– No permitiré que se toquen mis dibujos -dijo Nicolas-. Son perfectos tal como están.

Un estrépito considerable nos anunció que a Christine se le acababa de caer una bandeja de ostras. No la recogió, sino que se quedó mirando a Nicolas, indignada.

– ¡Tampoco voy a permitir yo que se diga una blasfemia así en esta casa! Ningún ser humano dibuja nada perfecto; sólo Dios en su poder es capaz de hacerlo. Vos y vuestros diseños están tan llenos de faltas como cualquier obra humana.

Sonreí para mis adentros. Nicolas no había tardado mucho en tropezarse con el genio de mi mujer. Al cabo de un momento hizo una inclinación de cabeza.

– Lo siento, madame, no era mi intención ofender.

– Deberéis pedir perdón a Dios, no a mí.

– De acuerdo, Christine -dije-. Más valdrá que empieces a coser el dobladillo de la Adoración. Tendremos que llevar cuanto antes el tapiz al Gremio.

Hacer el dobladillo podía haber esperado, pero si Christine seguía con nosotros, quizá obligara a Nicolas des Innocents a arrodillarse para decir sus oraciones delante de ella. Aunque pudiera resultarnos entretenido, no nos serviría de ayuda en el regateo.

Christine me miró indignada, pero obedeció. Aliénor se acuclilló en el sitio donde a su madre se le había caldo la bandeja y empezó a palpar el suelo en busca de las conchas de las ostras. Philippe hizo ademán de ayudarla, pero le apreté el codo para impedirlo. Sus ojos fueron y vinieron de mi hija a los dibujos. Vive cerca y a menudo ayuda a Aliénor en casa; ha estado pendiente de ella desde que eran niños. Ahora trabaja a menudo conmigo en los diseños. A veces me olvido de que no es hijo mío.

– Explicadme el tamaño de los tapices -le dije a Léon le Vieux.

Léon procedió a hacerlo y fui sumando mentalmente.

– ¿Qué hay del hilo de oro o de plata? ¿Seda veneciana? ¿Lana inglesa? ¿Cuántas figuras en cada tapiz? ¿Qué densidad han de tener las millefleurs? ¿Cuánto azul? ¿Cuánto rojo? ¿Uniones mediante ensamblajes? ¿Sombreado? -a medida que Léon respondía a cada cuestión, yo modificaba la duración y el costo del trabajo.

– Los puedo hacer en tres años -dije cuando terminamos-. Costará cuatrocientas livres tournois y me quedo con los dibujos.

– Monseigneur quiere que estén terminados para el Domingo de Ramos del año 1492 -respondió Léon muy deprisa. Siempre funciona de ese modo, como si es tuviera varios pasos por delante en sus pensamientos-. Pagará trescientas livres tournois por los tapices y los dibujos, que conservará; quiere cartones totalmente terminados que pueda colgar en sustitución de los tapices, si se los lleva consigo en algún viaje.

– Imposible -dije-. Sabéis que es imposible, Léon. Son menos de dos años. No puedo tejerlos tan deprisa por tan poco dinero. De hecho vuestra oferta es insultante. Será mejor que propongáis semejante trato en otro sitio -era efectivamente insultante; me traía más cuenta olvidarme de las calzas verdes que trabajar por aquella paga miserable.

Aliénor se levantaba ya con la bandeja de ostras. Movió ligeramente la cabeza en mi dirección. Está pendiente de mí, pensé, igual que su madre. Aunque no tiene el genio tan fuerte. No se lo puede permitir.

Nicolas des Innocents seguía tirándole los tejos. Mi hija, por supuesto, no se daba cuenta.

– Podéis utilizar el doble de operarios y hacerlos en la mitad de tiempo -dijo Léon.

– No es tan sencillo. En el taller sólo caben dos telares horizontales en el mejor de los casos, e incluso con el doble de trabajadores sigo estando solo para ocuparme de ellos. Un trabajo como éste no se puede apresurar. Y además hay encargos que acepté mucho antes de que me hablarais de este otro.

Léon agitó una mano para desechar mis débiles argumentos.

– Renunciad a los otros trabajos. Os las arreglaréis. Miradlos, Georges -señaló con la mano los dibujos-. Como veis es un encargo importante, quizá el más importante que se le ha ofrecido nunca a este taller. No querréis que un pequeño detalle como el tiempo que os lleven impida que lo aceptéis.

Nicolas pareció complacido. Léon no prodigaba los cumplidos.

– Lo que veo -dije- son dibujos hechos por una persona que no sabe nada de tapices. Habrá que realizar muchos cambios.

Léon habló amablemente por encima de las palabras que farfullaba Nicolas.

– Quizá algunos cambios hagan el encargo más atractivo.

Dudé. Las condiciones eran tan malas que no estaba seguro de poder regatear. Un trabajo así podía arruinarnos.

– ¿Qué tal prescindir del hilo de oro? -sugirió Philippe-. La dama no es realeza, ni tampoco es la Virgen, aunque junto con el unicornio nos recuerde a Nuestra Señora y a Su Hijo. Sus vestiduras no tienen que ser doradas.

Lo miré enfadado. Hablaba ahora, cuando no quería que lo hiciera. Era yo quien tenla que regatear, no él. De todos modos, quizá tuviera razón.

– Si -dije-. El hilo dorado es costoso y difícil de usar. Tejer con él lleva más tiempo.

Léon se encogió de hombros.

– Prescindamos del hilo dorado. ¿Qué se ahorra con eso?

– Y del ensamblado -añadí-. No es una técnica fácil entretejer colores, y el trabajo lleva más tiempo, aunque el resultado sea más delicado al final. Si no ensamblamos los colores y nos limitamos a coserlos, ahorraremos algún tiempo. Si monseigneur Le Viste quiere lo mejor, tendrá que pagar más o darnos más tiempo.

– No hay más tiempo -dijo Léon-. Quiere disponer de los tapices en la Pascua de 1492, para un acontecimiento importante. Y no es una persona paciente; nunca aceptaría tus pobres excusas.

– En ese caso ni hilo de oro ni colores ensamblados. La elección es vuestra.

Observé a Léon mientras pensaba. Tiene un rostro hermético que no revela nada. Por eso es tan bueno para el trabajo que hace: esconde sus pensamientos hasta que lo tiene todo claro, y cuando habla es difícil disentir.

– De acuerdo -dijo.

– Todavía no he aceptado el encargo -dije-. Hay más cosas que discutir. Philippe, lleva los diseños al taller junto con Nicolas. Me reuniré después con vosotros. Aliénor, ve a ayudar a tu madre a coser el dobladillo.

Aliénor puso mala cara. Le gusta escuchar los regateos.

– Ve con tu madre -repetí.

Solos en la habitación Léon y yo, serví más cerveza y nos sentamos a beber. Ahora que no teníamos a nadie pendiente de nuestras palabras, podía pensar seriamente en la oferta de Léon.


Aquella noche fui a pasear con Christine por la Grand-Place. A la entrada nos paramos a admirar el ayuntamiento, con su torre tan esbelta. A Georges le Jeune y a Luc les gusta subir hasta lo más alto para disfrutar con la vista. Durante toda mi vida han estado construyendo ese edificio, pero todavía me sorprende cuando lo veo. Hace que me sienta orgulloso de vivir en Bruselas, por mucho desdén con que nos mire Nicolas des Innocents.

Pasamos por delante de las casas de los gremios que flanquean la plaza: los sastres, los pintores, los panaderos, los cereros y los carpinteros; los arqueros, los barqueros. Había movimiento en las casas, aunque fuese de noche. Los negocios no se detienen cuando se va la luz. Saludamos con inclinaciones de cabeza y sonrisas a vecinos y amigos, y nos detuvimos delante de L'Arbre d'Or, que alberga al gremio de los tejedores. Varios lissiers me rodearon para preguntarme por la visita de Léon le Vieux, los dibujos, las condiciones y el porqué de que le hubiera acompañado Nicolas des Innocents. Esquivé sus preguntas como un rapaz que juega a tú la llevas.

Al cabo de un rato seguimos adelante: a Christine le apetecía ver la catedral de San Miguel y Santa Gúdula al atardecer. Mientras caminábamos por la rue de la Montagne mi mujer dijo lo que yo sabia que llevaba queriendo decir toda la tarde.

– Deberías haber permitido que Georges le Jeune asistiera a tus tratos con Léon.

Otra esposa podría haberlo formulado como una tímida pregunta. La mía no: dice lo que piensa. Al ver que no le contestaba siguió hablando.

– Georges le Jeune es un buen chico y un buen tejedor. Le has enseñado bien. Pero si ha de sucederte en el taller, también necesita estar al tanto del asunto del dinero: el regateo, las condiciones aceptadas. ¿Por qué lo mantienes al margen?

Me encogí de hombros.

– Todavía seguiré siendo el lissier durante mucho tiempo. No hay prisa.

Christine torció el gesto.

– Georges, el pelo se te está volviendo gris. Tu hijo ya es un hombre y podría casarse si quisiera. Un día el taller será suyo. ¿Quieres que vaya a la ruina y que destruya todo lo que has construido? Has de…

– Ya está bien, Christine -nunca he pegado a mi mujer, aunque sé de algunos maridos que lo habrían hecho si fuera la suya.

Christine no añadió una palabra más. Pensaría en lo que me había dicho: no me quedaba otro remedio, porque sin duda volvería a plantearlo. Algunos hombres no escuchan a sus mujeres, pero yo a ella sí. Sería un estúpido si no lo hiciera: Christine se crió como hija de tejedor cerca de Notre Dame du Sablon, y sabe casi tanto como yo sobre la manera de llevar un taller.

Caminamos en silencio hasta que las torres gemelas de la catedral se recortaron ante nosotros en la oscuridad creciente.

– ¿Qué tal se entendieron Bruselas y París acerca de los dibujos? -pregunté para disminuir la tensión.

Christine resopló.

– Ese Nicolas des Innocents tiene muy buena opinión de sí mismo. Philippe se las vio y se las deseó para convencerlo de que habrá que hacer algunos cambios. Tuve que intervenir una o dos veces: Philippe es un buen zagal, pero no está a la altura de un gallito de Paris.

Reí entre dientes.

– He de irme. Me están esperando en Le Vieux Chien para celebrar la terminación del tapiz.

– Attends, Georges -dijo Christine-. ¿Qué habéis decidido, Léon le Vieux y tú? ¿Has aceptado el encargo?

Pegué una patada a un trozo de boñiga.

– No he dicho que sí, pero tampoco he dicho que no. Quizá no tenga elección, debido al problema con las calzas verdes. León podría ir a la familia Borbón y decir que he copiado su dibujo.

– No lo has copiado, sólo has tomado prestado un detalle. El Gremio te apoyará -se detuvo en seco, la falda balanceándose-. Dime, ¿vamos a hacer esos tapices, sí o no?

No deberíamos. Toda mi experiencia como lissier me decía que no: poco dinero, trabajo excesivo para el taller, pérdida de otros encargos y un esfuerzo descomunal para terminarlos a tiempo. Si no calculaba bien las cosas, el taller podía irse a pique.

– Sí -dije, con un nudo en el estómago-. Los haremos. Porque no he visto nunca dibujos tan hermosos -ya está, pensé. He dejado que las damas me seduzcan.

Christine se echó a reír, un sonido agudo, como de un cuchillo al caer al suelo. Creo que sintió alivio.

– Nos traerán suerte -dijo-. Ya verás.

Philippe de la Tour

No había nadie en el taller cuando llegué muy de mañana. Me alegré, porque podría contemplar a solas los dibujos, sin las fanfarronadas de Nicolas des Innocents, sin las interrupciones de Christine y sin que Aliénor torciera la cabeza y sonriera mientras cosía. Ahora podría mirarlos y pensar con tranquilidad.

Era un día radiante y la luz entraba a raudales por las ventanas. Luc había barrido bien el suelo y se había llevado las madejas de lana sobrantes del tapiz de la Adoración de los Magos. El telar también estaba vacío y esperaba los próximos hilos de la urdimbre que debían atravesarlo. La madera crujía a veces, y me hacía pensar en un caballo, inquieto en su cuadra.

Los dibujos de Nicolas, enrollados, estaban en un arcón con los de otros tapices. Sabía dónde guardaba Georges la llave, de manera que los saqué y los extendí sobre el suelo, como habíamos hecho el día anterior. Mientras Nicolas y yo hablábamos de ellos, el parisiense no había dejado de mirar a Aliénor, quien, sentada con su madre, terminaba de coser el tapiz que habíamos retirado del telar. Nicolas se había vuelto en su dirección, convencido de que le hacía un favor. Finalmente le dijo:

– ¿No deberías dejar ya de coser, preciosa?

Aliénor y Christine, las dos, levantaron la cabeza. Nadie había llamado nunca «preciosa» a Aliénor, prescindiendo de lo que pensaran de ella. A mí me parece hermosa, sobre todo sus cabellos, tan largos y dorados, pero me avergonzaría decirlo en voz alta. Me resulta muy difícil decir cosas así. Probablemente Aliénor se reiría de mí y me llamaría tonto. Me trata como a un hermano menor, un poco bobo, aunque sea varios años mayor.

– Esa parte del taller está muy oscura -continuó Nicolas-. Te quedarás bizca. Debes sentarte más cerca de la ventana, donde la luz es mejor. Me he enterado además de todas las reglas que tenéis que seguir los tejedores de Bruselas. No se trabaja cuando falta la luz del día, ni tampoco los domingos. Ojalá los pintores de París tuvieran una vida tan regalada, para no estropearse la vista.