Estaba hinchada, palpitante, húmeda. Aspirando un entrecortado aliento, buscó con ambas manos, tiró, y dejó que las horquillas cayeran en una lluvia sobre el escritorio.

Al tiempo que su pelo cayó suelto, él enterró los dedos en su vaina, penetrando, acariciando, avivando. A ella le costaba respirar, sus nervios despiertos, su cuerpo retorciéndose contra su agarre. El largo cabello se esparció por sus hombros, a través del escritorio. Levantó la vista hacia él, y vio su mirada vagando sobre ella, captando su abandono; una absoluta posesión grabada en sus facciones.

Tristan captó su mirada, la estudió, entonces se inclinó hacia abajo, y la besó. Tomó su boca, capturó sus sentidos en un beso narcotizante. Luego sus labios abandonaron los de ella; le levantó más la mandíbula, hundiendo la cabeza para dejar una estela de besos calientes por la firme línea de la garganta, bajando hacia la hinchazón de los pechos. Se entretuvo allí, lamiendo, aliviando, chupando, pero ligeramente, luego su cabello acarició las suaves partes bajas mientras él seguía la línea de su cuerpo, más abajo. Ella estaba luchando por respirar, más allá del lascivo abandono; sentimientos, sensaciones, vertiéndose a través de ella, llenándola, barriéndola.

Sus manos habían ido a descansar sobre los hombros de él; todavía estaba vestido con la chaqueta. El tacto le recordó insistente su vulnerabilidad; Tristan la tenía completamente desnuda, retorciéndose ante él, expuesta en su escritorio como una hurí… jadeó cuando sus labios viajaron por el estómago.

No paró.

– Tristan… ¡Tristan!

Él no hizo caso; Leonora tuvo que tragarse los gritos mientras él le abría más los muslos y se hundía entre ellos. Colocado para darse un banquete como había hecho una vez antes, pero en esa ocasión ella no había estado desnuda, expuesta. Tan vulnerable.

Cerró los ojos. Con fuerza. Intentó reprimir la marea emergente…

Crecía inexorablemente, lametón a lametón, suave latigazo a latigazo, hasta que la capturó. La aferró.

Ella se rompió.

Su cuerpo se arqueó.

Sus sentidos se hicieron pedazos. El mundo desapareció en fragmentos de brillante luz, en una palpitante radiación que la rodeaba, se hundía en ella, a través de ella. Le dejó los huesos fundidos, los músculos flojos, dejó un profundo pozo de calor en su interior, aún vacío.

Incompleta.

Estaba mareada, casi incapacitada, pero se obligó a levantar los párpados. Le echó una mirada mientras él se enderezaba.

Su cuerpo fornido latía con reprimida agresividad, con una poderosa tensión, afinada con precisión. Sus manos le aferraban los muslos desnudos, permanecía mirándola, ojos color avellana ardiendo mientras vagaban por el cuerpo de ella.

Lo que Leonora vio en su cara hizo que sus pulmones se detuvieran, su corazón titubeara, luego latiera con más fuerza.

El deseo desnudo estaba grabado en sus facciones, ásperamente marcado en cada línea de su cara.

Aún así, también había soledad allí, una vulnerabilidad, una esperanza.

Ella lo vio, lo entendió.

Entonces los ojos de Tristan se encontraron con los suyos. Por un instante, el tiempo se detuvo, entonces ella levantó los brazos, débiles como estaban, y lo atrajo hacia ella.

Él se removió. Los ojos fijos en los de ella, se quitó la chaqueta con un encogimiento de hombros, se desprendió de la corbata, se abrió la camisa, desnudando los musculosos contornos de su pecho, ligeramente espolvoreado con vello negro. Al recordar la sensación de sentir ese vello raspando contra su sensibilizada piel mientras él se movía dentro de ella, hizo que sus pechos se hincharan hasta una dolorosa plenitud, los pezones arrugándose tensos. Él lo vio. Alargó la mano hacia su cinturilla. Desabrochó los botones, liberó su erección.

Echó una mirada hacia abajo solo brevemente, encajándose en ella, entonces se introdujo, sólo un poquito.

Y levantó la vista. Capturó su mirada de nuevo, luego se inclinó, apoyando las manos en la mesa a cada lado de su cabeza, moviendo los dedos por su cabello. Se inclinó más cerca, acariciando sus labios.

Los ojos fijos en los suyos una vez más, empujó dentro de ella.

Leonora se elevó bajo él. Sus alientos se mezclaron mientras ella se arqueaba, se ajustaba, tomándolo en su interior. Al final, se introdujo profundamente y la llenó. El aliento cayó de sus labios; cerró los ojos, deleitándose en la sensación de tenerlo enterrado en su interior. Entonces levantó una mano, metiéndole los dedos en el cabello, atrayéndole la cabeza a la suya, y colocó los labios en los de él. Abrió la boca, invitándolo a entrar.

Invitándolo flagrantemente a saquear.

Y Tristan lo hizo.

Cada poderoso empuje la elevaba, la desplazaba.

Interrumpieron el beso. Sin esperar instrucciones, ella levantó las piernas y le rodeó con ellas las caderas. Oyó su gemido, vio el vacío barrer su cara mientras aprovechaba para hundirse más profundo, empujando más duro, más lejos. Enfundándose en ella.

Tristan cerró una mano alrededor de su cadera, anclándola contra las repetitivas invasiones. Cuando el ritmo aumentó, se inclinó hacia ella de nuevo, dejó que sus labios acariciaran los suyos, entonces se sumergió en su boca mientras su cuerpo se sumergía salvajemente en el de ella.

Mientras perdía todo el control y se daba a ella.

Como ella ya se había dado, en cuerpo y alma, mente y corazón, a él.

Leonora se dejó ir, realmente se liberó, permitiéndole tomarla como él deseaba.

Incluso atrapado en mitad de una increíblemente poderosa pasión, Tristan sintió su decisión, su total rendición al momento… su rendición a él. Estaba con él, no sólo unidos físicamente sino en otro lugar, de otro modo, a otro nivel.

Nunca había alcanzado ese místico lugar con ninguna otra mujer; nunca había soñado que semejante experiencia abrasadora para el alma sería suya. Pero ella le tomó en su interior, cabalgando cada estocada, envolviéndole en el calor de su cuerpo… y alegremente, con verdadero abandono, le dio todo lo que pudo desear, todo lo que había anhelado.

Rendición incondicional.

Leonora había dicho que sería suya. Ahora lo era. Para siempre.

No necesitaba más seguridad, ni evidencias más allá del fuerte agarre de su cuerpo, la suave contorsión de sus desnudas curvas bajo él.

Pero siempre había querido más, y ella se lo había dado sin preguntar.

No sólo su cuerpo, sino esto… una entrega sin trabas a él, a ella, a lo que se extendía entre ellos.

Eso se elevaba en una marea, imposible de controlar. Los derribó, estrellándose, arremolinándose, haciéndolos jadear, aferrarse. Luchar por respirar. Luchar por el agarre a la vida; después se perdió mientras el resplandor los inundaba, mientras sus cuerpos se pegaban, sin separarse, estremeciéndose.

Tristan derramó su semilla profundo en el interior de ella, manteniéndose tenso, inmóvil, mientras el éxtasis los empapaba.

Los llenaba, hundiéndose profundo, luego lentamente menguó y se debilitó.

Él se dejó ir, sintió los músculos relajarse, permitió que Leonora lo sostuviera, lo acunara, con la frente inclinada hacia la de ella.

Abrazados, los labios acariciándose, juntos se rindieron a su destino.


Ella se quedó durante horas. Se dijeron pocas palabras. No había necesidad de explicar nada entre ellos; ninguno necesitaba ni quería que palabras inadecuadas se inmiscuyeran.

Tristan volvió a atizar el fuego. Se desplomó en un sillón frente a él con ella acurrucada en su regazo, aún desnuda, con la chaqueta echada sobre ella para mantenerla caliente, los brazos bajo ella, las manos en su piel desnuda, su cabello como seda salvaje aferrada a ambos… habría permanecido así felizmente para siempre.

Bajó la mirada hacia Leonora. La luz del fuego doraba su cara. Más temprano había coloreado de oro su cuerpo cuando había estado de pie desvergonzada ante las llamas y le había permitido examinar cada curva, cada línea. Esta vez, la había dejado en gran medida sin marcas; sólo eran visibles las huellas de las yemas de sus dedos en la cadera, donde la había sujetado.

Leonora levantó la vista, captó su mirada, sonrió, luego apoyó la cabeza en su hombro. Bajo su palma, extendida sobre el desnudo pecho, el corazón le latía firmemente. El latido hizo eco en su sangre. Por todo su cuerpo.

La proximidad los abrigó, los unió de un modo que no podía definir, que ciertamente no había esperado.

Él tampoco lo había esperado, aunque ambos lo habían aceptado.

Una vez aceptado, no podía ser negado.

Tenía que ser amor, pero ¿quién era ella para decirlo? Todo lo que sabía era que para ella era inmutable. Inalterable, fijo, y para siempre.

Lo que fuera que deparara el futuro -matrimonio, hijos, cargas familiares, todo lo demás- tendría eso, esa fuerza, a la que apelar.

Se sentía bien. Mejor de lo que hubiera imaginado que nada se podía sentir.

Estaba donde pertenecía. En sus brazos. Con amor entre ellos.

CAPÍTULO 16

A la mañana siguiente, Leonora bajó al salón del desayuno algo más tarde de lo habitual; normalmente era la primera de la familia en levantarse, pero esta mañana había dormido hasta tarde. Con un brío evidente en su andar y una sonrisa en los labios, se deslizó por el umbral… y se detuvo abruptamente.

Tristan estaba sentado al lado de Humphrey, escuchando atentamente mientras devoraba tranquilamente un plato de jamón con salchichas.

Jeremy estaba sentado enfrente de él; los tres hombres levantaron la vista, luego Tristan y Jeremy se pusieron de pie.

Humphrey le sonrió.

– ¡Bien, mi querida! ¡Enhorabuena! Tristan nos ha comunicado las novedades. ¡Tengo que confesar que estoy completamente encantado!

– En efecto, hermanita. Enhorabuena. -Inclinándose sobre la mesa, Jeremy le tomó la mano y la atrajo hacia sí para plantarle un beso en la mejilla-. Excelente elección -murmuró.

La sonrisa de ella se tornó un poco más fija.

– Gracias.

Miró a Tristan, esperando ver algún grado de disculpa. En vez de ello, él encontró su mirada con una expresión calmada, confiada, segura. Tomando buena nota de esto último, Leonora inclinó la cabeza.

– Buenos días.

El “milord” se atascó en su garganta. No olvidaría tan pronto su noción de un final adecuado a su reconciliación la noche anterior. Más tarde, él la había vestido, y luego transportado al carruaje, haciendo caso omiso de sus hasta entonces completamente débiles protestas, y la acompañó a Montrose Place, dejándola en el pequeño salón del Número 12 mientras recogía a Henrietta, luego escoltándolas a ambas hasta la puerta principal.

Afablemente, él le cogió la mano, la levantó brevemente hasta sus labios, entonces retiró la silla para ella.

– Confío en que hayas dormido bien.

Ella le echó una mirada mientras él volvía a sentarse a su lado.

– Como una muerta.

Los labios de él se movieron nerviosamente, pero simplemente inclinó la cabeza.

– Estábamos diciéndole a Tristan que los diarios de Cedric, a primera vista, no encajan en ninguna de las pautas habituales. -Humphrey hizo una pausa para tomar un bocado de huevos.

Jeremy se hizo cargo del relato.

– No están organizados por temas, que es lo más habitual con estas cosas, y como habrás visto -inclinó la cabeza hacia Leonora-, las entradas no están en ningún tipo de orden cronológico.

– Hmm. -Humphrey masticó, luego tragó-. Tiene que haber alguna clase de clave, pero es perfectamente posible que Cedric la mantuviera en la cabeza.

Tristan frunció el ceño.

– ¿Significa eso que no podremos entender los diarios?

– No -respondió Jeremy-. Sólo significa que nos llevará más tiempo. -Echó una mirada a Leonora-. Recuerdo vagamente que habías mencionado cartas, ¿no?

Ella asintió.

– Hay muchas. Sólo he mirado las del último año.

– Es mejor que nos las des -dijo Humphrey-. Todas. De hecho, cada pedacito de papel de Cedric que puedas encontrar.

– Los científicos -añadió Jeremy-, especialmente los herbolarios, son célebres por escribir información vital en pedacitos de lo que tengan a mano.

Leonora hizo una mueca.

– Pediré a las criadas que reúnan todo lo que haya en el taller. Tenía la intención de buscar en el dormitorio de Cedric… lo haré hoy.

Tristan la miró.

– Te ayudaré.

Ella giró la cabeza para verificar su expresión y ver lo que pretendía realmente…

– ¡Aaah! ¡Aieee-ah!

Los gritos histéricos venían de lejos. Todos los oyeron. Los gritos continuaron claramente durante un instante, luego fueron mitigados… por la puerta de tapete verde, se dieron cuenta, cuando un lacayo, asustado y pálido, resbaló hasta pararse en la entrada del salón.