Si era amor lo que había crecido entre ellos, entonces alejarse de él, de su proposición, quizás, ya no era una opción. Darse la vuelta y marcharse sería la salida de los cobardes.
La decisión era de ella. No solo su felicidad sino también la de él, dependían de ello.
Con la casa silenciosa e inmóvil envolviéndola, el reloj en el descansillo marcando a través de la madrugada, se tendió en la cama y se obligó a enfrentar la razón que la había alejado del matrimonio.
No era aversión, nada tan definitivo y absoluto. Podía haber identificado y valorado una aversión, convenciéndose a si misma para rechazarla, o superarla.
Su problema se situaba más profundo, era mucho más intangible, incluso a través del transcurso de los años y una y otra vez la había hecho rehuir el matrimonio
Y no sólo del matrimonio.
Yaciendo en su cama, mirando el techo bañado por la luna, escuchó el delator chasquido en los pulidos tablones más allá de la puerta de su habitación, mientras Henrietta llegaba y después bajaba las escaleras para deambular. El sonido se apagó. No quedaron más distracciones
Tomó aliento, y se obligó a hacer lo que tenía que hacer. Echar una larga mirada a su vida, examinar todas las amistades y relaciones que no se había permitido desarrollar.
La única razón por la que siempre había considerado casarse con Mark Whorton era porque había reconocido desde el principio que nunca estaría cerca, emocionalmente próxima, a él. Ella nunca habría llegado a ser lo que Heather, su esposa, era, una mujer dependiente y feliz por ello. Él había necesitado aquello, una esposa dependiente. Leonora nunca había sido una candidata para satisfacer aquella necesidad; simplemente no era capaz de eso.
Gracias a los dioses él había tenido el sentido común, si no de ver la verdad, entonces al menos de haber percibido la disonancia entre ellos.
Aquella misma disonancia no existía entre ella y Tristan. Existía algo más. Posiblemente amor
Tenía que encararlo, afrontar que esta vez, con Tristan, cumplía los requisitos para ser su esposa. Precisamente, exactamente, en todos los sentidos. Él lo había reconocido instintivamente, era el tipo de hombre acostumbrado a actuar según sus instintos, y lo había reconocido.
No esperaría que ella fuera dependiente, que cambiara de alguna forma. La quería por lo que ella era, la mujer que era y podría ser -no para satisfacer un ideal, alguna visión equivocada, sino porque él sabía que ella era adecuada para él. Él no estaba en absoluto en peligro de ponerla en un pedestal; al revés, a través de todas sus interacciones, se había dado cuenta de que él no era sólo capaz sino que estaba dispuesto a adorarla completamente.
A ella, la real, no a algún producto de su imaginación.
El pensamiento -la realidad-, era tan atractivo que tiraba profundamente de sus entrañas… ella lo quería, no podía dejarlo ir. Pero para apresarlo tendría que aceptar la proximidad emocional que, con Tristan, sería, ya era, un resultado inevitable, una parte vital de lo que los ataba.
Tenía que enfrentar lo que la había mantenido alejada de permitir alguna proximidad con nadie más.
No era fácil volver atrás a través de los años, obligándose a retirar todos los velos, todas las fachadas que había erigido para esconderse y justificar las heridas. No siempre había sido como era ahora, fuerte, capaz, no necesitando a los demás. En aquel entonces no había sido autosuficiente, auto dependiente, no se las había apañado emocionalmente, no completamente, no por sí misma. Había sido como cualquier otra jovencita, necesitando un hombro para llorar, necesitando cálidos brazos para sostenerla, para tranquilizarla.
Su madre había sido su piedra firme, siempre allí, siempre entendiéndola. Pero un día de verano, ambos, su madre y su padre habían muerto.
Todavía recordaba la frialdad, la helada losa que se había asentado a su alrededor, encerrándola en esa prisión. No había sido capaz de llorar, no había tenido idea de como estar de luto, como afligirse. Y no había habido nadie para ayudarla, nadie que la entendiera.
Sus tíos y tías, todo el resto de la familia, eran mayores que sus padres y ninguno tenía hijos propios. Le habían dado palmaditas, elogiándola por ser tan valiente; ninguno había vislumbrado, había tenido ni la menor idea de la angustia que había escondido dentro.
La había ocultado, eso era lo que habían parecido esperar de ella. Pero a veces, la carga había sido demasiado grande, y ella había intentado -tratado- de hallar a alguien que la entendiera, que la ayudara a encontrar el camino más allá de aquello.
Humphrey nunca la había entendido, el personal de la casa de Kent no tenía idea de qué estaba mal en ella.
Nadie le había prestado apoyo.
Había aprendido a ocultar exteriormente su necesidad. Paso a paso, incidente a incidente a través de los años de su juventud, había aprendido a no pedir ayuda a nadie, a no abrirse emocionalmente a nadie, a no confiar en ninguna persona lo suficiente para pedir ayuda, a no depender de ellos, si no lo hacía no la podrían abandonar.
No podrían apartarla.
Las conexiones lentamente se aclararon en su mente.
Tristan, sabía, no la abandonaría, no la rechazaría.
Con él, estaría segura.
Todo lo que tenía que hacer era encontrar el coraje para aceptar el riesgo emocional que había pasado los últimos quince años enseñándose a sí misma a no correr nunca.
Tristan pasó a verla al mediodía siguiente. Leonora estaba arreglando las flores en la entrada del jardín, la encontró allí.
Ella movió la cabeza saludando, consciente de su aguda mirada, de cómo de cerca la estudiaba antes de apoyar el hombro contra el marco de la puerta, sólo a dos pies de distancia.
– ¿Estás bien?
– Sí -ella lo miró, luego volvió a las flores-. ¿Y tú?
Después de un momento él dijo.
– Acabo de venir de al lado. Verás a más de nosotros yendo y viniendo en el futuro.
Ella frunció el ceño
– ¿Cuántos más de vosotros hay?
– Siete
– ¿Y todos sois ex… guardias?
Él vaciló, después replicó.
– Sí.
La idea intrigaba. Antes de que pudiera pensar en la siguiente pregunta, él se movió, desplazándose más cerca.
Inmediatamente ella fue consciente de su cercanía, de la encendida respuesta que la atravesaba. Giró la cabeza y lo miró.
Encontrando su mirada -cayendo en ella.
No podía apartar la vista. Sólo podía permanecer allí, el corazón desplomándose, el pulso palpitando en los labios a medida que él lentamente se inclinaba más cerca, después rozó un dolorosamente incompleto beso sobre su boca.
– ¿Has tomado ya una decisión?
Él respiró las palabras sobre sus labios hambrientos.
– No, aún estoy pensando.
Él se echoóatrás lo suficiente para atrapar sus ojos
– ¿Cuánto tienes que pensar?
La pregunta rompió el hechizo, ella entrecerró los ojos mirándolo, después volvió a las flores.
– Más de lo que tú piensas.
Él se reacomodó contra el marco, mirando su cara. Después de un momento, dijo
– Entonces dímelo.
Ella apretó los labios en una delgada línea, fue a sacudir la cabeza, entonces recordó todo lo que había pensado en las largas horas de la noche. Tomó un profundo aliento, lentamente lo soltó. No apartó los ojos de las flores.
– No es un asunto sencillo.
Él no dijo nada, sólo esperó.
Ella tomó otro aliento.
– Ha pasado un largo tiempo desde que yo… confié en alguien, alguien que… haga cosas por mí. Que me ayude.
Lo que había sido una consecuencia, posiblemente la más aparentemente obvia, de su alejamiento de los demás.
¾Tú llegaste a mí, me pediste ayuda cuando viste al ladrón al fondo de tu jardín.
Con los labios apretados, sacudió la cabeza.
– No. Fui a ti porque eras mi única salida.
– ¿Me viste como una fuente de información?
Ella asintió.
– Me ayudaste, pero yo nunca te lo pedí, tú nunca te ofreciste, simplemente diste. Eso -hizo una pausa mientras se aclaraba su mente, después continuó- eso es lo que ha estado ocurriendo entre nosotros todo el tiempo. Nunca te pedí ayuda, simplemente me la diste, y eras tan que rechazarte nunca fue una opción real, y parecía no haber razón para pelear contigo dado que estábamos buscando el mismo fin…
Su voz temblaba y se detuvo.
Él se movió más cerca, tomándole la mano.
Su contacto amenazaba con romperle el control, pero entonces el pulgar de él la rozó, una indefinible calidez la inundó, calmándola, tranquilizándola.
Ella levantó la cabeza, arrastrando un tembloroso aliento.
Él se aproximó todavía más cerca, deslizando los brazos alrededor de ella, empujándole la espalda contra él.
¾Para de luchar ¾Las palabras eran oscuras, la orden de un hechicero en su mente¾. Deja de pelear conmigo.
Ella suspiró largo y profundo, el cuerpo relajado contra la sólida calidez de él.
¾Lo intento, lo deseo. ¾Echó la cabeza atrás, mirándolo sobre el hombro. Encontrándose con los ojos color avellana¾. Pero no será hoy.
Él le concedió su tiempo. Con reluctancia.
Ella aprovechó esos días intentando descifrar los diarios de Cedric, buscando alguna mención de la formula secreta, o del trabajo hecho en colaboración con Carruthers. Descubrió que las anotaciones no estaban en orden cronológico, ni distribuidas por temas, estaban casi al azar, primero en un libro, luego dentro de otro, relacionado, eso parecía, por algún código no escrito.
Pasaba sus noches en la sociedad, entre bailes y fiestas, siempre con Tristan a su lado. Su atención, fija e inquebrantable, fue advertida por todos; las pocas damas valientes que intentaron distraerlo fueron despachadas sin rodeos. Extremadamente brusco de hecho. Después de eso la sociedad decidió especular con la fecha de su boda.
Aquella tarde, mientras daban una vuelta por el salón de baile de Lady Court, ella le explicó sobre los diarios de Cedric.
Tristan frunció el ceño.
¾Lo de Mountford debe ser algo relacionado con el trabajo de Cedric. Parece que nada más en el Número 14 podría explicar tanto interés.
¾¿Tanto interés? ¾Ella le lanzó una mirada¾. ¿De qué te has enterado?
¾Mountford, todavía no tengo un nombre mejor, aún está en Londres. Ha sido visto, pero está moviéndose; no he sido capaz de atraparlo todavía.
No envidiaba a Mountford cuando él lo atrapara.
¾Has oído algo de Yorkshire.
– Sí y no. De los archivos del abogado, rastreamos al apoderado de Carruthers, un tal Jonathon Martinbury. Es el pasante de un abogado de York. Recientemente completó sus asuntos, y me he enterado que planeaba viajar a Londres, probablemente para celebrarlo. -La miró, buscando sus ojos-. Parece que recibió tu carta, enviada por el abogado en Harrogate, y adelantó sus planes. Partió en el tren correo dos días más tarde, pero no he podido localizarle en la ciudad.
Ella frunció el ceño.
– Qué extraño. Pensaba que, si él alteraba sus planes como respuesta a mi carta, me hubiera avisado.
– Ciertamente, pero uno nunca debería tratar de predecir las prioridades de los jóvenes. No sabemos por qué había decidido visitar Londres en primer lugar.
Ella hizo una mueca.
– Cierto.
No hablaron más esa noche. Desde su conversación en el estudio, y el subsiguiente intercambio en la glorieta del jardín, Tristan se había reprimido de hacer preparativos para satisfacer sus instintos más allá de lo que podría ser llevado a cabo en los salones de baile.
Aún allí, ambos eran intensamente conscientes el uno del otro, no sólo en el plano físico. Cada toque, cada caricia, cada mirada compartida sólo acrecentaba el ansia.
Ella podía sentir sus nervios crispados, no necesitaba encontrar sus ojos, a menudo oscurecidos, para saber que a él le afectaba aún más duramente.
Pero ella había querido tiempo, y él se lo daba.
Lo que había pedido era lo que recibía.
Mientras Leonora subía las escaleras hacia su dormitorio esa noche, lo admitió, lo aceptó.
Una vez que estuvo acurrucada en su cama, acogedora y caliente, volvió a lo mismo.
No podía dudar para siempre. Ni siquiera otro día más. No era justo para él, ni para ella. Estaba jugando con ambos, atormentándolos. No había ningún motivo, no uno que tuviera relevancia o que importase ya.
Fuera de su puerta, Henrietta gruñó, luego rascó con las uñas y sonó un chasquido; un sonido como si el lebrel se dirigiera hacia las escaleras. Leonora registró el hecho, pero a distancia; permanecía concentrada, sin distraerse.
Aceptar a Tristan, o vivir sin él.
No era una elección. No para ella. No ahora.
Ella iba a aprovechar la oportunidad, a aceptar el riesgo y seguir adelante.
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