– ¿Qué ha pasado?
– Estaría encantada de decírtelo, pero sospecho que tú preferirías oírlo en privado. -Ella le sostuvo la mirada-. ¿Qué pequeño rincón has encontrado para nosotros esta noche?
Él resistió su mirada y consideró la diminuta despensa de los criados, la cual, le habían asegurado era el único lugar posible para un encuentro totalmente privado en Hammond House. Sin iluminación, sería oscuro y cerrado, perfecto para lo que él tenía en mente…
– No hay ningún lugar en esta casa adecuado para una conversación privada.
Especialmente si ella no iba a mantener la compostura, la cuerda en la cual parecía mantenerse parecía estar rompiéndose.
Le miró fríamente.
– Ahora es el momento de mantener tu reputación. Encuentra uno.
Sus capacidades entraron en acción; le tomó la mano, poniéndola sobre su manga, de alguna forma aliviado de que ella se lo permitiera.
– ¿Dónde están tus tías?
Ella hizo un gesto hacia al otro lado de la habitación.
– En las sillas de allí.
Se dirigió hacia allí, su atención fija en ella, evitando todas las miradas. Inclinándose, le habló suavemente.
– Tú has desarrollado un dolor de cabeza, una migraña. Dile a tus tías que te sientes bastante enferma y debes irte inmediatamente. Yo me ofreceré a llevarte en mi carruaje. -Se interrumpió, deteniéndose llamó a un lacayo; cuando éste llegó, le dio una orden concisa, el lacayo salió deprisa.
Continuaron la marcha.
– Ya he enviado a por mi carruaje -la miró-. Si pudieras relajar la postura, debilitándote un poco, podríamos tener alguna oportunidad de salir de este lugar. Debemos asegurarnos de que tus tías permanezcan aquí.
Eso ultimo no era fácil, ya que el particular círculo social de Leonora estaba pegado a su coronilla, pero estaba decidida a tener su momento con él; no fue tanto por sus habilidades de actuación que lo consiguieron, como por la impresión que irradiaba de que si la gente no accedía a sus deseos, estaba determinada a ser violenta.
Mildred le echó una ansiosa mirada.
– ¿Si está seguro…?
Él asintió.
– Mi carruaje está esperando, tiene mi palabra de que la llevaré a casa.
Leonora lo miró, entrecerrando los ojos; él se mantuvo impasible.
Con el estilo de las féminas que se rinden ante alguien más fuerte y algo incomprensible, Mildred y Gertie permanecieron donde estaban y le permitieron escoltar a Leonora fuera de la habitación, y desde ahí hasta casa.
Como ordenó, su carruaje estaba esperando; después de ayudar a Leonora a entrar, la siguió. El lacayo cerró la puerta; una fusta golpeó, y el carruaje avanzó dando tumbos.
En la oscuridad, tomó su mano y la apretó.
– Aún no, -él hablo suavemente- mi cochero no tiene porque oírnos, y Green Street está solo al otro lado de la esquina.
Leonora lo miró.
– ¿Green Street?
– Te prometí llevarte a casa. Mi casa. ¿En qué otro sitio encontraríamos una habitación privada con iluminación adecuada para una discusión?
Ella no tenía argumentos contra eso; de hecho, estaba contenta de que él se diese cuenta de la necesidad de iluminación, quería ser capaz de verle la cara. Hirviendo en su interior, de mala gana esperó en silencio.
La mano de él permaneció sobre las suyas. Mientras atravesaban la noche, su pulgar la acariciaba, casi distraídamente. Le miró; estaba mirando fijamente por la ventana, no podía decir si se daba cuenta de lo que estaba haciendo, mucho menos si intentaba calmar su temperamento.
La caricia era relajante, pero no consiguió calmar su ira.
Si acaso, la atizaba más.
¿Cómo se atrevía él a ser tan insufriblemente pagado de sí mismo, tan lleno de confianza y tan seguro, cuando ella acababa de descubrir su motivo oculto, el cual debía haber adivinado que descubriría?
El carruaje giró, no en Green Street, sino en el callejón angosto de las caballerizas de una larga fila de grandes casas. Se detuvo con una sacudida. Tristan se movió, abrió la puerta y descendió.
Le oyó hablar con el cochero, entonces se volvió hacia ella, llamándola. Le dio la mano y la bajó; la introdujo por la puerta del jardín antes de que tuviera oportunidad de orientarse.
– ¿Dónde estamos?
Tristan la siguió a través de la puerta; la cerró tras ellos. Al otro lado de la alta pared de piedra, escuchó el sonido del carruaje marchándose.
– En mis jardines -señaló la casa al otro lado de una extensión de césped visible a través de una cortina de arbustos-. Si hubiéramos llegado por la puerta principal habrían sido necesarias las explicaciones.
– ¿Qué pasa con tu cochero?
– ¿Qué pasa con él?
Ella entró. La mano de él tocó su espalda y ella comenzó a recorrer el camino a través de los arbustos. Al salir de las sombras nocturnas la tomó de la mano y se colocó a su lado. El estrecho camino bordeaba los macizos que lindaban con esa ala de la casa; la condujo pasando el invernadero; por delante de lo que parecía un estudio, y por una larga habitación que ella reconoció como la salita donde las ancianas damas la habían entretenido semanas antes.
Él se detuvo delante de un par de puertas francesas.
– No viste esto. -Puso su mano, plana, en el marco de las puertas donde se encontraban, justo donde la cerradura las unía. Le dio un golpe brusco, y la cerradura se abrió; las puertas se balancearon hacia dentro.
– ¡Santo cielo!
– ¡Ssssh! -La arrastró hacia dentro y después cerró las puertas. La salita estaba a oscuras. A tan tardía hora, esta ala de la casa se encontraba desierta. Tomando su mano, la condujo a través de la habitación hacia el pasillo. Parándose en las zonas sombrías de las escaleras, miró hacia la izquierda, hacia donde el pasillo delantero estaba bañado de luz dorada.
Mirando por delante de él, ella no pudo ver ningún rastro de lacayos o mayordomo.
Se giró y la instó a ir hacia la derecha, a lo largo de un corto y oscuro pasillo. Pasando delante de ella, abrió la puerta al final y la mantuvo completamente abierta.
Ella entró; él la siguió y suavemente cerró la puerta.
– Espera -dijo en voz baja, y se puso delante de ella.
La débil luz de la luna brilló sobre el pesado escritorio, alumbrando la gran silla situada detrás de él y cuatro sillas más colocadas a lo largo de la habitación. Un buen número de armarios y cómodas revestían las paredes. En ese momento, Tristan corrió las cortinas y toda la luz desapareció.
Un momento después llego el chirrido de la yesca; la llama brilló, iluminándole la cara, dibujando los austeros planos mientras ajustaba la mecha de la lámpara, entonces volvió a colocar el cristal.
El calido resplandor se extendió y llenó la habitación.
La miró, y le señaló los dos sillones situados ante el hogar. Cuando ella llegó hasta ellos, apareció a su lado y le apartó la capa de los hombros. La dejó a un lado, en ese momento se inclinó hacia los rescoldos que todavía brillaban en el hogar; hundiéndose en uno de los sillones, ella observó como alimentaba eficientemente el fuego hasta que de nuevo tuvo un resplandor aceptable.
Irguiéndose, bajó la mirada hacia ella.
– Voy a tomar un coñac. ¿Quieres algo?
Le observó ir hacia la pared como un Tantalus *. Dudaba que tuviera jerez en el estudio.
– Tomaré una copa de coñac, también.
La miró otra vez, levantando las cejas, pero vertió coñac en dos copas, se volvió y le ofreció una. Ella tuvo que usar ambas manos para sujetarla.
– Ahora. -Se hundió en la otra butaca, estiró las piernas ante él, cruzó los tobillos, bebió a sorbos, y fijó su mirada color avellana en ella-. ¿De qué va esto?
El coñac era una distracción; ella colocó la copa cuidadosamente en la pequeña mesa situada al lado del sillón.
– Esto, -dijo, sin hacer caso de lo punzante que sonaba- es acerca de tu necesidad de casarte.
Él se encontró con su acusadora mirada directamente, bebió a sorbos otra vez, la copa de coñac parecía una extensión de su gran mano.
– Y eso, ¿qué importa?
– ¿Qué importa? Tú tienes que casarte por algo que tiene que ver con tu herencia. La perderás si no te casas en julio ¿Es eso cierto?
– Perderé la mayor parte de los fondos pero conservaré el título y todo lo que eso implica.
Ella arrastró el aliento más allá del estrangulamiento que de repente atenazaba sus pulmones.
– Así que tienes que casarte. No quieres casarte ahora, ni conmigo ni con nadie, pero tienes que hacerlo, y así pensaste que yo te convendría. Necesitas una esposa, y yo lo seré. ¿Lo he entendido por fin?
Tristan permaneció quieto. En un instante cambió de un elegante caballero relajado en el sillón, a un depredador preparado para responder. Todo lo que realmente cambió era una inesperada tensión incendiaria, pero el efecto era profundo.
Los pulmones de ella parecían cerrados; apenas podía respirar.
No se atrevió a apartar los ojos de él.
– No. -Cuando habló su voz se había hecho mas profunda, oscura. La copa de coñac se veía frágil en sus manos; como si se hubiese dado cuenta, aflojó los dedos-. Eso no era así, no lo es.
Ella tragó. Y levantó la barbilla. Estaba complacida de que su voz permaneciera tranquila, todavía arrogante, incrédula. Desafiante.
– ¿Cómo es, entonces?
No levantó la mirada hacia ella. Después de un momento habló, y su voz dio la impresión de que no decía la verdad absoluta.
– Tengo que casarme, en eso tienes razón. No porque tenga ninguna necesidad personal de los fondos de mi tío abuelo, sino porque, sin ellos, mantener a mis catorce familiares de la manera a la que están acostumbradas sería imposible.
Hizo una pausa, para que pudiera asimilar las palabras y lo que éstas significaban.
– Así que, sí, tengo que estar frente al altar a finales de junio. Sin embargo, a pesar de todo, no tengo ninguna intención en absoluto de permitir que mi tío abuelo, o las matronas de la alta sociedad, se metan en mi vida, para imponerme a quién debo tomar por esposa. Es obvio que, si lo deseara, podría arreglar una boda con una señorita adecuada, firmada, sellada y consumada en menos de una semana.
Se detuvo, bebiendo a sorbos, con su mirada fija en la de ella. Habló despacio, claramente.
– Junio queda todavía lejos. No vi razón para precipitarme. Consecuentemente, no hice ningún esfuerzo en considerar ninguna señorita adecuada -su voz se hizo más profunda, más fuerte- y entonces te vi, y toda clase de consideraciones estuvieron de más.
Estaban sentados muy cerca, entonces lo que había crecido entre ellos, lo que ahora existía entre ellos cobró vida con sus palabras, una fuerza palpable, llenando el espacio, todo menos el brillo del aire.
Eso la tocó, la abrazó, una maraña de emociones tan inmensamente fuerte que sabía que nunca podría liberarse de ella. Y, muy probablemente, él tampoco.
La mirada de él permaneció dura, abiertamente posesiva, firme.
– Tengo que casarme y en algún momento me habría visto forzado a buscar una esposa. Pero entonces te encontré, y toda la búsqueda empezó a ser irrelevante. Tú eres la esposa que yo quiero. Eres la esposa que tendré.
Ella no podría dudar de lo que estaba diciéndole, la prueba estaba allí, entre ellos.
La tensión creció, llegando a ser insoportable. Ambos tuvieron que moverse; él lo hizo primero, levantándose de la silla en un movimiento fluido, lleno de gracia. Le ofreció la mano; después de un momento, ella la tomó. Él la levantó.
Bajó la mirada hacia ella, con expresión impasible, dura.
– ¿Has entendido ahora?
Levantando la cara, ella estudió sus ojos, los ásperos, austeros rasgos que decían tan poco. Suspiró, sintiéndose obligada a preguntar.
– ¿Por qué? Todavía no entiendo por qué quieres casarte conmigo. Por qué me quieres solo a mí.
Él le sostuvo la mirada por un largo momento, ella pensó que no iba a contestar, pero lo hizo.
– Adivina.
Era su turno de hablar largo y tendido, entonces ella se lamió los labios y murmuró.
– No puedo. -Después de un instante, añadió, con una honestidad brutal-. No me atrevo.
CAPÍTULO 14
Él había insistido en escoltarla a su casa. Sólo sus manos se tocaban; ella había estado intensamente agradecida. Él la miraba y ella sentía su necesidad, también su flagrante posesividad, había apreciado el hecho de que se había refrenado, que parecía entender que necesitaba tiempo para pensar, para absorber todo lo que él había dicho y ella había aprendido.
No sólo sobre él, sino sobre ella.
Amor. Si eso era lo que él quería decir, lo cambiaba todo. Él no había dicho la palabra, sin embargo ella podía sentirlo tan sólo estando a su lado, fuese lo que fuese -no deseo, no lujuria, sino algo más fuerte-. Algo más sutil.
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