Ese momento es algo parecido a comer rábanos recién cogidos después de meses de nabos viejos. A veces, cuando el cliente no paga por adelantado y los tintoreros, los mercaderes de la lana y de la seda y los proveedores de hilo dorado empiezan a querer cobrar un dinero que no tengo, o cuando los tejedores que he contratado se niegan a trabajar si no ven antes el dinero, o cuando Christine no dice nada pero la sopa está más aguada, en esas ocasiones sólo el recuerdo de que un día llegará el momento del silencio hace que siga trabajando.
Habría preferido que Léon y Nicolas no estuvieran presentes para el corte. Ninguno de los dos se había destrozado la espalda sobre el telar durante todos aquellos meses, ni se había cortado los dedos con el hilo dorado, ni había padecido dolores de cabeza por mirar tan fijamente la urdimbre y la trama. Pero, como es lógico, no podía pedirles que se fueran, ni dejarles ver que me molestaba su presencia. Un lissier no manifiesta cosas así ante los mercaderes con los que tiene que regatear.
– Comed, por favor -dije, señalando con un gesto de la mano las bandejas que habían traído Christine y Aliénor-. Vamos a retirar este tapiz del telar y luego podemos hablar del encargo de monseigneur Le Viste.
Léon asintió con la cabeza, pero Nicolas murmuró:
– Comida de Bruselas, ¿eh? ¿Para qué molestarse?
De todos modos se acercó a las bandejas, cogió una ostra, echó la cabeza hacia atrás y la sorbió. Luego se relamió y sonrió a Aliénor, que dio la vuelta a su alrededor en busca de un taburete para Léon. Reí para mis adentros; mi hija terminaría a la larga por sorprenderlo, pero aún no. Nicolas no era tan listo después de todo.
Antes de proceder al corte, nos arrodillamos para rezar a San Mauricio, patrón de los tejedores. Luego Georges le Jeune me pasó unas tijeras. Cogí un puñado de hilos de la urdimbre, los tensé y procedí a cortarlos. Christine suspiró con el primer tijeretazo, pero nadie hizo ya el menor ruido hasta el final.
Cuando hube terminado, Georges le Jeune y Luc desenrollaron el tapiz del eje inferior. Les correspondía el honor de cortar el otro extremo de la urdimbre antes de llevarlo al espacio barrido. Les di mi consentimiento y le dieron la vuelta, de manera que se viera la obra terminada. Luego nos quedamos todos quietos y miramos, excepto Aliénor, que volvió a la casa para traer cerveza a los muchachos.
La escena del tapiz era la Adoración de los Magos. El cliente de Hamburgo había pagado con esplendidez, y utilizamos por igual hilo de plata y de oro entre la lana y la seda y, cuando era posible, habíamos enlazado los colores, con abundancia de matices en el sombreado. Esas técnicas hacen que el tapiz lleve más tiempo, pero yo sabía que el cliente iba a darse cuenta de que la obra terminada merecía el dinero pagado. El tapiz era soberbio, aunque fuese el lissier mismo quien lo dijese.
Pensaba que Nicolas se limitaría a echarle una breve ojeada o a adoptar un aire desdeñoso y a decir que el dibujo era malo o la factura de pésima calidad en comparación con los talleres de París. Lo que hizo, en cambio, fue cerrar la boca y examinarlo con detenimiento, lo que me hizo verlo con más benevolencia.
Georges le Jeune fue el primero en hablar.
– La túnica de la Virgen es excelente -dijo-. Cualquiera juraría que es terciopelo.
– Ni la mitad de buena que el sombreado rojo que sube y baja por las calzas verdes del joven rey -replicó Luc-. Muy llamativos, el rojo y el verde juntos.
El sombreado rojo era, en efecto, excelente. Le había permitido hacerlo a Georges le Jeune, y el resultado era muy bueno. No es fácil tejer líneas finas de un color en otro sin difuminar los dos. Las manchas de color tienen que ser precisas: basta una fuera de sitio para que se note y se eche a perder el efecto de sombra.
Georges le Jeune y Luc tienen por costumbre elogiarse mutuamente lo que hacen. Después encuentran también los fallos, por supuesto, pero antes de nada tratan de ver las cosas buenas del otro. Es una muestra de generosidad por parte de mi hijo alabar a un aprendiz cuando podría limitarse a decirle que barriera el suelo o que trajera una madeja de lana. Pero trabajan codo con codo durante meses, y si se llevaran mal el tapiz sufriría, como nos sucede a todos. Quizá el joven Luc esté todavía aprendiendo, pero todo hace pensar que llegará a ser un excelente tejedor.
– ¿No se hizo en Bruselas una Adoración de los Magos para Charles de Borbón hace unos años? -dijo Léon-. La vi en su casa de París. El rey joven también llevaba calzas verdes en aquel tapiz, si no recuerdo mal.
Aliénor, que cruzaba el taller con unas jarras de cerveza, se detuvo al oír las palabras del mercader y, en el repentino silencio que se produjo, todos oímos el ruido de la cerveza al derramarse sobre el suelo. Abrí la boca para hablar, pero la cerré de nuevo. Léon me había pillado, y sin tener que hacer un esfuerzo especial.
La Adoración de los Magos de la que hablaba se había tejido en otro taller de Bruselas, y Charles de Bourbon compró después el cartón original para evitar que se copiara el tapiz. Yo había admirado las calzas verdes del rey y las había utilizado para este trabajo, contando con que era muy poco probable que la familia de Charles de Bourbon viera el tapiz de mi cliente de Hamburgo. Conocía bien al otro lissier, y podría sobornar al Gremio para que pasara por alto mi plagio. Aunque a veces nos robamos encargos, hay cuestiones en las que los lissiers de Bruselas practicamos la lealtad mutua.
Pero me había olvidado de Léon le Vieux, que ve la mayoría de los trabajos que entran y salen de París y nunca se olvida de los detalles, sobre todo uno tan memorable como calzas verdes realzadas con sombreado rojo. Había infringido una regla al copiarlas y Léon podría utilizarlo durante el regateo: imponer sus condiciones para los tapices de Le Viste sin posibilidad de que yo las rechazara. De lo contrario podría decir a los Bourbon que se había copiado su dibujo, lo que haría que se me impusiera una fuerte multa.
– ¿No queréis una ostra, monsieur? -Christine le ofreció una bandeja a Léon, Dios la bendiga. Es una esposa lista. No podía reparar el daño hecho, pero sí, al menos, tratar de distraer al factótum de Jean le Viste.
Léon le Vieux se la quedó mirando.
– Las ostras no me sientan bien, madame, pero gracias de todos modos. Quizá un pastel, si no es molestia.
Christine se mordió los labios. Era la manera de Léon de hacer que incluso Christine se sintiera desconcertada en su propia casa y de conseguirlo sin dejar de mostrarse muy cordial. Tan imposible quererlo como despreciarlo. Ya he trabajado antes con él -admira las millefleurs de nuestro taller y nos ha traído varios encargos- pero no puedo decir que sea amigo mío. Resulta demasiado reservado.
– Venid al interior de la casa, donde podamos extender los dibujos -les dije a él y a Nicolas, incluyendo a Philippe con el gesto, porque quería que también él los viera. Georges le Jeune hizo intención de seguirnos. Le dije que no con la cabeza-. Luc y tú quedaos aquí y empezad a desvestir el telar. Limpiad los plegadores de los restos de la urdimbre. Vendré después a verlo.
A Georges le Jeune se le notó el gesto de abatimiento antes de volverse hacia el telar. Christine lo siguió con los ojos y luego frunció el ceño en mi dirección. Le devolví el gesto. Sin duda a mi mujer le preocupaba algo. Más tarde me diría lo que fuera: nunca se lo calla. Precisamente en aquel momento Nicolas des Innocents preguntó:
– ¿Qué es lo que hace?
Contemplaba a Aliénor que se había acuclillado junto al tapiz y lo recorría con las manos.
– Revisa su trabajo -respondió Philippe, ruborizándose otra vez. Tiene una actitud protectora hacia Aliénor, como corresponde a un hermano.
Conduje a nuestros huéspedes a donde Christine y Madeleine habían instalado, sobre caballetes, la mesa larga en la que comemos. El interior de la casa estaba más oscuro y más cargado de humo, pero quería que los jóvenes siguieran con su trabajo sin distraerse a causa del nuevo encargo. Léon empezó a desenrollar los lienzos, y Christine sacó vasijas de barro y jarras para sujetar las esquinas. Mientras las colocaba vi que miraba de reojo los diseños. Más adelante daría su opinión, cuando estuviéramos a solas.
– Attendez: no es así como hay que verlos -dijo Nicolas, que procedió a reorganizar el conjunto. Prefería no mirar mientras se afanaba, de manera que me volví de espaldas a los vislumbres de rojo y azul que ya me habían llegado y contemplé en cambio la habitación, esforzándome por verla con los ojos de aquellos parisienses. Supongo que están acostumbrados a un lujo mayor: más grande el hogar de la chimenea, incluso una habitación separada para cocinar, más madera tallada, más cojines en las sillas, más bandejas de plata, en lugar de peltre, como parte de la decoración, más tapices en las paredes. Es curioso: hago tapices para otros pero no poseo ninguno. Son demasiado caros: un lissier se gana bien la vida pero no se puede permitir comprar lo que produce.
Quizá Nicolas espera que mi mujer y mi hija vistan lujosamente, se adornen el pelo con joyas y tengan criadas que atiendan a todas sus necesidades. Pero no presumimos de nuestra riqueza como hacen los de París. Mi mujer posee joyas pero están guardadas. Nuestra criada Madeleine es útil, pero a Christine y a Aliénor les gusta hacer ellas mismas las tareas de la casa, sobre todo a Aliénor, siempre deseosa de demostrar que no necesita ayuda. Si quisieran, Christine y Aliénor podrían no coser los tapices. Podrían conservar la suavidad de los dedos y dejar que otros se llevaran los pinchazos de la aguja. Pero prefieren ayudar en el taller. Christine sabe cómo vestir un telar, y sus brazos son tan fuertes como los de un hombre a la hora de estirar los hilos de la urdimbre. Si me falta un tejedor, está en condiciones de ocuparse de las partes más sencillas, aunque el Gremio no se lo permitiría durante más de un día o dos.
– Ya está -dijo Nicolas. Me volví y fui a situarme junto a Philippe.
Las primeras palabras que se dicen cuando se negocia con el representante del cliente no son de alabanza. Nunca permito que sepan lo que pienso de los diseños. Empiezo por los problemas. Philippe también sabe ser cuidadoso con las palabras. Es un buen muchacho; ha aprendido mucho de mí en el arte del regateo.
Miramos durante algún tiempo. Cuando por fin hablé, conseguí que no se me notara la sorpresa. De eso hablaría más tarde con Christine. Logré, en cambio, parecer indignado.
– No ha dibujado nunca tapices, ¿verdad? Lo que ha preparado son cuadros, no dibujos. Estos tapices no tienen argumento y les faltan figuras; todo lo que vemos es a una dama en el centro, como en los cuadros de la Virgen y el Niño, y espacios vacíos en el resto.
Nicolas empezó a decir algo, pero Léon le interrumpió.
– ¿Es todo lo que se os ocurre? Miradlos otra vez, Georges. Puede que no volváis a ver otros diseños parecidos.
– ¿De qué se trata, entonces? ¿Cuál se supone que es el argumento?
Aliénor apareció en el umbral entre la cocina y el taller, una jarra vacía en cada mano.
– Los tapices cuentan cómo la dama seduce al unicornio -dijo Nicolas, cambiando de pie el peso del cuerpo para volverse hacia Aliénor. El muy estúpido-. También están los cinco sentidos -señaló con la mano-. Olfato, oído, gusto, vista y tacto.
Aliénor cruzó hasta el barril, situado en una esquina.
Seguimos mirando los diseños.
– Hay muy pocas figuras -dije-. Cuando las hagamos del tamaño de los tapices quedará mucho espacio por rellenar. Tendremos que diseñar un campo lleno de millefleurs.
– Que es por lo que se os conoce y el motivo de que os eligiera para este encargo -replicó Léon-. Tendría que ser sencillo para vosotros.
– No es tan sencillo. Habrá que añadir otras cosas.
– ¿Qué cosas? -preguntó Nicolas.
Miré a Philippe, porque pensé que iba a hablar: sería tarea suya que aquellos diseños se pudieran utilizar, sería él quien llenara los espacios vacíos. Pero no dijo nada. Es un muchacho tímido y tarda en hablar. Pensé que daba muestras de prudencia, pero enseguida noté que el muy tonto tenía una expresión extraña y que contemplaba los cuadros como si estuviera viendo a la mujer más hermosa de Bruselas.
No lo niego, las mujeres de los tapices eran… Moví la cabeza para aclarármela. No iba a permitirles que me sedujeran.
– Más personas, más animales, más plantas -dije-. ¿Eh, Philippe?
Philippe arrancó sus ojos de las figuras.
– Bien sûr.
– ¿Qué les añadirías, además de personas y animales?
– Ah; pues quizá árboles, para darle estructura. O un emparrado con rosas.
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