Él cabeceó, recorriendo mentalmente la lista de asuntos que tenía deseos de discutir con ella.

– Ah, sí, -se concentró sobre su cara, atrapando su mirada-. Puse el aviso acostumbrado en la Gazette anunciando nuestro compromiso. Estaba en la edición de esta mañana.

Un cambio sutil floreció en el rostro de ella, una expresión que él no podía situar -¿divertida resignación?- investida en los ojos azules.

– Me preguntaba cuándo ibas a mencionar eso.

Repentinamente, él no estaba seguro del suelo bajo sus pies. Se encogió, sus ojos aún sobre los de ella.

– Es lo normal. Lo que se espera,

– Ciertamente, podías haber pensado en prevenirme, de esta manera cuando mis tías descendieron en un remolino de felicitaciones apenas diez minutos antes de las primeras dos buenas docenas de personas, todas deseando felicitarme, no habría sido cogida como un ciervo a la vista de un cazador.

Él sostuvo su mirada fija; por un momento, el silencio reinó. Entonces hizo una mueca de dolor.

– Mis disculpas. Con la muerte de la Srta. Timmins y todo lo demás, se me fue de la cabeza.

Ella lo consideró, entonces inclinó la cabeza, sus labios no estaban completamente rectos.

– Disculpa aceptada. Sin embargo, ¿te das cuenta de que, ahora que la noticia se conoce, necesitamos realizar las apariciones obligadas?

La miró fijamente.

– ¿Qué apariciones?

– Las apariciones necesarias que se supone que hacen una pareja de prometidos. Por ejemplo esta noche, todos esperarán que asistamos a la velada de Lady Hartington.

– ¿Por qué?

– Porque es el mayor acontecimiento de esta noche, y así pueden felicitarnos, analizarnos, disecarnos, asegurarse ellos mismos que será un buen emparejamiento, y cosas por el estilo.

– ¿Y es obligatorio?

Ella asintió.

– ¿Por qué?

Ella no entendió mal.

– Porque si no les damos la oportunidad, eso fijará la atención hacia nosotros de forma no requerida y bastante indeseada. No tendremos paz en ningún momento. Nos visitarán constantemente y no exactamente dentro de las horas convencionales; si están en la vecindad conducirán por delante de casa y mirarán con atención fuera de sus carruajes. Encontrarás un par de muchachas riendo tontamente en la acera cada vez que pases, fuera de sus casas, o al lado de la puerta del club. Y no te atreverás a aparecer en el parque o en la calle Bond.

Ella lo miró directa y fijamente.

– ¿Eso es lo que quieres?

Él le leyó los ojos, confirmando que hablaba en serio. Se estremeció.

– ¡Buen Señor! -Suspiró-. Está bien. Lady Hantington. ¿Te veré allí o debo venir a buscarte en mi carruaje?

– Lo más apropiado sería que nos escoltaras a mis tías y a mí. Mildred y Gertie estarán aquí a las ocho. Si llegas un poco después puedes acompañarnos allá en el carruaje de Mildred.

Se encogió de hombros pero asintió bruscamente. No se sometía bien las órdenes, pero en este círculo… esa era una razón por la que la necesitaba. Él se preocupaba muy poco por la sociedad, sabía suficiente y demasiado poco de éstas enredadas costumbres para sentirse totalmente cómodo en ese ambiente. De todas maneras, tenía toda la intención de pasar tan poco tiempo como le fuera posible, dado su titulo, su posición, si una vida tranquila era su objetivo, nunca lo lograría hasta hacerse examinar por los sagrados ritos de las damas.

Como dar su opinión sobre las nuevas parejas comprometidas.

Se concentró sobre el rostro de Leonora.

– ¿Cuánto tiempo tenemos para complacer el salaz interés?

Ella retorció los labios.

– Por lo menos una semana.

Él frunció el ceño, literalmente gruñó.

– A menos que intervenga algún escándalo, o a menos que… -mantuvo su mirada fija en él.

Él reflexionó, entonces, tranquilo como el mar, la incitó:

– ¿A menos que qué?

– A menos que tengamos alguna excusa seria, como la activa participación en capturar un ladrón.


Tristan dejó el Número 14 media hora más tarde, resignado a asistir a la velada. Dada las acciones cada vez más aventuradas de Mountford, dudó que tuvieran que esperar largo tiempo antes de que éste hiciera su próximo movimiento y metiera un pie en su trampa. Y entonces…

Con algo de suerte ya no tendría que asistir a todos esos eventos de la sociedad, por lo menos no como un hombre soltero.

La idea lo llenó de una malhumorada determinación.

Caminó con resueltas zancadas hacia adelante, planeando mentalmente el día de mañana y cómo extendería la búsqueda de Martinbury. Había girado en la calle Green y estaba cerca de la puerta del frente cuando escuchó que lo llamaban.

Deteniéndose y dándose la vuelta, vio a Deverell descender de un carruaje. Esperó a que Deverell pagara al cochero, entonces se reunió con él.

– ¿Puedo ofrecerte una bebida?

– Gracias.

Esperaron hasta estar cómodos en la biblioteca, y Havers se hubo marchado, antes de empezar a hablar sobre negocios.

– Me han hecho una oferta. -Deverell replicó en respuesta al gesto que hiciese Tristan. -Y juraría que es la comadreja que me advertiste, entró casi a escondidas justo cuando yo estaba a punto de salir. Había estado vigilando cerca de dos horas. Estoy utilizando una pequeña oficina que es parte de una propiedad que me pertenece en la calle Sloane. Estaba vacía y disponible, y en el lugar correcto.

– ¿Qué fue lo que dijo?

– Quería detalles para su amo de la casa Número 16. Comenté lo usual, las comodidades, etcétera, y el precio. -Deverell sonrió. -Él me dio la esperanza de que su amo estaría interesado.

– ¿Y?

– Le expliqué cómo la propiedad llegó a estar en alquiler, y debido a esas circunstancias tenía que advertir a su amo que la casa estaría disponible sólo unos pocos meses, ya que el dueño podría decidir venderla.

– ¿Y no se desanimó?

– En lo más mínimo. Me aseguró que su amo estaba interesado en un alquiler corto, y no quería saber qué había sucedido con el último dueño.

Tristan sonrió, lobuno, inexorable.

– Suena como nuestra presa.

– Así es. Pero no creo que Mountford aparezca. La comadreja me pidió una copia del contrato de arrendamiento y se lo llevó con él. Dijo que su amo deseaba estudiarlo. Si Mountford firma y lo envía con el primer mes de renta, ¿qué agente de casas se quejaría por tonterías?

Tristan asintió; sus ojos se estrecharon.

– Vamos a dejar que el juego siga su curso, pero sin duda, suena prometedor.

Deverell se quitó las gafas.

– Con suerte, lo tendremos en unos días.


La noche de Tristan empezó mal y se desarrolló progresivamente peor.

Llegó temprano a Montrose; estaba parado en el pasillo cuando Leonora bajó por las escaleras. Giró, miró y se congeló; era una visión envuelta en un vestido azul oscuro de muaré, sus hombros y cuello se alzaban como una fina porcelana desde su profundo escote, el brillante cabello, levantado en un moño en su cabeza, le quitaba el aliento. Un chal de gasa ocultaba y revelaba sus brazos y hombros, cambiando y deslizándose sobre sus esbeltas curvas; las palmas le hormiguearon.

Entonces ella lo vio, encontrando sus ojos le sonrió.

La sangre drenó de su cabeza, dejándole mareado.

Cruzó el pasillo hacia él, el brillante tono azul de sus ojos iluminados por esa expresión de bienvenida que parecía guardar sólo para él. Ella le ofreció sus manos.

– Mildred y Gertie estarán aquí en cualquier momento.

Una conmoción en la puerta resultaron ser ellas; su llegada lo salvó de tener que formular alguna respuesta inteligente. Sus tías rebosaban de innumerables felicitaciones e instrucciones sociales Él asintió, tratando de engañar a todas ellas, intentando difícilmente orientarse a sí mismo en este campo de batalla, a la vez consciente de Leonora y de que, muy pronto, iba a ser toda suya.

El premio definitivamente valía la batalla.

Las escoltó hasta el carruaje. La casa de Lady Harrington no estaba lejos. Su señoría, por supuesto, estaba más que encantada de recibirlos. Exclamaba, gorgojando, borboteando maliciosamente preguntas acerca de los planes de su boda. Impasible al lado de Leonora, Tristan escuchaba con calma mientras ella desviaba todas las preguntas de su señoría sin responder a ninguna de ellas. Por la de expresión de su señoría, las respuestas de Leonora eran perfectamente aceptables. Aquello era un completo misterio para él.

Luego Gertie intervino y puso fin a la inquisición. Ante un codazo de Leonora, se la llevó de allí. Como de costumbre, se le preparó una silla al lado de la pared.

Ella hundió los dedos en su brazo.

– No. No estamos en el mejor sitio. Esta noche nos serviría mejor estar en el centro del escenario.

Rápidamente, lo dirigió a una posición casi en el centro del gran salón. Interiormente él frunció el ceño, vaciló, luego condescendió; sus instintos crispados -el lugar estaba tan abierto, que serían fácilmente flanqueados, incluso rodeados…

Él tuvo que confiar en su juicio; en este teatro, su conocimiento estaba subdesarrollado. Pero aún así ser dirigido por otro, no podía aceptarlo tan fácilmente.

Como era de prever, fueron rápidamente rodeados de señoras jóvenes y ancianas que querían expresar sus felicitaciones y escuchar noticias. Algunas fueron simpáticas y agradables, inocentes de astucia, damas con quienes él desplegó su encanto. Otras lo hacían retroceder; después de uno de esos encuentros, cortado por Mildred quien interrumpió e hizo retroceder de todas las formas excepto físicamente a la vieja arpía, Leonora le miró de reojo, a escondidas su codo lo pinchó en las costillas.

La miró frunciendo el ceño. Ella sonrió serenamente.

– Deja de parecer tan sombrío.

Dándose cuenta que su máscara se había resbalado, rápidamente reinstaló su fachada encantadora. Mientras tanto, sotto voce, le informó,

– Esa mujer tan desagradable me hizo tener ganas de matar algo, ser sombrío fue una respuesta suave. -Encontró sus ojos-. No sé cómo puedes estar de pie junto a ella, son tan evidentemente insinceros, y no tratan de ocultarlo.

Su sonrisa fue de comprensión mutua y burla; brevemente ella se inclinó más pesadamente en su brazo.

– Te acostumbras a esto. Cuando se vuelvan difíciles, simplemente no dejes que te moleste, y recuerda que lo que ellos buscan es una reacción, niégales eso, y has ganado el intercambio.

Podía entender lo que ella quería decir, intentó seguir esa línea, pero la situación en sí misma desgastaba su temperamento. Los pasados diez años, había evitado cualquier situación que centrara la atención en él; estar parado allí, en una recepción, ser el blanco de todas las miradas y por lo menos la mitad de las conversaciones, estaba directamente en contra de lo que se había convertido en un hábito arraigado.

La noche se terminaba, demasiado despacio para él; el número de damas y caballeros esperando hablar con ellos no menguaba perceptiblemente. Él continuaba sintiéndose desequilibrado, expuesto. Fuera de su zona de confianza en relación con algunos especímenes más peligrosos.

Leonora se cuidaba de ellos con una seguridad que él admiraba. Justo la cantidad exacta de altivez, la cantidad exacta de confianza. Gracias a Dios que la había encontrado.

Ethelreda y Edith se acercaron; saludaron a Leonora como si fuera un miembro de la familia, y ella respondió amablemente. Mildred y Gertie juntaron los dedos; él vio a Edith hacer una breve pregunta, la cual Gertie contestó con una breve palabra y un resoplido. Entonces intercambiaron miradas entre las viejas damas, seguido por risas de complicidad.

Pasando delante de ellos, Ethelreda le dio un golpecito en el brazo.

– Anímate, querido chico. Ahora estamos aquí.

Ella y Edith se movieron, pero únicamente hasta el lado de Leonora. En los siguientes quince minutos, sus otras primas Millicent, Flora, Constance, y Helen también llegaron. Como Ethelreda y Edith, saludaron a Leonora, intercambiaron cumplidos con Mildred y Gertie y después se unieron a Ethelreda y Edith en una reunión relajada alrededor de Leonora.

Y las cosas cambiaron.

La multitud en el salón había crecido en proporciones incómodas, había aún más personas revoloteando, esperando para hablar con ellos. Fue agotador, y a él nunca le había gustado estar rodeado. Leonora continuaba saludando a aquellos que se desplegaban delante, presentándolo, manejando hábilmente la situación. Pero si cualquier dama mostraba una tendencia a la maldad o frialdad, o simplemente el deseo de monopolizar, tanto Mildred como Gertie o una de sus primas daban un paso, y con rapidez hacían observaciones aparentemente intrascendentes, apartando a tales personas.

En poco tiempo, su opinión sobre sus encantadoras viejecitas fue destrozada y reformada; incluso la reservada Flora daba muestras de una notable determinación en distraer y quitar a una persistente mujer. Gertie, también, no dudó en fijarse como un mástil a su lado.