La decisión tomó cuerpo en su mente; aguardó, esperando algún rechazo, algún retroceso instintivo, pero si estaba allí, estaría inundado bajo una tranquilizadora marea de certeza. De seguridad.
Casi de alegría.
Repentinamente se le ocurrió que la decisión de aceptar la inherente vulnerabilidad era casi la mitad de la batalla. Al menos para ella.
Repentinamente se sintió alegre, inmediatamente se puso a pensar en cómo contarle a Tristan su decisión, cómo decírselo más apropiadamente.
No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado cuando la realidad de que Henrietta no había regresado a su puesto delante de su puerta se deslizó en su mente.
Eso la distrajo.
Henrietta vagaba a menudo por la casa durante la noche, pero nunca durante mucho tiempo. Siempre regresaba a su lugar favorito en la alfombra del corredor, delante de la puerta de Leonora.
No estaba allí ahora.
Leonora lo supo aún antes de que, envolviéndose en el cobertor, abriera la puerta y mirase.
Un espacio vacío.
La luz trémula del rellano recorría el pasillo. Vaciló, luego, sujetando el cobertor firmemente, se dirigió hacia las escaleras.
Recordó el gruñido de Henrietta antes de que el lebrel se marchara. Podía haber sido en respuesta a un gato cruzando el jardín trasero. Por otra parte…
¿Qué ocurría si Mountford trataba de entrar por la fuerza otra vez?
¿Qué ocurría si le hacía daño a Henrietta?
Su corazón dio un salto. Había tenido a la perra desde que era una bolita de pelo; Henrietta era en verdad su confidente más cercano, el receptor silencioso de centenares de secretos.
Deslizándose como un fantasma escaleras abajo, se decía a sí misma que no fuera tonta. Era un gato. Había montones de gatos en Montrose Place. Tal vez dos gatos, y eso era por lo que Henrietta aún no había regresado arriba.
Alcanzó la parte baja de la escalera y consideró si debía encender una vela. El final de la escalera estaba oscuro; incluso podría tropezarse con Henrietta, que esperaría que ella la viera.
Pasando junto a la mesa auxiliar al fondo del vestíbulo principal, usó el yesquero que había allí para golpear un fósforo y encender una las velas allí depositadas. Tomando el candelabro, atravesó la puerta de tapete verde.
Sujetando la vela en lo alto, fue andando por el corredor. Las paredes saltaban hacia ella cuando la luz de la vela las tocaba, pero todo parecía familiar, normal. Sus zapatillas golpeaban las frías baldosas, atravesó la despensa del mayordomo y el cuarto del ama de llaves, luego fue por el pequeño tramo de escaleras que llevaba hasta las cocinas.
Se detuvo y miró hacia abajo. Todo estaba completamente negro, excepto por débiles parches de luz de luna que se deslizaban a través de las ventanas de la cocina y por el pequeño tragaluz sobre la puerta trasera. A la difusa luz de este último, pudo distinguir el contorno peludo de Henrietta; la perra estaba acurrucada contra la pared del pasillo, con la cabeza entre las patas.
– ¿Henrietta? -forzando sus ojos, Leonora miró con atención hacia abajo.
Henrietta no se movió, no saltó.
Algo estaba mal. Henrietta no era demasiado joven. Temiendo que el lebrel hubiera sufrió un ataque, Leonora se agarró a la barandilla y se apresuró escaleras abajo.
– Henriet-¡Oh!
Se detuvo en el último escalón, boquiabierta, frente al hombre que había avanzado un paso desde las sombras negras para encontrarla.
La luz de la vela titiló sobre su cara en sombras. Sus labios se curvaron en un gruñido.
El dolor estalló en la parte de atrás de su cabeza. Dejó caer la vela, lanzada hacia adelante mientras la luz se extinguía y todo se volvía negro.
Por un instante, pensó que la vela sólo se había apagado, entonces a lo lejos oyó que Henrietta comenzaba a gemir. A aullar. El sonido más horrible y espeluznante del mundo.
Trataba de abrir los ojos y no podía.
El dolor le atravesó la cabeza como un cuchillo. La oscuridad se intensificó y la arrastró.
Regresar a la conciencia no fue agradable. Durante un considerable rato, se quedó quieta, revoloteando en un lugar que no era ni aquí ni allí, mientras las voces se deslizaban por encima de ella, preocupadas, algunas enfadadas, otras temerosas.
Henrietta estaba allí, a su lado. El mastín lloriqueaba y le lamía los dedos. La caricia la condujo inexorablemente de vuelta, atravesando la niebla, hacia el mundo real.
Intentó abrir los ojos. Sus párpados estaban desproporcionadamente pesados; sus pestañas revolotearon. Débilmente, levantó una mano, y se dio cuenta de que tenía un ancho vendaje rodeando su cabeza.
Toda conversación cesó abruptamente.
– ¡Está despierta!
Eso provino de Harriet. La criada corrió a su lado, tomó su mano, la palmeó.
– No se inquiete. El doctor ha venido, y dice que estará como nueva enseguida.
Dejando su mano entre las de Harriet, asimiló eso.
– ¿Estás bien, hermanita?
Jeremy sonaba extrañamente sobresaltado; parecía encontrarse muy cerca. Ella estaba recostada, con los pies más elevados que la cabeza, en una tumbona… debía de estar en la sala.
Una mano torpemente pesada le palmeó la rodilla.
– Sólo descansa, querida, -informó Humphrey-. Sólo el cielo sabe lo que pudo ocurrir, pero… -Su voz tembló y se desvaneció.
Un instante después sonó un gruñido cercano.
– Estará mejor si no la apretuja.
Tristan.
Abrió los ojos, mirándolo directamente, de pie al final de la tumbona.
Su cara estaba más firmemente decidida que nunca. La expresión de sus aristocráticas facciones era una clara advertencia para quien le conociese.
Sus ojos brillantes eran aviso suficiente para cualquiera.
Ella parpadeó. No desvió la mirada.
– ¿Qué ocurrió?
– Te diste un golpe en la cabeza.
– Tenía mucho en que pensar.-Miró a Henrietta; la perra se acercó más-. Bajé a buscar a Henrietta. Ella había bajado las escaleras pero no regresó. Normalmente lo hace.
– Así que fuiste tras ella.
Volvió a mirar a Tristan.
– Pensé que le podía haber ocurrido algo. Y así fue. -Regresó la mirada hacia Henrietta, frunciendo el ceño-. Estaba en la puerta trasera, pero no se movía.
– La drogaron. Oporto con láudano, lo derramaron por debajo de la puerta trasera.
Ella extendió la mano hacia Henrietta, acariciando la cara peluda, mirando a los brillantes ojos marrones.
Tristan cambió de posición.
– Está completamente recuperada, afortunadamente, quienquiera que fuera no usó lo suficiente como para hacerle nada más que dormir ligeramente.
Ella se enderezó bruscamente, se sobresaltó cuando su cabeza le dio una punzada. Miró de nuevo a Tristan.
– Fue Mountford. Lo vi cara a cara al pie de las escaleras.
Por un instante, pensó que realmente gruñiría. La violencia que vislumbró en él, fluyendo a través de sus facciones, daba miedo. Aún más porque en parte esa agresión había estado dirigida, muy definitivamente, a ella.
Su revelación había conmocionado a los demás; se quedaron todos mirándola a ella, no a Tristan.
– ¿Quién es Mountford? -Exigió Jeremy. Miró de Leonora a Tristan- ¿Qué está pasando?
Leonora suspiró.
– Se trata del ladrón, es el hombre que vi en el fondo de nuestro jardín.
Esa simple noticia hizo que las mandíbulas de Jeremy y Humphrey cayeran. Estaban horrorizados, doblemente porque ya no podrían cerrar los ojos, pretendiendo que el hombre era una invención de su imaginación. La imaginación no había drogado a Henrietta ni golpeado la cabeza de Leonora. Forzados a admitir la realidad, soltaron algunas exclamaciones, sorprendidos.
El ruido fue demasiado. Leonora cerró los ojos y se desmayó.
Tristan se sentía como la cuerda de un violín estirada casi hasta romperse, pero cuando vio cerrarse los ojos de Leonora, vio en su frente y sus facciones la inexpresividad de la inconsciencia, tomó aliento, se tragó sus demonios, y echó a todos de la habitación sin rugirles.
Se fueron, pero a regañadientes. Después de todo lo que había oído, todo lo que había aprendido, en su mente habían perdido cualquier derecho que pudieran haber tenido de cuidarla. Incluso su criada, con todo lo devota que parecía.
La envió a preparar una tisana, luego regresó al lado de Leonoar para observala. Estaba quieta, pero su piel ya no se veía tan mortalmente blanca como lo había estado cuando fue el primero que llegó a su lado. Jeremy, sin duda aguijoneado por la culpabilidad, había sido lo suficientemente sensato como para enviar a un lacayo a la casa de al lado; Gasthorpe se había hecho cargo de todo, enviando un sirviente volando a Green Street, y otro a buscar al doctor al que siempre mandaban llamar. Jonas Fingle era un veterano en las campañas de la Península; podía tratar con heridas de cuchillo y pistola sin inmutarse. Un golpe en la cabeza era algo sin importancia, pero basándose en su experiencia, lo que Tristan necesitaba era que así se lo asegurara.
Únicamente eso lo había mantenido ligeramente civilizado.
Percatándose de que Leonora no se despertaría por algún tiempo, alzó la cabeza y miró a través de las ventanas. El amanecer empezaba a vetear el cielo. La urgencia que lo había impelido durante las pasadas horas empezaba a decaer.
Movió uno de los sofás delante de la silla, se dejó caer en él, estirando las piernas, fijando la mirada en la cara de Leonora, y resolvió esperar.
Leonora se despertó una hora después, batiendo los párpados, entreabriéndolos mientras respiraba bruscamente, dolorida.
Posó su mirada en él, y abrió los ojos completamente. Parpadeó, mirando alrededor todo lo que podía sin mover la cabeza.
Él levantó la mandíbula del puño.
– Estamos solos.
Volvió a mirarlo; estudiando su cara. El ceño fruncido.
– ¿Cuál es el agravio?
Había pasado la última hora ensayando cómo contárselo; había llegado la hora, estaba demasiado cansado para dar vueltas. No con ella.
– Tu criada. Estaba histérica cuando llegué.
Parpadeó; cuando abrió los ojos, él pudo ver que ya había entendido, comprendido qué debía haber ocurrido, pero cuando se cruzaron sus miradas, no pudo interpretar su expresión. Seguramente no podía haber olvidado los recientes ataques. Igualmente, no podía imaginar por qué estaba sorprendida con su reacción.
Su voz fue más brusca de lo previsto cuando dijo,
– Me contó sobre los dos ataques anteriores sobre ti. Específicamente sobre ti. Uno en la calle, otro en el jardín delantero.
Con los ojos sobre él, asintió, haciendo un gesto de dolor.
– Pero no fue Mountford.
Eso eran noticias nuevas. Noticias que dispararon su temperamento. Se puso de pie, incapaz de fingir durante más tiempo una calma que estaba lejos de sentir.
Paseaba, maldiciendo. Luego giró la cara hacia ella.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
Ella le aguantó la mirada, sin encogerse lo más mínimo, tranquilamente dijo:
– No creí que fuera importante.
– Que no era… importante. -Apretó los puños, arreglándoselas para mantener el tono razonablemente calmado-. Estabas amenazada, y no crees que eso fuese importante. -Le clavó la mirada-. ¿No pensaste que yo creería que eso era importante?
– No lo era…
– ¡No! -Interrumpió sus palabras con un gesto cortante. Sintiéndose obligado a caminar otra vez, echándole breves miradas, luchando para poner en orden sus pensamientos, con la suficiente exigencia para comunicarse con ella.
Las palabras le quemaban en la lengua, demasiado acaloradas, demasiado violentas para soltarlas.
Palabras que sabía que se arrepentiría al instante de pronunciarlas.
Tenía que centrarse; apeló a su considerable entrenamiento para aguantar, obligándose a ir al meollo del asunto. Despojándose implacablemente del último velo y enfrentando la fría y dura verdad -la principal y cruda verdad de lo que única y verdaderamente importaba.
Abruptamente, se detuvo, respirando crispado. Girando la cabeza hacia ella, mirándola fijamente.
– He venido a cuidar de ti. -Tuvo que sacar a la fuerza las palabras; lenta y solemnemente, rechinaron-. No un poco, sino totalmente. Más totalmente, más completamente, de lo que haya cuidado a algo o a alguien en mi vida.
Respiró con fuerza, manteniendo la mirada fija en sus ojos.
– Cuidar de alguien significa, aunque sea a regañadientes, entregar una parte de ti a su cuidado. Este alguien, a quien se cuida, se convierte en el depositario de esa parte de ti, -le mantuvo la mirada-, de ese algo que has entregado, que es tan profundamente precioso. Tan inmensamente importante. Por consiguiente, ese alguien se convierte en importante, totalmente, infinitamente importante.
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