Él era el único caballero que había estado en la casa recientemente, ciertamente dentro del intervalo de tiempo en que la capa de fino serrín había caído, y no había estado en ningún lugar cerca de esta puerta. Y la huella era muy pequeña; definitivamente de un hombre, pero no suya. Levantándose, miró la puerta. Había una pesada llave en el cerrojo. La sacó, se volvió, y regresó a la cocina, donde las ventanas dejaban entrar la luz a raudales.
Los goterones de cera eran visibles, a lo largo del tallo de la llave y de sus dientes.
Billings miraba con atención por encima de su hombro; la sospecha oscureció su expresión.
– ¿Un molde?
Tristan gruñó.
– Eso parece.
– Encargaré cerraduras nuevas. -Billings estaba indignado-. Nunca había sucedido nada semejante antes.
Tristan dio vueltas a la llave en sus dedos.
– Sí, consiga cerraduras nuevas. Pero no las instale hasta que le dé la orden.
Billings le echó una ojeada, luego asintió.
– Sí, milord. Eso haré. -Hizo una pausa, luego añadió-. Hemos acabamos con el segundo piso, ¿le gustaría echar un vistazo?
Tristan miró hacia arriba. Asintió.
– Sólo pondré esto donde estaba.
Así lo hizo, alineando cuidadosamente la llave exactamente como estaba, de forma que no impidiera que otra llave fuera insertada desde el exterior. Indicando a Billings que fuera delante, lo siguió arriba por las escaleras de la cocina hasta la primera planta. Allí, los trabajadores estaban ocupados preparando lo que sería una confortable sala de estar y un acogedor comedor con los acabados finales de pintura y barniz. Las otras habitaciones de ese piso eran una pequeña sala junto a la puerta principal, que los miembros del club habían estado de acuerdo en que debería ser reservada para recibir a cualquier fémina con la que pudieran verse forzados a reunirse, una pequeña oficina para el conserje del club y otra oficina mayor hacia la parte posterior, para el mayordomo.
Subiendo las escaleras en pos de Billings, Tristan hizo una pausa en el primer piso para recorrer brevemente con la mirada la pintura y el barnizado, siguiendo hacia la biblioteca y la sala de reuniones, antes de dirigirse hacia el segundo piso, donde estaban ubicados los tres dormitorios. Billings le guió a través de cada habitación, señalando los acabados y toques específicos que habían encargado, todo en su lugar.
Las habitaciones olían a nuevo. A fresco y limpio, incluso a substancial y sólido. A pesar del frío del invierno, no había indicio de humedad.
– Excelente. -En el dormitorio más grande, el que estaba encima de la biblioteca, Tristan enfrentó la mirada de Billings-. Usted y sus hombres deben ser elogiados.
Billings inclinó la cabeza, aceptando el cumplido con el orgullo de un artesano.
– Entonces -Tristan se volvió hacia la ventana; igual que la biblioteca de abajo, disfrutaba de una vista excelente del jardín trasero de los Carling- ¿Cuánto falta para que el ala del servicio sea habitable? A consecuencia de nuestra visita de anoche, quiero meter a alguien aquí tan pronto como sea posible.
Billings lo consideró.
– No es mucho más lo que hay que hacer en los dormitorios del ático. Podríamos concluirlos mañana por la tarde. La cocina y las escaleras de servicio tardarán uno o dos días más.
Con la mirada fija en Leonora andando a lo largo del jardín trasero con su perra tras ella, Tristan asintió.
– Excelente. Enviaré a por nuestro mayordomo, estará aquí mañana a última hora. Su nombre es Gasthorpe.
– ¡Señor Billings!
La llamada subía por las escaleras. Billings se dio la vuelta.
– Si no hay nada más, milord, debería atender eso.
– Gracias, pero no. Todo me parece muy satisfactorio. Encontraré yo mismo la salida. -Tristan inclinó la cabeza como despedida; con otra respetuosa inclinación de cabeza en respuesta, Billings se marchó.
Los minutos pasaron. Con las manos en los bolsillos del abrigo, Tristan permaneció frente a la ventana, mirando fijamente la grácil figura que paseaba por el jardín de abajo. Intentaba decidir por qué, qué era lo que lo llevaba a actuar como lo hacía. Podía racionalizar sus acciones, ciertamente, pero ¿eran sus razones lógicas toda la verdad? ¿Realmente toda?
Observó a la perra presionar el costado de Leonora, la vio mirar hacia abajo y levantar una mano para acariciar la cabeza enorme del perro, levantada con adoración canina.
Con un bufido, se marchó dando media vuelta; con una última ojeada, se dirigió escaleras abajo.
– Buenos días. -Dirigió su sonrisa más seductora al viejo mayordomo, añadiendo sólo un indicio de conmiseración masculina por los caprichos femeninos-. Deseo hablar con la señorita Carling. Está paseando por el jardín trasero en este momento, me reuniré allí con ella.
Su título, su porte, el corte excelente de su abrigo y su franca audacia, vencieron; tras una leve vacilación, el mayordomo inclinó la cabeza.
– Por supuesto, milord. Si desea venir por aquí…
Siguió al anciano a través del vestíbulo y de una acogedora sala. Un fuego crujía en la chimenea; un bordado, apenas iniciado, descansaba en una pequeña mesita.
El mayordomo señaló hacia unas puertaventanas entreabiertas.
– Si desea salir por aquí…
Con una inclinación de cabeza, Tristan lo hizo, saliendo a una pequeña terraza pavimentada que conducía hacia el césped. Bajando los escalones, bordeó la esquina de la casa y divisó a Leonora examinando las flores del lado opuesto del prado principal. Ella miraba hacia otro lado. Se encaminó hacia ella; cuando se acercaba, la perra lo olfateó y se giró, alerta aunque esperando a juzgar sus intenciones.
A causa del césped, Leonora no lo había oído. Él estaba todavía a unos metros de distancia cuando habló.
– Buenos días, señorita Carling.
Ella se volvió con rapidez. Clavó los ojos en él, luego miró, casi acusadoramente, hacia la casa.
Él disimuló una sonrisa.
– Su mayordomo me mostró el camino.
– ¿De veras? ¿Y a qué debo este placer?
Antes de responder al frío y claramente espinoso saludo, extendió una mano hacia la perra; ésta lo inspeccionó, lo aceptó aproximando la cabeza bajo su mano, invitándole a palmearla. Él lo hizo, luego se volvió a la hembra menos dócil.
– ¿Estoy en lo cierto al pensar que su tío y su hermano no consideran como una amenaza permanente los intentos de robo?
Ella vaciló. Un ceño se formó en sus ojos.
Él deslizó las manos en los bolsillos del abrigo; ella no le había ofrecido la mano, y no era lo bastante tonto como para confiar demasiado en su suerte. Estudió su cara; como ella guardaba silencio, murmuró:
– Su lealtad la honra, pero en este caso, podría no ser la opción más inteligente. Por lo que veo, hay algo -alguna razón- para los dos intentos de asalto. No en los intentos mismos, pero forman parte de una trama.
La descripción dio en la diana; vio la llamarada de conexión en sus ojos.
– Sospecho que hay incidentes que ya han sucedido, y casi ciertamente habrá incidentes por venir. -No había olvidado que había algo más, algo además de los robos que ella aún no le había contado. Pero eso era lo más que se atrevía a presionarla; ella no era alguien a quien pudiera intimidar o amenazar. Era un experto en ambas cosas, aunque con algunas personas, ninguna de las dos funcionaba. Y quería su cooperación, su confianza.
Sin ambas, no podría enterarse de todo lo que necesitaba saber. No podría tener éxito en evitar la amenaza que sentía sobre ella.
Leonora le sostuvo la mirada, y se recordó a sí misma que tenía mejor criterio que confiar en militares. O ex militares; era seguramente lo mismo. Una no podía confiar en ellos, en nada de lo que dijeran y mucho menos en cualquier cosa que prometieran. ¿Por qué estaba él aún aquí? ¿Qué lo había instigado a regresar? Inclinó la cabeza, observándole estrechamente.
– Nada ha ocurrido recientemente. Tal vez -hizo un ademán- lo que sea que motivó los robos ya no está aquí.
Él dejó transcurrir un momento, luego murmuró,
– Ese no parece ser el caso.
Cambiando de dirección, él miró hacia la casa, escudriñó su contorno. Era la vivienda más antigua de la calle, construida a una escala más grandiosa que las casas con terraza que en los años posteriores habían sido construidas a cada lado, con las paredes lindantes a izquierda y derecha.
– Su casa comparte paredes, probablemente paredes del sótano, también con las casas de cada lado.
Ella siguió su mirada, recorriendo con la vista la casa, no porque necesitara verificar ese hecho.
– Sí. -Frunció el ceño. Siguiendo su razonamiento.
Cuando él no dijo nada más, simplemente se mantuvo a su lado, ella apretó los labios y, con los ojos entrecerrados le miró.
Él estaba esperando percibir esa mirada. Sus miradas se cruzaron, se trabaron. No sólo en una batalla de voluntades, más bien en un reconocimiento de resolución y fuerza.
– ¿Qué ha ocurrido? -Ella sabía que había algo, o que él había descubierto alguna pista nueva-. ¿Qué ha averiguado?
A pesar de su aparente movilidad, su cara era difícil de leer. Un latido pasó, luego él sacó una de sus manos del bolsillo del abrigo.
Y alcanzó la de ella.
Deslizó los dedos alrededor de su muñeca, deslizó la mano alrededor de la suya, mucho más pequeña. La envolvió. Tomó posesión de ella.
Ella no le detuvo; no pudo. Todo en su interior se calmó con su contacto. Luego tembló en respuesta. El calor de su mano engulló la de ella. Otra vez, no podía respirar.
Pero se estaba acostumbrando a la reacción, lo suficiente como para fingir ignorarlo. Levantando la cabeza, alzó una ceja en una pregunta claramente arrogante.
Sus labios se curvaron; ella supo con toda seguridad que la expresión no era una sonrisa.
– Dé un paseo conmigo. Y se lo contaré.
Un reto; sus ojos color avellana sujetaron los de ella, luego la atrajo hacia él, colocó la mano de ella sobre su manga mientras avanzaba un paso más cerca, a su lado.
Tomando aliento con fuerza, ella inclinó la cabeza, adaptando su paso al de él. Se pasearon a través del césped, volviendo hacia la sala, sus faldas rozando las botas de él, la mano de él cubriendo la de ella en su brazo.
Era muy consciente de su fuerza, el puro poder masculino cerca, muy cerca, a su lado. Había calor allí, también, la llamativa presencia del fuego. El brazo bajo sus dedos era como acero, aunque cálido, vivo. Las puntas de sus dedos ardían, su palma ardía. Con un esfuerzo de voluntad, obligó a su cerebro a funcionar.
– ¿Y bien? -Le dirigió una mirada tan helada como pudo-. ¿Qué ha descubierto?
Los ojos color avellana se endurecieron.
– Ha habido un incidente curioso en la puerta de al lado. Alguien entró por la fuerza, pero cuidadosamente. Trataron de salir antes de alertar a alguien, y no llegaron a robar nada. -Hizo una pausa, luego añadió-. Nada salvo un molde de la llave de una puerta lateral.
Cuando ella lo asimiló, sintió sus ojos ampliarse.
– Regresarán.
Él inclinó la cabeza apretando los labios. Miró al número 12, luego la recorrió con la mirada.
– Estaré de guardia.
Ella se detuvo.
– ¿Esta noche?
– Esta noche, mañana. Dudo que esperen más. La casa está casi lista para ser ocupada. Lo que sea que pretendan…
– Sería mejor que ocurriera ahora, antes de que instale a los sirvientes.
Se giró para enfrentarle, tratando de usar el movimiento para liberar su mano de la de él.
Él bajó su brazo, pero cerró la mano más firmemente alrededor de la de ella.
Ella fingió no darse cuenta.
– ¿Me… nos mantendrá informados de lo que ocurra?
– Por supuesto. -Su voz era sutilmente más baja, más resonante, el sonido la atravesó-. ¿Quién sabe? Aún podríamos averiguar la razón de… todo lo que ha pasado.
Ella mantuvo los ojos bien abiertos.
– Ciertamente. Eso sería una bendición.
Algo… no un indicio de risa, sino de sardónica aceptación se reflejaba en su rostro. Sus ojos permanecieron enlazados con los de ella. Luego, con patente deliberación, separó los dedos y acarició la fina piel del interior de su muñeca.
Los pulmones de Leonora se detuvieron. Bruscamente. Realmente se sintió mareada.
Nunca hubiera creído que un toque tan simple podría afectarle tanto. Tuvo que mirar hacia abajo y observar la hipnótica caricia. Dándose cuenta en ese instante de que no debía hacerlo; se obligó a tragar, a disimular su reacción, para concentrarse en conservar la calma.
Aún mirando la mano que sujetaba la suya, indicó:
– Me doy cuenta de que ha regresado a la sociedad muy recientemente, pero realmente no debe hacer eso.
Había pretendido que la declaración fuera fríamente distante, serenamente censuradora; en lugar de ello, su voz sonó apremiante, ansiosa, incluso en sus oídos.
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