Esos habían sido mucho más aterradores.

No le había hablado a nadie más que a Harriet acerca de esos incidentes, ni a su tío Humphrey ni a su hermano Jeremy ni a ningún otro miembro del personal. No tenía sentido alarmar al personal, y en cuanto a su tío y su hermano, si conseguía hacerles creer que los incidentes efectivamente habían ocurrido y no eran una invención de su poco fiable imaginación femenina, sólo restringirían sus movimientos, entorpeciendo adicionalmente su capacidad para lidiar con el problema. Identificando a los responsables y las razones que tenían, y asegurándose de que no hubieran futuros incidentes.

Esa era su meta; tenía esperanzas de que el caballero de la casa de al lado, la llevara un paso más allá en su camino.

Alcanzando la alta puerta de hierro forjado fijada en la alta pared de piedra, tiró para abrirla y pasó a través de ella, doblando a su derecha, hacia el número 12.

Y chocó contra un monumento andante.

– ¡Oh!

Se estrelló contra un cuerpo que parecía de piedra.

No cedió ni una pulgada, pero se movió rápido como un relámpago.

Duras manos cogieron sus brazos por encima de los codos.

Unas chispas llamearon y crepitaron, encendidas por la colisión. La sensación destelló del lugar donde la sujetaban esos dedos.

La mantuvo firme, evitando que cayera.

También la tenía atrapada.

Se le encogieron los pulmones. Sus ojos se agrandaron, se encontraron y se entrelazaron con una dura mirada de color avellana, sorprendentemente aguda. Mientras lo observaba, el hombre pestañeó; sus pesados párpados descendieron, ocultando los ojos. Las líneas de su rostro, hasta ese momento cinceladas en granito, se suavizaron en una expresión de natural encanto.

Sus labios fueron los que experimentaron el mayor cambio… de ser una línea rígida y determinada, pasaron a una curvada y seductora expresividad.

Sonrió.

Ella arrastró la mirada nuevamente hacia sus ojos. Se ruborizó.

– Cuanto lo siento. Le ruego que me disculpe -confundida dio un paso atrás, soltándose de su agarre. Los dedos de él cedieron; sus manos se deslizaron apartándose de ella. ¿Era su imaginación la que catalogó la retirada como reacia? Se le erizó la piel; se le crisparon los nervios. Extrañamente sin aliento, se apresuró a continuar-. No lo vi venir…

Su mirada revoloteó hacia detrás de él… hacia la casa del número 12. Registró el camino de donde venía él, y lo único que podía haberlo ocultado durante su previa exploración de la calle, eran los árboles que estaban a lo largo de la pared que servía de límite entre el número 12 y el número 14.

Su confusión se evaporó abruptamente; lo miró.

– ¿Es usted el caballero del número 12?

El hombre ni siquiera parpadeó; ni un aleteo de sorpresa ante tan extraño saludo, casi una acusación dado su tono, asomó a ese encantador rostro. Tenía el cabello castaño oscuro, y lo llevaba un poco más largo de lo que dictaba la moda; sus facciones poseían una tendencia distintivamente aristocrática. Pasó un instante, breve pero palpable, luego inclinó la cabeza.

– Tristan Wemyss. Trentham, como penitencia -desvió la mirada hacia la reja abierta-. ¿Asumo que usted vive aquí?

– Ciertamente. Con mi tío y mi hermano -alzando la barbilla, aspiró hondo, fijó los ojos en los de él, que eran de un brillante color verde y dorado debajo de sus oscuras pestañas-. Me alegra haberme encontrado con usted. Deseaba preguntarle si usted y sus amigos eran los compradores que pretendieron adquirir la casa de mi tío el pasado mes de noviembre, por mediación del agente Stolemore.

La mirada de él retornó a su rostro, estudiándolo como si pudiera leer en él mucho más de lo que a ella le hubiera gustado. Era alto, de amplios hombros; su escrutinio no le dio oportunidad de evaluarlo más allá de eso, pero la impresión que le dio fue de una tranquila elegancia, una fachada elegante bajo la cual una inesperada fuerza acechaba. Sus sentidos registraron las contradicciones entre cómo se veía y cómo se sentía en el instante en que había chocado contra él.

Ni el nombre ni el título significaban nada para ella aún; más tarde tendría que buscarlos en el Debrett *. Lo único que se le ocurría que estaba fuera de lugar era el leve bronceado que coloreaba su piel… un recuerdo se agitó en su mente, pero, trabada por su mirada, no pudo fijar esa impresión. El cabello le caía en suaves ondas sobre la cabeza, enmarcando una amplia frente sobre unas arqueadas cejas oscuras que ahora se fruncían en un ceño.

– No -dudó, luego agregó-. Oímos que el número 12 estaba a la venta a mediados de enero, a través de un conocido. Es cierto que Stolemore se ocupó de la venta, pero tratamos directamente con los propietarios.

– Oh -su seguridad se evaporó; su beligerancia se desinfló. No obstante se sintió obligada a preguntar-. ¿Así que no eran ustedes los que estaban detrás de las primeras ofertas? ¿O de los otros incidentes?

– ¿Primeras ofertas? ¿Entiendo que alguien estaba ansioso por comprar la casa de su tío?

– Así es. Muy ansioso -casi la había vuelto loca-. Sin embargo, si no eran usted y sus amigos… -hizo una pausa-. ¿Está seguro que ninguno de sus amigos…?

– Muy seguro. Estuvimos juntos en esto desde el principio.

– Ya veo -decidida, aspiró hondo, levantó la babilla aún más alto. Él era una cabeza más alto que ella; era difícil adoptar una postura severa-. En ese caso, siento que debo preguntarle qué piensan hacer con el número 12, ahora que lo han comprado. Entiendo que ni usted ni sus amigos van a establecer su residencia aquí.

Sus pensamientos -sus sospechas- estaban a la vista, claras en sus adorables ojos azules. Su color era sorprendente, no eran ni violetas ni azules; a Tristan le recordaron al color de las vincapervincas a la luz del crepúsculo. Su súbita aparición, el breve -demasiado breve- momento en que chocaron, cuando contra toda probabilidad, había caído en sus brazos… considerando sus previos pensamientos acerca de ella, considerando la obsesión que había ido creciendo en su interior en las pasadas semanas, mientras desde la ventana de la biblioteca del número 12 la había estado observando pasear por el jardín, la abrupta presentación lo había dejado a la deriva.

La obvia dirección que estaban tomando sus pensamientos lo obligaron a volver rápidamente a la tierra.

Enarcó una ceja, con algo de altanería.

– Mis amigos y yo sólo deseamos un sitio tranquilo donde reunirnos. Le aseguro que nuestros intereses no son de ninguna forma nefastos, ilícitos o… -iba a decir “socialmente inaceptables”; pero las matronas de la aristocracia probablemente no hubiesen estado de acuerdo. Sosteniendo su mirada, sustituyó locuazmente lo anterior-, del tipo que causarían un alzamiento de cejas ni siquiera entre los más remilgados.

Lejos de haber sido puesta en su lugar, ella entrecerró los ojos.

– Pensé que para eso estaban los clubes de caballeros. En Mayfair, hay una gran cantidad de establecimientos de ese tipo y está a sólo unas manzanas de aquí.

– Es cierto. Nosotros, sin embargo, valoramos nuestra privacidad -no iba a explicarle las razones de su club. Antes de que ella pudiera pensar en otra forma de sondearlo más, tomó la iniciativa-. Esa gente que trató de comprar la casa de su tío, ¿cómo de insistentes fueron?

La nunca olvidada irritación llameó en sus ojos.

– Demasiado insistentes. Se convirtieron -o mejor dicho, convirtieron al agente- en una verdadera plaga.

– ¿Nunca se dirigieron a su tío personalmente?

Ella frunció el ceño.

– No. Stolemore entregó todas las ofertas, pero eso ya fue suficientemente malo.

– ¿Por qué lo dice?

Como ella vacilaba, él infirió.

– Stolemore fue el agente de la venta del número 12. Voy de camino a hablar con él. ¿Fue él, el que se portó de forma ofensiva, o…?

Ella hizo una mueca.

– Realmente no puedo decir que fuera él. En verdad, sospecho que era la parte para la cual estaba oficiando de intermediario… ningún agente podría continuar en el negocio si habitualmente se comportara de esa forma, y a veces Stolemore parecía avergonzado.

– Ya veo -la miró a los ojos-. ¿Y cuales fueron los otros “incidentes” que mencionó?

No quería decírselo, deseaba no habérselos mencionado jamás; eso fue evidente en sus ojos, en la forma en que frunció los labios.

Impertérrito, Tristan sencillamente esperó; su mirada fija en la de ella, dejó que el silencio se prolongara, adoptó una postura nada amenazadora, pero sí inamovible. Como muchos habían hecho antes, ella captó el mensaje correctamente.

– Ha habido dos intentos de asaltar nuestra casa -contestó un poco irritada.

Él frunció el ceño.

– ¿Dos intentos después de que se negaran a vender?

– El primero fue una semana después de que Stolemore finalmente aceptara la derrota y dejara de insistir.

Él dudó, pero fue ella la que puso sus pensamientos en palabras.

– Por supuesto, que no hay nada que conecte los intentos de robo con la oferta de comprar la casa.

Salvo que ella creía que había una conexión.

– Pensé -continuó-, que si usted y sus amigos habían sido los misteriosos compradores interesados en la casa, entonces eso hubiera significado que los intentos de robo y… -se interrumpió a sí misma, inspiró-, no estaban conectados sino que tendrían que provenir de otro lado.

Él inclinó la cabeza; su lógica, hasta el momento, era intachable, aunque era evidente que no se lo había contado todo. Se debatió acerca de si debía presionarla, si debía preguntarle directamente si los intentos de robo habían sido la única razón por la que saliera corriendo a enfrentarlo, descuidando deliberadamente las sutilezas sociales. Ella lanzó una rápida mirada a la reja de la casa de su tío.

El interrogatorio podía esperar; en esta ocasión, tal vez Stolemore pudiera brindarle más información. Cuando volvió a mirarlo le dedicó una sonrisa. Encantadora.

– Creo que en este momento tiene ventaja sobre mí -cuando ella parpadeó, continuó-. Dado que de cierta forma seremos vecinos, creo que sería apropiado que me dijera su nombre.

Lo miró, no por prudencia sino evaluándolo. Luego inclinó la cabeza y extendió la mano.

– Señorita Leonora Carling.

La sonrisa de él se hizo más amplia, tomó sus dedos fugazmente, sintiendo el impulso de sostenerlos por más tiempo. Después de todo, no estaba casada.

– Buenas tardes, señorita Carling. ¿Y su tío es?

– Sir Humphrey Carling.

– ¿Y su hermano?

Un ceño comenzó a formarse sobre sus ojos.

– Jeremy Carling.

Tristan continuó sonriendo, todo confianza.

– ¿Y hace mucho que vive aquí? ¿Es un vecindario tan tranquilo como parece a primera vista?

Al verla entrecerrar los ojos se dio cuenta de que no había caído en su trampa; sólo contestó a la segunda pregunta.

– Enteramente tranquilo, hasta hace poco -Leonora sostuvo su inquietante mirada penetrante y agregó, tan severamente como pudo-. Uno espera que continúe de esa forma.

Vio que sus labios de él se curvaban antes de bajar la mirada.

– Ciertamente -con una seña, la invitó a que caminara con él los pocos pasos que la separaban de la reja de la puerta.

Ella se volvió, y sólo entonces se dio cuenta de que su consentimiento era un tácito reconocimiento de que había salido corriendo exclusivamente para encontrarse con él. Alzó la vista, encontró su mirada… y supo que él había tomado el hecho como la admisión que era. Bastante perturbador. El brillo que vislumbró en sus ojos almendrados, un destello que hizo que sus sentidos se alteraran y que contuviera el aliento, fue infinitamente mucho más perturbador.

Pero luego las pestañas velaron sus ojos y sonrió, tan encantadoramente como antes. Estaba completamente segura de que esa expresión era una máscara.

Se detuvo frente a la puerta y le extendió la mano.

La cortesía la forzó a ofrecerle los dedos otra vez para que los tomara.

Su mano se cerró; sus agudos y demasiado perspicaces ojos atraparon su mirada.

– Espero con ansias que nuestra relación se prolongue, señorita Carling. Le ruego que le dé mis saludos a su tío; a la brevedad los visitaré para presentar mis respetos.

Leonora inclinó la cabeza aferrándose conscientemente a la cortesía mientras anhelaba liberar los dedos. Constituía todo un esfuerzo evitar que temblaran entre los de él; su toque sereno, firme y un poco demasiado fuerte, afectaba su equilibrio de una forma de lo más peculiar.

– Buenas tardes, Lord Trentham.

Él la soltó e hizo una elegante reverencia.

Leonora se dio la vuelta, pasó por la puerta, y luego la cerró. Sus ojos tocaron brevemente los de él antes de dirigirse hacia la casa.