El corazón de Leonora hizo un ruido sordo en su garganta; el deseo se extendió como fuego salvaje bajo la piel. Le miró el rostro, los finos y móviles labios, sintiendo los suyos propios latir. Entonces levantó la mirada hasta los hipnóticos ojos avellana… y la verdad se desató sobre ella. En todo lo que había pasado entre ellos, todo lo que había compartido hasta la fecha, Tristan aún no le había mostrado, revelado todo.

Revelado, dejado que viera la profundidad, la verdadera extensión de su posesividad. De su pasión, su deseo de tenerla.

Extendió la mano hacia los lazos de su capa, con un tirón los soltó; la prenda se deslizó hasta el suelo, formando un charco tras ella. Llevaba un simple vestido de tarde azul profundo; Leonora vio su mirada vagar por los hombros, francamente posesiva, francamente hambrienta, entonces una vez más encontró su mirada. Elevó una ceja.

– Entonces… ¿qué me darás? ¿Cuánto cederás?

Sus ojos estaban fijos en los de ella; sabía lo que él quería.

Todo.

Sin reservas, sin restricciones.

Sabía en su corazón, sabía por el brinco de sus sentidos que en eso estaban igualados, que sin tener en cuenta cualquier idea en sentido contrario, era y siempre sería incapaz de negarle lo que quería exactamente.

Porque ella también lo quería.

A pesar de su agresividad, a pesar del oscuro deseo que ardía en sus ojos, allí no había nada que temer.

Sólo disfrutar.

Mientras terminaba de pagar su precio.

Se humedeció los labios, observó los suyos.

– ¿Qué quieres que diga? -Su voz fue baja, su tono desvergonzadamente sensual. Encontrando sus ojos, Leonora arqueó una altiva ceja-. ¿Tómame, soy tuya?

Una chispa a la yesca; las llamas flamearon en sus ojos. Chisporrotearon entre ellos.

– Eso -se estiró hacia ella; las manos abarcaron su cintura, la atrajo inflexiblemente contra él-, servirá muy bien.

Inclinando la cabeza, colocó los labios en los de ella, y los llevó directamente dentro del fuego.

Leonora abrió los labios para él, dándole la bienvenida en su interior, disfrutando del calor que le enviaba a borbotones a través de las venas.

Disfrutando de la posesión de su boca, lenta, meticulosa, poderosa, un aviso de todo lo que estaba por venir.

Levantando los brazos, los enroscó alrededor de su cuello, y se abandonó a su destino.

Él pareció saber, sentir su total y completa rendición, a él, a esto, al acalorado momento.

A la pasión y el deseo que se derramaba a través de ellos.

Levantó las manos y enmarcó su cara, sujetándola mientras profundizaba el beso. Uniendo las bocas hasta que respiraron como uno solo, hasta que el mismo ritmo latiente se hubo asentado en sus venas.

Con un bajo murmullo, ella se presionó contra él, incitando lascivamente. Las manos de Tristan dejaron su cara, vagando hacia abajo, curvándose sobre sus hombros, luego trazando sus pechos descaradamente. Cerró los dedos, y las llamas saltaron. Ella tembló, y lo exhortó. Besándole hambrienta, tan exigente como él. Tristan la complació, sus dedos encontraron los tensos picos de los pezones y los estrujaron lentamente, terriblemente, con fuerza.

Leonora rompió el beso con un jadeo. Las manos de él no se detuvieron; estaban en todas partes, masajeando, rozando, acariciando. Poseyendo.

Calentándola. Enviando fuego bajo su piel, haciendo que su pulso ardiera.

– Esta vez te quiero desnuda.

Ella apenas pudo entender las palabras.

– Sin una sola puntada tras la que esconderse.

Ella no podía imaginar lo que él creía que podía esconder. No le preocupaba. Cuando la giró y puso los dedos en sus lazos, ella esperó sólo hasta que sintió que el corsé se aflojaba para deslizar el vestido de los hombros. Fue a deslizar sus brazos fuera de las diminutas mangas…

– No. Espera.

Una orden que no estaba en posición de desobedecer; su juicio estaba nublado, sus sentidos en un ardiente tumulto, la anticipación creciendo con cada aliento, con cada toque posesivo. Pero ahora no la estaba tocando. Levantando la cabeza, inspiró inestable y entrecortadamente.

– Gírate.

Lo hizo, justo cuando el nivel de luz en la pequeña habitación aumentó. Dos pesadas lámparas descansaban a cada lado del enorme escritorio. Tristan puso las mechas más altas; cuando ella le afrontó, se colocó, sentándose apoyado contra el borde delantero del escritorio a mitad de camino entre las lámparas.

Encontró su mirada, luego descendió. Hasta sus pechos, todavía ocultos tras el vaporoso brillo de su camisola de seda.

Levantó una mano, llamándola.

– Ven aquí.

Ella así lo hizo, y a través de la violenta cascada de sus pensamientos recordó que a pesar del hecho de que habían intimado en numerosas ocasiones, él nunca la había visto desnuda en ningún grado de luz.

Una mirada a su cara le confirmó que tenía intención de verlo todo esta noche.

La mano de él se deslizó por su cadera; la atrajo para ponerla frente a él, entre las piernas. Le tomó las manos, una en cada una de las suyas, y se las colocó, con las palmas extendidas, en los muslos.

– No las muevas hasta que te lo diga.

Su boca se quedó seca; no respondió. Sólo observó su cara mientras él deslizaba las mangas del canesú más abajo por sus brazos, luego extendió la mano, no hacia los lazos de su camisola como ella había esperado, sino hacia los montes cubiertos de seda de sus pechos.

Lo que siguió fue un delicioso tormento. Él trazó, acarició, sopesó, masajeó… todo el tiempo mirándola, midiendo sus reacciones. Bajo sus expertos servicios, los pechos se hincharon, crecieron pesados y tensos. Hasta que dolieron. La fina película de seda era lo suficiente para tentar, para provocar, para tenerla jadeando con necesidad… la necesidad de tener sus manos sobre ella.

Piel contra ardiente piel.

– Por favor… -El ruego cayó de sus labios mientras miraba al techo, intentando aferrarse a la cordura.

Sus manos la abandonaron; Leonora esperó, luego sintió sus dedos cerrarse alrededor de las muñecas. Tristan le levantó las manos mientras ella bajaba la cabeza y le miraba.

Sus ojos eran oscuras piscinas encendidas por llamas doradas.

– Muéstrame.

Guió las manos de ella hacia las cintas atadas.

Su mirada se fusionó con la de él, agarró los extremos de los lazos, y tiró, entonces, totalmente cautivada por lo que podía ver en su cara, la desnuda pasión, la necesidad torrencial, desprendió lentamente la fina tela, exponiendo sus pechos a la luz.

Y a él. Su mirada se sentía como llamas, lamiendo, calentando. Sin levantar la mirada, él le cogió las manos y las colocó de nuevo en sus muslos.

– Déjalas ahí.

Liberándole las manos, Tristan levantó las suyas hasta los pechos.

La tortura real comenzó. Él parecía saber justo lo que ella podía aguantar, luego inclinó su cabeza, aliviando un doliente pezón con la lengua, luego lo tomó en la boca.

Dándose un banquete.

Hasta que ella gritó. Hasta que las yemas de sus dedos se aferraron a los músculos de acero de sus muslos. Él chupó y sus rodillas temblaron. Puso un brazo bajo sus caderas y la sostuvo, manteniéndola estable mientras hacía lo que deseaba, grabándose en su piel, en sus nervios, en sus sentidos.

Ella levantó los parpados ligeramente; jadeando, miró hacia abajo. Observó y sintió la oscura cabeza moverse contra ella mientras complacía sus deseos… y los de ella.

Con cada toque de sus labios, cada remolino de su lengua, cada vibrante succión dolorosamente lenta, él implacablemente, sin descanso, atizaba el fuego en ella.

Hasta que ardió. Hasta que, incandescente y vacía, se sintió como un brillante vacío, uno que anhelaba, que le dolía, que desesperadamente necesitaba que él lo llenara. Que lo completara.

Leonora levantó las manos, con un movimiento deslizó los brazos fuera de las mangas, entonces las extendió hacia él, trazando su mandíbula con las palmas, sintiendo el movimiento mientras él succionaba. Volvió a pasar los dedos por el cabello de Tristan; de mala gana, él se echó hacia atrás, liberando la suave carne.

Mirándola a la cara, encontró sus ojos, entonces la puso de pie. Las largas palmas subieron acariciantes, encontrando las acaloradas e hinchadas curvas, luego acarició hacia abajo, por la cintura, siguiendo posesivamente los contornos, empujando hacia abajo el vestido y la camisola, por la turgencia de sus caderas, hasta que con un suave sonido cayeron, formando un charco a sus pies.

La mirada de Tristan había seguido la tela hasta sus rodillas. Las estudió, luego lentamente, deliberadamente, levantó la vista, pasando por sus muslos, deteniéndose en los oscuros rizos de su vértice antes de continuar moviéndose lentamente, hacia arriba, sobre la suave curva de su estómago, sobre su ombligo, la cintura, hasta los pechos, finalmente hasta su cara, sus labios, sus ojos. Un largo y exhaustivo estudio, uno que la dejó sin dudar que él consideraba todo lo que veía, todo lo que era ella, suyo.

Se estremeció, no de frío sino con creciente necesidad. Estiró la mano hacia su corbata.

Tristan le cogió las manos.

– No. Esta noche no.

A pesar del agarre del deseo, Leonora logró un ligero ceño.

– Quiero verte, también.

– Verás bastante de mí durante años. -Se levantó; todavía sosteniéndole las manos, dio un paso a un lado-. Esta noche… te deseo. Desnuda. Mía. -Atrapó su mirada-. En este escritorio.

¿El escritorio? Lo miró.

Tristan le soltó las manos, las cerró alrededor de su cintura y la levantó, colocándola sentada en la parte delantera del escritorio donde había estado apoyado.

La sensación de la caoba pulida bajo su trasero desnudo la distrajo temporalmente.

Tristan le agarró las rodillas, las abrió ampliamente y se puso entre ellas. Le cogió la cara en las manos mientras ella levantaba la mirada, sorprendida, y la besó.

Él dejó que sus riendas se deslizaran, simplemente se dejó ir, dejó que el deseo se propagara y se vertiera a través de él, de ella. Sus bocas se fundieron, sus lenguas se enredaron. Las manos de ella enmarcaron su mandíbula mientras él vagaba más abajo, necesitando encontrar de nuevo la suave carne, necesitando sentir la urgencia de ella, la destellante respuesta a su toque… todas las evidencias de que era realmente suya.

El cuerpo de Leonora era seda líquida bajo sus manos, pasión caliente y urgente. Le agarró las caderas y se inclinó hacia ella, gradualmente moviéndola hacia atrás, finalmente empujándola hacia abajo para yacer sobre el gran escritorio de su tío.

Se retiró del beso, medio enderezándose, aprovechando el momento para bajar la mirada hacia ella, yaciendo desnuda, caliente, y jadeando, sobre la brillante caoba. La madera no era más rica que su cabello, aún sujeto en un nudo en lo alto de su cabeza.

Pensó en eso mientras ponía una mano sobre una rodilla desnuda y lentamente la deslizaba hacia arriba, encontrando el firme músculo de su muslo mientras se inclinaba hacia ella y tomaba su boca de nuevo.

La llenó, reclamándola como un conquistador, luego estableció un ritmo de avance y retirada que ella y su cuerpo conocían bien. Estaba con él en pensamiento y acción, en deseo y urgencia. Leonora se movió bajo sus manos; cerrando una alrededor de su cadera, sujetándola, deslizó los dedos de la otra desde el lugar entre sus pechos hacia su cintura, sobre su estómago para acariciar tentadoramente los húmedos rizos cubriendo su monte de Venus.

Ella jadeó en sus besos. Él se apartó, se echó hacia atrás lo suficiente como para capturar sus ojos, de un brillante e intenso azul violáceo bajo las pestañas.

– Suéltate el cabello.

Leonora parpadeó, agudamente consciente de las yemas de sus dedos acariciándole ociosamente los rizos. Sin tocar exactamente la carne dolorida. Latía; todo en ella pulsaba con anhelo. Con una necesidad imposible de negar.

Levantó los brazos, los ojos fijos en los de él, y lentamente alcanzó las horquillas que sostenían sus largos mechones. Cuando agarró la primera, él la tocó, poniendo la suave punta de un dedo en ella.

Su cuerpo se tensó, se arqueó ligeramente; Leonora cerró los ojos, agarrando la horquilla, y la sacó. Sintiendo la satisfacción de él en su toque, en sus lentas, tentadoras caricias. Levantó los párpados, le vio mirándola; con los dedos buscando, encontró otra horquilla.

Tuvo que cerrar los ojos de nuevo mientras la quitaba… y él se tomaba confianzas con su cuerpo. Tocando, acariciando.

Luego delicadamente tanteó.

Sólo una suave presión a la entrada de su cuerpo.

Suficiente para incitarla, pero no para aplacarla.

Con los ojos cerrados, sacó otra horquilla; un largo dedo se deslizó una fracción más.