Claude apretó los labios, sin moverse, y siguió jugando con su perro, moviéndole las orejas atrás y adelante.
– O vienes conmigo o rasgaré el vestido de arriba abajo con mis propias manos -dije con dureza.
Mis damas murmuraron. Béatrice me miró fijamente.
– ¡Mamá! -gritó Jeanne.
Claude abrió mucho los ojos y una expresión de furia contenida cruzó su rostro. Se puso en pie y se desprendió con tanta brusquedad del perro que el animal dejó escapar un aullido. Pasó a mi lado y atravesó la puerta sin mirarme. Seguí su espalda erguida a través de las habitaciones que separaban la suya de la mía.
Su cámara es más pequeña, con menos muebles. Por supuesto, no la acompañan la mayor parte del día cinco damas que necesitan sillas y una mesa, además de almohadones, escabeles, fuegos, tapices en las paredes y jarras de vino. El cuarto de Claude no tiene más que una cama adornada con seda roja y amarilla, una mesa pequeña con una silla y un arcón para la ropa. Su ventana da al patio y no a la iglesia como la mía.
Claude fue directamente a su arcón, sacó el vestido nuevo y lo arrojó sobre la cama. Por un momento las dos lo miramos. Era una preciosidad, de seda negra y amarilla en un diseño como de granada, cubierto de tela de color amarillo pálido. Mi vestido nuevo utilizaba el mismo diseño, aunque recubierto de seda de color rojo intenso. Juntas, llamaríamos mucho la atención en la fiesta, aunque ahora que pensaba en ello, lamenté que no lleváramos vestidos completamente distintos, de manera que no se prestaran a las comparaciones.
– No hay ningún problema con el escote -dije-. No quiero hablar de eso contigo.
– ¿De qué, entonces? -Claude fue a colocarse junto a la ventana.
– Si sigues siendo descortés te mandaré a vivir con tu abuela -dije-. No tardará en enseñarte de nuevo a respetar a tu madre -mi madre no vacilaría en utilizar el látigo con Claude, sin importarle que fuese la heredera de Jean le Viste.
Al cabo de un momento murmuró:
– Pardon, mamá.
– Mírame, Claude.
Lo hizo al fin, sus ojos verdes más turbados que furiosos.
– Béatrice me ha contado lo que sucedió con el artista.
Claude puso los ojos en blanco.
– Béatrice es desleal.
– Au contraire, ha hecho exactamente lo que debía. Sigue a mi servicio y es a mi a quien debe lealtad. Pero olvídate de ella. ¿En qué estabas pensando? ¿Y en la cámara de tu padre?
– Lo quiero, mamá -el rostro de Claude se iluminó como si, después de una tempestad, el viento hubiera barrido de pronto las nubes.
Resoplé.
– No seas absurda. Por supuesto que no. Ni siquiera sabes lo que eso significa.
La tormenta reapareció.
– ¿Qué sabéis de mí?
– Sé que no se te ha perdido nada con los que son como él. ¡Un artista es muy poco más que un campesino!
– ¡Eso no es cierto!
– Sabes perfectamente que te casarás con el hombre que tu padre elija. Una boda aristocrática para la hija de un noble. No vas a echarlo todo a perder ni por un artista ni por nadie.
Los ojos de Claude lanzaron llamaradas, su rostro se llenó de rencor.
– ¡Que mi padre y vos no compartáis la cama no quiere decir que yo tenga que secarme y endurecerme como una pera arrugada!
Por un momento pensé en abofetear aquella carnosa boca roja para que sangrara. Respiré hondo.
– Ma fille, está claro que eres tú quien no sabe nada de mi -abrí la puerta-. ¡Béatrice! -grité con tanta fuerza que mi voz se oyó por toda la casa. El mayordomo tuvo que oírla en sus almacenes, el cocinero en su cocina, los mozos de cuadra en los establos, las doncellas en las escaleras. Si Jean estaba en casa, sin duda la oyó en su cámara.
Hubo un breve silencio, como la pausa entre el relámpago y el trueno. Luego la puerta que daba a la habitación vecina se abrió de golpe y Béatrice entró corriendo, las otras damas detrás. Enseguida aflojó el paso al verme en el umbral del cuarto de Claude. Las demás se detuvieron a intervalos, como perlas en una sarta. Jeanne y Geneviéve se quedaron en la puerta de mi habitación, mirando.
Tomé a Claude del brazo y la arrastré sin contemplaciones hasta la puerta, de manera que estuviera frente a Béatrice.
– Béatrice, ya eres la dama de compañía de mi hija. Permanecerás con ella todas las horas del día y de la noche. Irás con ella a misa, al mercado, a las visitas, al sastre, a sus lecciones de baile. Comerás con ella, cabalgarás con ella y dormirás con ella, no en un gabinete cercano sino en su misma cama. Nunca te apartarás de su lado. Tampoco cuando utilice el orinal -una de mis damas dejó escapar un grito ahogado-. Si estornuda, lo sabrás. Si eructa o ventosea, lo olerás -Claude lloraba ya-. Sabrás cuándo sus cabellos necesitan el peine, cuándo le llega la regla, cuándo llora.
»En la fiesta del Primero de Mayo será misión tuya, Béatrice, y de todas mis damas, cuidar de que Claude no se acerque a ningún varón, ni para hablar con él, ni para bailar, ni tan siquiera para estar a su lado, porque no es posible fiarse de ella. Que pase una velada bien desagradable.
»Pero primero, la lección más importante que ha de aprender mi hija es el respeto a sus padres. Con ese fin la llevarás de inmediato a Nanterre con mi madre durante una semana; y enviaré un mensajero para decir a su abuela que utilice el látigo si es necesario.
– Mamá -susurró Claude-, por favor…
– ¡Silencio! -miré con dureza a Béatrice-. Entra y hazle el equipaje.
Béatrice se mordió los labios.
– Sí, madame -dijo, bajando los ojos-. Bien sûr -se deslizó entre Claude y yo hasta situarse junto al arcón lleno de vestidos.
Salí de la habitación de Claude y me dirigí hacia la mía. Al pasar junto a cada una de mis damas, procedieron a colocarse en fila india detrás de mí, hasta que fui como una pata delante de sus cuatro patitos. Cuando llegué a mi puerta, mis otras dos hijas estaban allí juntas, la cabeza baja. También me siguieron cuando entré. Una de mis damas cerró la puerta. Entonces me volví.
– Recemos para que el alma de Claude pueda salvarse aún -dije mientras contemplaba la expresión solemne de todas ellas. A continuación nos arrodillamos.
2. Bruselas
Georges de la Chapelle
Supe, tan pronto como lo vi, que no me iba a gustar. De ordinario no juzgo tan deprisa; eso se lo dejo a mi esposa. Pero, nada más entrar con Léon le Vieux, examinó mi taller como si fuera una sórdida callejuela de París en lugar de la rue Haute que da a la place de la Chapelle: un emplazamiento perfectamente respetable para un lissier. Luego, con su túnica bien cortada y ajustadas calzas parisienses, no se molestó en mirarme a los ojos, sino que contempló a Christine y a Aliénor mientras se movían por la habitación. Demasiado seguro de sí, pensé. Sólo nos traerá problemas.
Me sorprendió que hubiera venido. Llevo treinta años en este oficio y nunca he encontrado un artista que venga desde París para verme. No hace ninguna falta: sólo necesito sus dibujos y un buen cartonista como Philippe de la Tour para ampliarlos. Los artistas no le sirven de nada a un lissier.
León no me había anunciado que fuera a traer consigo al tal Nicolas des Innocents, y además llegaron antes de lo esperado. Estábamos todos en el taller, preparándonos para cortar el tapiz que acabábamos de terminar. Ya había retirado el cartón que se coloca debajo del tapiz y lo estaba enrollando para guardarlo con otros diseños de mi propiedad. Georges le Jeune retiraba el último de los carretes. Luc barría el trozo de suelo donde íbamos a colocar el tapiz cuando lo separásemos del telar. Christine y Aliénor cosían, para cerrarlas, las últimas aberturas entre colores. Philippe de la Tour volvía a enhebrar la aguja de Aliénor cada vez que mi hija la dejaba caer, y le buscaba en el tapiz más ranuras que cerrar. No se le necesitaba en el taller, pero sabía que era el día del corte y encontraba razones para quedarse.
Cuando León le Vieux apareció en una de las ventanas que dan a la calle, mi mujer y yo nos levantamos de un salto y Christine corrió a abrirle la puerta. Nos sorprendió descubrir que lo acompañaba un desconocido, pero una vez que Léon presentó a Nicolas como el artista que había hecho los dibujos para los nuevos tapices, asentí con la cabeza y dije:
– Sed bienvenidos, caballeros. Mi esposa traerá alimentos y bebida.
Christine se apresuró a cruzar la puerta que unía el taller con la casa, situada detrás. Tenemos dos casas unidas, una donde comemos y dormimos, y otra que nos sirve de taller. Las dos tienen ventanas y puertas que dan a la calle por delante y al huerto por detrás, con el fin de que los tejedores dispongan de buena luz para trabajar.
Aliénor se puso en pie para seguir a Christine.
– Dile a tu madre que traiga queso y ostras -le dije en voz baja, mientras se marchaba-. Manda a Madeleine a comprar unos bollos. Y sírveles cervezas dobles, no pequeñas -me volví hacia los recién llegados-: ¿Acabáis de llegar? -le pregunté a Léon-. Os esperaba la semana que viene, para la fiesta de Corpus Christi.
– Llegamos ayer -dijo Léon-. Los caminos no estaban mal: muy secos, a decir verdad.
– ¿Bruselas es siempre tan tranquila? -dijo Nicolas, quitándose trocitos de lana de la túnica. Se cansaría pronto de hacerlo si se quedaba una temporada; la lana se nos pega a todos los que trabajamos en el taller.
– Algunos dicen que la animación es ya excesiva -respondí fríamente, molesto porque hubiera hablado de manera tan desdeñosa-. Aunque la tranquilidad es mayor aquí que en los alrededores de la Grand-Place. No necesitamos estar muy cerca del centro para nuestro trabajo. Supongo que en París tenéis otras costumbres. Sabemos algo de lo que sucede allí.
– París es la mejor ciudad del mundo. Cuando regrese no volveré a marcharme.
– Si os gusta tanto, ¿por qué habéis venido? -preguntó Georges le Jeune. La franqueza de mi hijo me pareció excesiva, aunque en realidad no podía criticarlo por hablar así. Yo quería preguntarle lo mismo a Nicolas. Cuando una persona es descortés me apetece pagarle con la misma moneda.
– Nicolas ha venido conmigo debido a la importancia del encargo -intervino Léon muy diplomáticamente-. Cuando veáis los diseños, os daréis cuenta de que son efectivamente muy especiales y que quizá necesiten alguna supervisión.
Georges le Jeune resopló.
– No necesitamos niñera.
– Os presento a mi hijo, Georges le Jeune -dije-. Y a Luc, mi aprendiz, que sólo lleva dos años con nosotros, pero hace muy bien las millefleurs. Y éste es Philippe de la Tour, que prepara los cartones a partir de los dibujos de los artistas.
Nicolas no ocultó su desconfianza al mirar a Philippe, cuyo rostro, normalmente pálido, enrojeció visiblemente.
– No estoy acostumbrado a que otros cambien lo que yo he hecho -dijo Nicolas con tono despectivo-. Por eso he venido a esta odiosa ciudad: para tener la seguridad de que mis dibujos se tejen tal como están.
Nunca había oído a un artista tan interesado en su trabajo, aunque, sin duda, le faltaba información: los dibujos originales siempre cambian cuando los cartonistas los transforman, sobre tela o papel, en cuadros más grandes para que los tejedores los sigan mientras hacen los tapices. Está en la naturaleza de las cosas que lo que parece bien cuando es pequeño cambie al hacerlo grande. Hay que llenar huecos, se han de añadir figuras, o árboles o animales o flores. Eso es lo que un cartonista como Philippe hace bien: cuando amplía los dibujos rellena los espacios vacíos de manera que el tapiz esté completo y animado.
– Debes de estar acostumbrado a diseñar tapices y a los cambios que se les han de hacer -dije. No le di el tratamiento de monsieur: podía ser un artista parisiense, pero yo dirijo un buen taller en Bruselas y no tenía necesidad de humillarme.
Nicolas frunció el ceño.
– En la Corte se me conoce…
– Nicolas disfruta de una excelente reputación en la Corte -interrumpió Léon-, y a Jean le Viste le han satisfecho sus dibujos -Léon lo dijo demasiado deprisa, y me pregunté en qué se basaba en realidad la reputación de Nicolas en la Corte. Tendría que mandar a Georges le Jeune al gremio de pintores para enterarme. Alguien habría oído hablar de él.
Cuando regresaron las mujeres con la comida ya estábamos preparados para cortar el tapiz. El día en que se retira es una fecha importante para un tejedor, porque significa que una pieza en la que se ha trabajado mucho tiempo -en este caso ocho meses- está lista para separarla del telar. Como siempre se trabaja con una tira de la anchura de una mano, que luego se enrolla sobre sí misma en un eje de madera, nunca vemos la obra completa hasta que se termina. Trabajamos además por el revés, y únicamente vemos el derecho si se introduce un espejo por debajo para controlar lo que hacemos. Sólo cuando se corta el tapiz para separarlo del telar y se extiende boca arriba sobre el suelo conseguimos abarcarlo en su totalidad. Entonces se guarda silencio y se contempla lo que se ha hecho.
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