algo en lo que estaban trabajando, ningún detalle en absoluto. Pero nosotros tenemos que buscarlo, ¿no crees?
Él levantó la vista, mirándola a los ojos, asintió.
– Lo buscaremos mañana.
Ella frunció el ceño.
– ¿Dónde? ¿En Harrogate?
– Y en York. Una vez que tengamos el nombre y la dirección, no hay razón para esperar para visitar al sobrino.
Su único pesar era que él no podría hacerlo personalmente. Viajar a Yorkshire significaría dejar a Leonora fuera de su alcance; podría rodearla de guardias, aunque ninguna cantidad de protección organizada sería suficiente para tranquilizarlo sobre la seguridad de ella, no hasta que Mountford, quienquiera que fuera, fuese capturado.
Habían estado paseando, ni lentamente ni con brío, habían ido siguiendo la estela de Henrietta. Él se había dado cuenta de que Leonora estaba estudiándolo, con una mirada bastante extraña en su cara.
– ¿Qué?
Ella apretó los labios, puso sus ojos en él, entonces sacudió la cabeza, apartando la mirada.
– Tú.
Él esperó, luego preguntó.
– ¿Qué pasa conmigo?
– Tú sabías suficiente para darte cuenta de que alguien había hecho una copia de la llave. Esperabas a un ladrón y te enfrentaste a él sin que se te moviera un pelo. Puedes forzar cerraduras. Valorar edificios para ver si pueden resistir intrusos es algo que habías hecho antes. Conseguiste acceso a documentos especiales del Registro, documentos que otros no habrían sabido siquiera que existían. -Con un gesto de su mano lo señaló-. Puedes tener hombres vigilando mi calle. Vistes como un peón y frecuentas el puerto, entonces te transformas en un conde, uno que de algún modo siempre sabe donde estaré, uno con un ejemplar conocimiento de las casas de nuestros anfitriones. Y ahora, así de fácil, lo arreglarás para que tu gente vaya a buscar información a Harrogate y York -lo miró fijamente con una intensa pero intrigada mirada-. Tú eres el más raro ex-soldado-conde que jamás he conocido.
Él le sostuvo la mirada durante un largo momento, después murmuró.
– No era un soldado común.
Ella asintió, mirando hacia delante una vez más.
– Ya me dí cuenta. Tú eras un comandante de la guardia, un soldado de la clase de Diablo Cynster.
– No. -Esperó hasta que ella fijo su mirada en él- Yo…
Se detuvo. El momento había llegado antes de lo que había previsto. Un torrente de pensamientos llenó su mente, el más destacado era cómo se sentiría una mujer a la que había dado calabazas un soldado, ante la mentira de otro. Quizás no era exactamente una mentira ¿pero vería ella la diferencia? Todos sus instintos le llevaban a mantenerla en la oscuridad, para guardar el peligroso pasado de él y su igualmente peligrosa propensión hacia ella. Para mantenerla en la ignorancia sublime de ese lado de su vida, y todo lo que decía de su carácter.
Mirándolo a la cara, Leonora continuó paseando lentamente, inclinando la cabeza mientras lo estudiaba. Y esperó.
Él suspiró, suavemente dijo.
– No era como Diablo Cynster, tampoco.
Leonora examinó sus ojos, vio allí algo que no podía interpretar.
– ¿Qué clase de soldado eras entonces?
La respuesta, sabía, contenía una clave vital para entender quién era realmente el hombre que estaba a su lado.
Los labios de él se torcieron irónicamente.
– Si pudieras obtener acceso a mi historial, éste te diría que me uní a la armada a los veinte y alcancé el rango de comandante de la guardia. Te presentaría a un regimiento, pero si interrogases a los soldados de ese regimiento, descubrirías que pocos me conocían, que no había sido visto desde poco después de que me alisté.
– Así que, ¿en qué clase de regimiento estabas? En la caballería no.
– No. Ni en la infantería, ni tampoco en la artillería.
– Dijiste que habías estado en Waterloo.
– Estuve -él le sostuvo la mirada-. Estuve en el campo de batalla pero no con nuestras tropas. -observó sus ojos ensancharse, luego quedamente agregó-. Estaba tras las líneas enemigas.
Ella parpadeó, luego lo miró fijamente, intensamente intrigada.
– ¿Eras un espía?
Él hizo una ligera mueca, mirando adelante.
– Un agente trabajando de forma no oficial para el gobierno de su majestad.
Un montón de impresiones la inundaron, observaciones que de pronto tenían sentido, otras cosas que ya no eran tan misteriosas, sin embargo estaba mucho más interesada en lo que esa revelación significaba, lo que decía de él.
– Debías estar terriblemente solo, además de ser horrendamente peligroso.
Tristan le echó una ojeada; eso no era lo que había esperado que dijera, o pensara. Su mente retrocedió años atrás… asintió
– A menudo.
Esperó por más, por todas las predecibles preguntas. No hubo ninguna. Iban más despacio; impaciente, Henrietta ladró y tironeó. Leonora y él intercambiaron una mirada, entonces ella sonrió, se agarró a su brazo y apretaron el paso con más brío, girando de vuelta por las calles de Belgravia.
Ella tenía una expresión pensativa en la cara, lejana y distante, aunque no preocupada, ni irritada. Cuando sintió la mirada fija de él, lo miró, encontrándose con sus ojos, entonces sonrió y volvió a mirar hacia delante.
Cruzaron y pasearon por la calle, después giraron en Montrose Place. Alcanzaron su puerta, abriéndola ampliamente ella entró y él la siguió dentro. Ella estaba esperando para cogerlo del brazo; aún estaba sumida en sus pensamientos.
Él se detuvo delante de la escalera.
– Te dejaré aquí.
Ella le echó un vistazo, entonces inclinó la cabeza y tomó la correa de Henrietta. Lo miró a los ojos, los de ella eran de un brillante azul.
– Gracias.
Esos ojos azules como las vincas decían que estaba hablando de mucho más que de su ayuda con Henrietta.
Él asintió, metiéndose las manos en los bolsillos.
– Tendré a alguien camino a York esta noche. ¿Creo que asistirás a la reunión de Lady Maniver?
Los labios de ella se alzaron.
– Por supuesto.
– Te veré allí.
Ella le sostuvo la mirada un momento, entonces inclinó la cabeza.
– Hasta entonces.
Ella se aparto. La observó entrar y esperó hasta que la puerta se cerró, entonces se volvió alejándose.
Tratar con Tristan, decidió Leonora, se había vuelto increíblemente complicado.
Era la mañana siguiente; se arrellanó en la cama y miró fijamente los rayos de sol que hacían dibujos en el techo. E intentó saber qué, exactamente, había entre ellos. Entre Tristan Wemyss, ex-espía, ex-no oficial agente del gobierno de su majestad y ella.
Pensaba que lo sabía, pero día a día, noche tras noche, él se mantenía… no tanto cambiante sino revelando unas profundidades más grandes e intrigantes que nunca. Facetas de su carácter que nunca imaginó que podría poseer, aspectos que encontraba profundamente atractivos.
Anoche… todo había sucedido como normalmente lo hacía. Ella había intentado, no con demasiada fuerza, admitámoslo -había estado distraída por todo lo que había aprendido esa tarde-, pero había hecho un esfuerzo para mantenerse en una línea célibe. Él había parecido más decidido, más determinado de lo normal en asaltar su posición, en tomarla.
La había llevado rápidamente a una habitación aislada, un lugar cubierto de sombras. Allí, sobre un sofá cama, le había enseñado a montar encima de él, incluso ahora, sólo pensando en esos momentos se ruborizaba. Recordar la sensación enviaba olas de calor a través de ella. Le dolían los músculos de los muslos en ese momento, pero en esa posición había sido capaz de apreciar cuánto placer le daba. Cuánto placer sensual recibía él de su cuerpo. Por primera vez en todos sus encuentros, ella había llevado la delantera, había experimentado, y había disfrutado de su habilidad para darle placer a él.
Adictivo, cautivador. Profundamente satisfactorio.
Esa, sin embargo, había sido la menor de las revelaciones que la tarde le había traído.
Cuando finalmente cayó en sus brazos, acalorada y llena, ella le había mordido el hombro y le dijo que le gustaba la clase de soldado que era, él le había acariciado la espalda lentamente, pensativamente, entonces dijo.
– Yo no soy como Whorton, te lo prometo.
Ella había parpadeado, luego se había incorporado con dificultad sobre sus codos frunciendo el ceño en su cara.
– Tú no te pareces en nada a Mark. -Su mente estaba atontada; el cuerpo duro como una piedra, bronceado, lleno de cicatrices debajo de ella no se parecía en nada a cómo había imaginado que podría ser el de Mark, y cómo era el hombre dentro del cuerpo.
Los ojos de Tristan estaban oscurecidos, imposibles de leer. La mano de él había continuado lentamente, tranquilamente acariciándola. Debió ver la confusión en la cara de ella.
– Quiero casarme contigo, yo no voy a cambiar de idea. No tienes que preocuparte porque te haga daño como te lo hizo Mark.
Había comenzado a comprender. Se empujó para mirarlo.
– Mark no me hizo daño.
Él frunció el ceño.
– Te dejó plantada.
– Bien, sí. Pero…en realidad estaba bastante feliz de ser plantada.
Por supuesto, ella había tenido que explicarlo. Lo había hecho con candidez, a diferencia de cuando había salido previamente a colación el tema; decir la verdad en voz alta había ayudado a establecerla en su cabeza y en la de él.
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