– Bueno. -Jeremy se inclinó hacia adelante, con los brazos apoyados sobre un libro abierto-. ¿Estuvo usted en Waterloo?

– Sólo en los alrededores. -Unos lejanos alrededores. Del campamento enemigo-. Fue un acontecimiento muy extendido.

Los ojos encendidos de Jeremy interrogaban e indagaban; Tristan dominaba con maestría desde hacía mucho la habilidad de satisfacer las preguntas usuales sin tropezar, de dar la impresión de haber sido un simple oficial de regimiento cuando de hecho, había sido cualquier cosa menos eso.

– Al final, los aliados merecían ganar, y los franceses perder. La estrategia y el compromiso superiores triunfaron.

Y se perdieron también demasiadas vidas durante el proceso. Miró a Leonora; ella miraba hacia el fuego, distanciándose de forma evidente de la conversación. Él era bien consciente que las madres prudentes advertían a sus hijas contra los militares. Dada la edad de ella, indudablemente habría oído todas las historias; no debería estar sorprendido de encontrar su semblante impasible, manteniéndose resueltamente distante.

Sin embargo…

– Tengo entendido que -devolvió su atención a Sir Humphrey- ha habido algunos disturbios por los alrededores. -Ambos hombres lo miraron, incuestionablemente inteligentes pero sin captar el significado. Se vio obligado a explicarse-. Intentos de robo, creo.

– Oh. -Jeremy sonrió despectivamente-. Eso. Simplemente un aspirante a ladrón probando fortuna, pienso yo. La primera vez, los criados estaban todavía levantados. Le oyeron y alcanzaron a verlo brevemente, pero no hay ni que decir que no se detuvo a dar su nombre.

– La segunda vez -Sir Humphrey continuó la historia- Henrietta armó un alboroto. Ni siquiera era seguro que hubiera alguien allí, ¿eh, vieja amiga? -Frotó la cabeza de la somnolienta perra con su zapato-. Simplemente se puso nerviosa, pudo haber sido cualquier cosa, pero nos despertó a todos, se lo puedo asegurar.

Tristan desplazó la mirada desde la tranquila perra hasta el rostro de Leonora, captando sus labios apretados, su expresión cerrada y evasiva. Sus manos estaban enlazadas en el regazo; no hizo ningún gesto para intervenir.

Estaba demasiado bien educada para discutir con su tío y su hermano delante de él, un desconocido. Y bien podía haber renunciado a la batalla de traspasar su despistada y abstraída confianza.

– En cualquier caso -concluyó Jeremy alegremente-, el ladrón de casas se fue hace tiempo. Aquí todo está tranquilo como una tumba por la noche.

Tristan buscó sus ojos, y decidió que estaba de acuerdo con el juicio de Leonora. Necesitaría algo más que sospechas para convencer a Sir Humphrey o a Jeremy de prestar atención a cualquier advertencia; por lo tanto, no dijo nada de Stolemore en los restantes minutos de su visita.

Finalizó la conversación de forma natural y se levantó. Se despidió y luego miró a Leonora. Tanto ella como Jeremy se habían levantado también, pero era con ella con quien deseaba hablar. A solas.

Mantuvo la mirada en ella, dejando que el silencio se alargarse; su tozuda resistencia era, para él, obvia, pero su capitulación ocurrió lo suficientemente rápido para que su tío y su hermano permanecieran inocentemente ignorantes de la batalla que tenía lugar literalmente delante de sus narices.

– Acompañaré hasta la puerta a Lord Trentham. -La mirada que acompañó a las cortantes palabras era de un frío ártico.

Ni Sir Humphrey ni Jeremy lo notaron. Cuando, con una elegante inclinación de cabeza, Tristan se apartó de ellos, pudo ver que sus ojos ya iban de regreso a cualquiera que fuese el mundo en el que habitaban normalmente.

Estaba cada vez más claro quién estaba al timón en aquella familia.

Leonora abrió la puerta y condujo a Trentham al vestíbulo delantero. Henrietta levantó la cabeza, pero por una vez no los siguió; se volvió a acomodar frente al fuego. La deserción sorprendió a Leonora por lo inusual, pero no tenía tiempo para indagar en ello; tenía un conde dictatorial del que deshacerse.

Envuelta en una calma helada, fue majestuosamente hasta la puerta principal y se detuvo; Castor se deslizó detrás y se dispuso a abrirla. Con la cabeza alta, encontró los ojos color avellana de Trentham.

– Gracias por venir. Le deseo que pase un buen día, milord.

Él sonrió, con algo más que encanto en su expresión, y le tendió la mano.

Ella vaciló; él esperó… hasta que los buenos modales la obligaron a entregar sus dedos para que los tomara.

La falsa sonrisa se hizo más pronunciada cuando su mano atrapó la de ella con firmeza.

– ¿Podría concederme algunos minutos de su tiempo?

Bajo sus pesados párpados, su mirada era firme y clara. No tenía intención de soltarla hasta que accediera a sus deseos. Ella trató de liberar los dedos; el agarre de él se tensó imperceptiblemente, lo suficiente para asegurarle que no podría. No lo haría. Hasta que él se lo permitiera.

El temperamento de Leonora hizo erupción. Dejó que su incredulidad -¿cómo se atreve?- se mostrara en sus ojos.

Las comisuras de los labios de él se curvaron.

– Tengo noticias que encontrará interesantes.

Ella dudó durante dos segundos, luego, bajo el principio de que uno no debería tirar piedras contra el propio tejado, se volvió hacia Castor.

– Acompañaré a Lord Trentham hasta la verja. No cierres el pestillo.

Castor se inclinó respetuosamente y abrió la puerta. Leonora permitió que Trentham la condujera afuera. Éste se detuvo en el porche. La puerta se cerró detrás de ellos; él miró hacia atrás cuando la soltó, luego encontró su mirada y señaló hacia el jardín.

– Sus jardines son asombrosos. ¿Quién los plantó y por qué?

Dando por supuesto que, por alguna razón, él deseaba asegurarse de que no fueran escuchados, ella bajó las escaleras a su lado.

– Cedric Carling, un primo lejano. Era un conocido herbolario.

– Su tío y su hermano. ¿Cuales son sus intereses?

Ella se lo explicó mientras se paseaban por el sinuoso camino hasta la verja.

Con las cejas levantadas, la miró.

– Proviene de una familia de autoridades en temas excéntricos. -Sus ojos color avellana la interrogaron-. ¿Cuál es su especialidad?

Levantando la cabeza, ella se detuvo. Lo miró directamente.

– ¿Creo que tiene noticias que piensa que podrían interesarme?

Su tono era puro hielo. Él sonrió. Por una vez sin encanto ni astucia. El gesto, extrañamente reconfortante, la calentó. La derritió…

Luchó para librarse de la sensación, mantuvo los ojos en los de él mientras toda frivolidad se desvanecía y la seriedad se imponía.

– Me encontré con Stolemore. Había recibido una soberana paliza, muy recientemente. Por lo que dejó caer, creo que su castigo resultó de su fracaso en conseguirle la casa de su tío a su comprador misterioso.

Las noticias la impactaron, más de lo que quería admitir.

– ¿Dio alguna indicación de quién…?

Trentham negó con la cabeza.

– Ninguna. -Sus ojos buscaron los de ella; sus labios se apretaron. Después de un momento, murmuró-. Quería advertirla.

Ella estudió su cara y se obligó a preguntar:

– ¿De qué?

Sus rasgos otra vez parecían cincelados en granito.

– A diferencia de su tío y su hermano, no creo que su ladrón se haya retirado del juego.

Él había hecho todo lo que podía; no había tenido la intención de hacer tanto. En realidad, no tenía derecho. Dada la situación del hogar de los Carling, haría bien en no involucrarse.


A la mañana siguiente, sentado a la cabecera de la mesa en el cuarto del desayuno de Trentham House, Tristan ojeaba ociosamente el periódico, manteniendo una oreja en los parloteos de tres de las seis habitantes femeninas que habían decidido unírsele con el té y las tostadas, mientras mantenía la cabeza inclinada.

Era muy consciente de que debería hacer un reconocimiento del panorama social con el propósito de localizar una esposa adecuada, pero no podía dedicar ningún entusiasmo a la tarea. Por supuesto, todas sus encantadoras viejecitas estaban vigilándolo como halcones, en espera de cualquier signo que diera la bienvenida a su participación.

Le habían sorprendido al ser tan perspicaces como para no presionarlo demasiado hasta ahora; sinceramente esperaba que se mantuviesen en esa línea.

– Pasa la mermelada, Millie. ¿Oíste que Lady Warrington ha hecho una copia de su collar de rubíes?

– ¿Copia? Cielos, ¿estás segura?

– Lo supe por Cynthia Cunningham. Ella jura que es cierto.

Las voces escandalizadas se desvanecieron mientras la mente de Tristan regresaba a los acontecimientos del día anterior.

No había tenido intención de regresar a Montrose Place después de ver a Stolemore. Salió de la tienda de Motcomb Street ensimismado; cuando más tarde levantó la mirada, estaba en Montrose Place, frente al número 14. Se había rendido al instinto y había entrado.

Después de todo, se alegraba de haberlo hecho. La cara de Leonora Carling cuando le contó sus sospechas había permanecido con él bastante después de que se hubiera ido.

– ¿Viste a la señora Levacombe poniéndole ojitos a Lord Mott?

Levantando uno de los periódicos, lo sujetó delante de su cara.

Se había sorprendido a sí mismo por su presteza, incondicional e inmediata, en utilizar la fuerza para extraer información de Stolemore. De acuerdo, había sido adiestrado para ser completamente despiadado para conseguir información vital. Lo que le conmocionaba era que en algún rincón de su mente la información relacionada con las amenazas contra Leonora Carling había asumido el estatus de vital para él. Antes del día anterior, tal estatus había sido alcanzado sólo por su rey y su país.

Pero ahora había hecho todo lo que legítimamente podía. La había advertido. Y tal vez su hermano estaba en lo cierto y habían perdido de vista al ladrón.

– Milord, el constructor de Montrose Place ha enviado a un niño con un mensaje.

Tristan miró a su mayordomo, Havers, que había venido a situarse junto a su codo. Alrededor de la mesa el parloteo cesó; dudó y luego se encogió de hombros interiormente.

– ¿Qué mensaje?

– El constructor piensa que ha habido algunos desperfectos, nada importante, pero le gustaría que usted viera el daño antes de que lo repare.

Manteniendo la mirada de Tristan, el silencioso Havers le transmitió el hecho de que el mensaje había sido bastante más dramático.

– El niño está esperando en el vestíbulo, por si desea enviar una respuesta.

Con un presentimiento resonando como una campana, los instintos alerta, Tristan lanzó su servilleta sobre la mesa y se levantó. Inclinó la cabeza hacia Ethelreda, Millicent, y Flora, todas ellas ancianas primas lejanas.

– Si me perdonáis, señoras, tengo negocios que atender.

Se volvió, dejándolas ansiosas en el cuarto, envuelto en un silencio embarazoso.

Una risa nerviosa estalló como una tormenta cuando caminaba por el corredor.

En el vestíbulo, se envolvió en su abrigo y recogió sus guantes. Con una inclinación de cabeza hacia el chico del constructor, que permanecía sobrecogido, los ojos agrandados de asombro mientras observaba el rico mobiliario del vestíbulo, se volvió hacia la puerta principal mientras un lacayo la mantenía abierta.

Tristan salió al exterior y bajó las escaleras hasta Green Street; con el chico del constructor tras él, se dirigió hacia Montrose Place.


– ¿Ve lo que quiero decir?

Tristan asintió. Él y Billings estaban en el patio trasero del número 12. Agachándose, examinó los diminutos arañazos en el cerrojo del ventanal trasero de lo que, dentro de poco, sería el Bastion Club. Una parte de los “desperfectos” que Billings le había pedido que viera.

– Su operario tiene buena vista.

– Sí. Y ha habido una o dos cosas extrañas. Herramientas removidas de dónde las dejamos siempre.

– ¿Oh? -Tristan se enderezó-. ¿Dónde?

Billings señaló hacia el interior. Juntos, entraron en la cocina. Billings atravesó un pequeño corredor hasta una puerta lateral oscura; señaló hacia el suelo delante de ella.

– Dejamos nuestras cosas aquí por la noche, fuera de la vista de ojos indiscretos.

La cuadrilla del constructor estaba trabajando; Los golpes y un continuo scritch-scratch bajaban de los pisos superiores. Había unas pocas herramientas delante de la puerta, pero las marcas en la fina capa de polvo donde las otras habían estado eran claramente visibles.

Junto con una huella de pisada, muy cerca de la pared.

Tristan se agachó; una mirada más de cerca confirmó que la huella estaba hecha por la suela de cuero de la bota de un caballero, no por las pesadas botas que llevaban los albañiles.