– ¡Señor Castor! ¡Tiene que venir rápido!
Castor, con un plato de servir en sus ancianas manos, lo miró con los ojos muy abiertos.
Humphrey se quedó mirando.
– ¿Qué diablos pasa, hombre?
El lacayo, completamente fuera de su habitual aplomo, se inclinó e hizo una reverencia a los que estaban alrededor de la mesa.
– Es Daisy, señor. Milord. De la puerta de al lado. -Se fijó en Tristan, que se estaba levantando-. Acaba de entrar apresuradamente, llorando y conmocionada. Parece que la señorita Timmins se cayó por las escaleras y… bueno, Daisy dice que está muerta, milord.
Tristan tiró su servilleta a la mesa y rodeó la silla.
Leonora se levantó justo cuando pasaba por su lado.
– ¿Dónde está Daisy, Smithers? ¿En la cocina?
– Sí, señorita. Está aceptando algo terrible.
– Iré a verla. -Leonora corrió al vestíbulo, consciente de Tristan siguiéndola. Lo miró, se dio cuenta de su expresión severa, encontró sus ojos-. ¿Irás a la casa de al lado?
– En un minuto. -Su mano le tocó la espalda, un curioso gesto de consuelo-. Primero quiero escuchar lo que Daisy tiene que decir. No es ninguna tonta… si dice que la señorita Timmins está muerta, entonces probablemente lo esté. No irá a ninguna parte.
Leonora hizo una mueca interiormente y empujó la puerta hacia el pasillo que llevaba a la cocina. Tristan, se recordó, estaba mucho más acostumbrado a lidiar con la muerte que ella. No era un pensamiento agradable, pero dadas las circunstancias, le dio un cierto consuelo.
– ¡Oh, señorita! ¡Oh, señorita! -le suplicó Daisy en el instante en que la vio-. No sé qué hacer. ¡No pude hacer nada! -Se sorbió las lágrimas, se limpió los ojos con el paño que Cook le apretó en la mano.
– Venga, Daisy. -Leonora alcanzó una de las sillas de la cocina; Tristan se anticipó, levantándola y colocándola para que se sentara frente a Daisy. Leonora se sentó, sintió a Tristan apoyar sus manos en el respaldo de la silla-. Lo que tienes que hacer ahora, Daisy, lo que ahora sería de más ayuda a la señorita Timmins, es que te serenaras. Inspira profundamente, eso es, buena chica, y dinos a su señoría el conde y a mí, lo que sucedió.
Daisy asintió, obedientemente aspiró aire y luego lo soltó:
– Todo comenzó normal esta mañana. Bajé de mi habitación por la escalera trasera, llené el hogar y encendí el fuego de la cocina, después preparé la bandeja de la señorita Timmins. Entonces fui a subírsela… -Los enormes ojos de Daisy se empañaron con lágrimas-. Entré por la puerta, como de costumbre, y puse la bandeja en la mesa del vestíbulo para retocarme el cabello y arreglarme antes de subir… y allí estaba.
La voz de Daisy tembló y se quebró. Lágrimas brotaron, las limpió furiosamente.
– Estaba tirada allí, al fondo de la escalera, como un pequeño pájaro roto. Me acerqué corriendo, naturalmente, y la inspeccioné, pero no pude hacer nada. Se había ido.
Por un momento, nadie dijo nada; todos habían conocido a la señorita Timmins.
– ¿La tocaste? -preguntó Tristan, su tono suave, casi tranquilizador.
Daisy asintió.
– Sí… le di una palmadita en la mano, y en la mejilla.
– Su mejilla… ¿estaba fría? ¿Te acuerdas?
Daisy lo miró, frunciendo el ceño mientras pensaba. Luego asintió.
– Sí, tiene razón. Su mejilla estaba fría. No pensé en nada acerca de sus manos… siempre estaban frías. Pero las mejillas… Sí, estaban frías. -Pestañeó hacia Tristan-. ¿Significa eso que llevaba muerta un rato?
Tristan se enderezó.
– Significa que es probable que haya muerto hace algunas horas. En algún momento durante la noche. -Dudó, luego preguntó-. ¿Alguna vez deambulaba durante la noche? ¿Lo sabes?
Daisy negó con la cabeza. Había parado de llorar.
– No que yo supiera. Nunca mencionó nada de eso.
Tristan asintió, se echó atrás.
– Nos encargaremos de la señorita Timmins
Su mirada incluyó a Leonora. Ella también se levantó, pero miró a Daisy.
– Es mejor que te quedes aquí. No sólo por el día, sino también por la noche. -Vio a Neeps, el ayuda de cámara de su tío, merodeando, preocupado-. Neeps, ¿puedes ayudar a Daisy a recoger sus cosas después de la comida?
Él hombre hizo una reverencia.
– Por supuesto, señorita.
Tristan hizo señas con la mano a Leonora para que pasara; ella lo condujo fuera de la cocina. En el vestíbulo principal encontraron a Jeremy esperando.
Estaba claramente pálido.
– ¿Es verdad?
– Debe serlo, me temo. -Leonora fue hacia el perchero del vestíbulo y descolgó su capa. Tristan la había seguido; la tomó de sus manos.
La sostuvo, y miró a Leonora.
– ¿Supongo que no puedo convencerte de que esperes con tu tío en la biblioteca?
Ella encontró su mirada.
– No.
Él suspiró.
– Pensé que no. -Le cubrió los hombros con la capa, luego estiró la mano alrededor de ella para abrir la puerta principal.
– Yo también voy. -Jeremy los siguió al porche, y luego por el camino serpenteante.
Llegaron a la puerta principal del Número 16; Daisy la había dejado sin cerrar con llave. Abriendo la puerta completamente, entraron.
La escena estaba exactamente como Leonora la había imaginado a partir de las palabras de Daisy. Al contrario de su casa, con su amplio vestíbulo principal con la escalera en la parte de atrás mirando a la puerta principal, aquí, el vestíbulo era estrecho y la parte alta de la escalera estaba por encima de la puerta; el fondo de la escalera estaba en la parte de atrás del vestíbulo.
Ahí era donde la señorita Timmins estaba tendida, arrugada como una muñeca de trapo. Tal y como Daisy había dicho, había pocas dudas de que la vida la hubiera abandonado, pero Leonora se acercó. Tristan se había detenido delante de ella, bloqueando el vestíbulo; puso las manos en su espalda y lo empujó suavemente; después de un instante de vacilación, él se hizo a un lado y la dejó pasar.
Leonora se agachó al lado de la señorita Timmins. Tenía puesto un camisón de grueso algodón y un chal de encaje envuelto alrededor de los hombros. Sus miembros estaban torpemente torcidos, pero decentemente cubiertos; un par de zapatillas estaban en sus pequeños pies.
Sus párpados estaban cerrados, los pálidos ojos azules ocultos. Leonora le retiró los finos rizos blancos, notó la fragilidad extrema de la piel acartonada. Tomando una pequeña mano con aspecto de garra en la suya, alzó la mirada hacia Tristan mientras éste se paraba a su lado.
– ¿Podemos moverla? No parece haber ninguna razón para dejarla así.
Él estudió el cuerpo por un momento; ella se quedó con la impresión que estaba fijando la posición en su memoria. Echó un vistazo a la escalera, hasta la cima. Entonces asintió.
– La levantaré. ¿El salón principal?
Leonora asintió, liberó la mano huesuda, se levantó y fue a abrir la puerta del salón.
– ¡Oh!
Jeremy, quien había avanzado pasando el cuerpo, por delante de la mesa del vestíbulo con la bandeja del desayuno y hacia la escalera de la cocina, volvió por la puerta oscilatoria.
– ¿Qué es esto?
Sin habla, Leonora simplemente se quedó mirando.
Con la señorita Timmins en sus brazos, Tristan surgió detrás de ella, miró por encima de su cabeza, luego le dio un codazo hacia delante.
Ella volvió en sí con un sobresalto, luego se apresuró a enderezar las almohadas del diván.
– Ponla aquí. -Echó un vistazo alrededor a los destrozos de la sala antes meticulosa.
Los cajones estaban retirados, vaciados en las alfombras. Las propias alfombras habían sido retiradas, apartadas a un lado. Algunos de los adornos habían sido aplastados en el hogar. Los cuadros en las paredes, los que todavía estaban en sus ganchos, colgaban de cualquier modo.
– Debieron ser ladrones. Debe de haberlos oído.
Tristan se enderezó después de acostar suavemente a la señorita Timmins. Con los miembros extendidos y la cabeza en una almohada, simplemente parecía estar profundamente dormida. Se giró hacia Jeremy, parado en la puerta abierta, mirando alrededor con asombro.
– Ve al Número 12 y dile a Gasthorpe que necesitamos a Pringle de nuevo. Inmediatamente.
Jeremy levantó la mirada hacia su cara, luego asintió y se fue.
Leonora, ocupada con el camisón de la señorita Timmins, le colocó el chal como sabía que le habría gustado, y levantó la mirada hacia él.
– ¿Por qué Pringle?
Tristan encontró su mirada, vaciló, entonces dijo:
– Porque quiero saber si se cayó o fue empujada.
– Se cayó. -Pringle cuidadosamente volvió a empaquetar su bolsa negra-. No hay una marca en ella que no pueda ser explicada por la caída, y ninguna que se parezca a un cardenal por el agarre de un hombre. A su edad, habría cardenales.
Echó un vistazo por encima de su hombro hacia el pequeño cuerpo echado en el diván.
– Era frágil y vieja, en todo caso no hubiera permanecido en este mundo mucho más tiempo, pero aún así… Aunque un hombre podría fácilmente haberla agarrado y arrojado por la escalera, no podría haberlo hecho sin dejar algún rastro.
Con la mirada puesta en Leonora, arreglando un vaso en la mesa junto al diván, Tristan asintió.
– Eso es un pequeño alivio.
Pringle cerró la bolsa de golpe, lo miró mientras se enderezaba.
– Posiblemente. Pero aún queda la pregunta de porqué estaba fuera de la cama a esa hora -en algún momento a altas horas, digamos entre la una y las tres-, y lo que la asustó tanto; fue casi seguramente miedo, suficiente para hacerla desmayarse.
Tristan se centró en Pringle.
– ¿Cree que se desmayó?
– No lo puedo probar, pero si tuviera que adivinar lo que pasó… -Pringle señaló con la mano el caos de la habitación-. Escuchó los sonidos de esto, y vino a ver. Se paró en la cima de la escalera y trató de ver lo que sucedía abajo. Vio un hombre. De repente. Susto, desmayo, caída. Y aquí estamos.
Tristan, mirando al diván y a Leonora detrás de él, no dijo nada por un instante, después asintió, miró a Pringle, y le ofreció la mano.
– Tal y como dice, aquí estamos. Gracias por venir.
Pringle le estrechó la mano, una sombría sonrisa coqueteando en sus labios.
– Pensé que dejar el ejército significaría una práctica rutinaria aburrida… contigo y con tus amigos cerca, por lo menos no estaré aburrido.
Con un intercambio de sonrisas, se separaron. Pringle se marchó, cerrando la puerta principal detrás de él.
Tristan caminó alrededor del respaldo del diván hacia donde estaba Leonora, bajando la mirada hacia la señorita Timmins. Puso un brazo alrededor de Leonora, abrazándola suavemente.
Ella se lo permitió. Se apoyó en él por un instante. Sus manos estaban fuertemente apretadas.
– Parece tan tranquila.
Un momento pasó, luego se enderezó y lanzó un gran suspiro. Se alisó las faldas y miró alrededor.
– Entonces… un ladrón entró a la fuerza y registró esta habitación. La señorita Timmins lo oyó y salió de la cama para investigar. Cuando el ladrón volvió al vestíbulo, ella lo vio, se desmayó, cayó… y murió.
Cuando Tristan no dijo nada, se giró hacia él. Buscó sus ojos. Frunció el ceño.
– ¿Qué tiene de malo eso como deducción? Es perfectamente lógico.
– Sí. -Le cogió la mano, se volvió hacia la puerta-. Sospecho que eso es precisamente lo que se supone que debemos pensar.
– ¿Se supone?
– Te olvidaste de algunos hechos pertinentes. Uno, no hay ni una sola cerradura en las ventanas o en las puertas forzada o inexplicablemente dejada abierta. Tanto Jeremy como yo lo verificamos. Dos -entrando en el vestíbulo, haciendo que pasara por delante de él, volvió a mirar hacia el salón-, ningún ladrón que se respete dejaría una habitación así. No tiene sentido, y especialmente durante la noche, ¿por qué arriesgarse a hacer ruido?
Leonora frunció el ceño.
– ¿Hay una tercera?
– Ninguna otra habitación ha sido registrada, nada más en la casa parece perturbado. Salvo… -Sujetando la puerta principal, le hizo señas con la mano hacia delante; ella salió al porche, esperó impacientemente a que Tristan cerrara la puerta y guardara la llave en el bolsillo.
– ¿Y bien? -exigió, enlazando su brazo con el de él-. ¿Salvo qué?
Empezaron a bajar los escalones. El tono de él se había vuelto mucho más duro, mucho más frío, mucho más distante cuando respondió:
– Salvo por unos pequeños, muy nuevos, arañazos y grietas en la pared del sótano.
Los ojos de ella se agrandaron.
– ¿La pared compartida con el Número 14?
Él asintió.
Leonora miró atrás hacia las ventanas del salón.
– ¿Entonces esto es obra de Mountford?
– Eso creo. Y no quiere que nosotros lo sepamos.
– ¿Qué estamos buscando?
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