Christine y yo lo miramos asombrados, pero Aliénor inclinó la cabeza sobre su trabajo, tratando de no reír. Al final no lo consiguió, sin embargo; después, también Christine se echó a reír, y yo acabé por acompañarlas.
– ¿Qué tiene de divertido? -preguntó Nicolas. Aquello hizo que nos riéramos más. Me pregunté si deberíamos apiadarnos e informarle de lo que no había visto. Fue Aliénor quien lo decidió.
– Esas reglas no se aplican a las mujeres -dijo a la larga, cuando dejamos de reír-. No somos tejedores, tan sólo una familia.
– Entiendo -dijo Nicolas. Parecía desconcertado, de todos modos, porque seguía sin explicarse nuestras risas. Pero no íbamos a decírselo. Era estupendo poder gastarle una broma al artista de París.
Aquella tarde apenas hicimos nada Nicolas y yo. Poco después nos fuimos con Georges le Jeune y Luc a Le Vieux Chien, donde más tarde se nos unió Georges, para brindar por el tapiz terminado y por el nuevo encargo. Nicolas estaba muy animado y consiguió que bebiéramos más de lo que acostumbramos.
Es un fanfarrón, este artista parisiense. Es cierto que no he estado en París. No salgo de las murallas de la ciudad si no es para recoger leña y setas en los bosques cercanos, o para pescar algunas veces en el río Sena. Pero he conocido a suficientes tipos de París para saber que no me sentiría a gusto allí. Están demasiado seguros de lo que hacen. Siempre lo saben todo; tienen el mejor vino, el mejor calzado, la mejor tela, los mejores pinceles, los mejores procedimientos para preparar pinturas. Sus mujeres paren más hijos, sus gallinas ponen más huevos, sus vacas dan más leche. Sus catedrales son más altas, sus barcos más veloces, sus caminos más lisos. Aguantan mejor la cerveza, montan a caballo con más elegancia y ganan siempre cuando pelean. Probablemente su mierda también huele mejor.
De manera que me alegré de que no estuviera en el taller por la mañana. Contemplé los dibujos. Como voy poco a la taberna, me dolía la cabeza debido al ruido, el humo y la bebida de la noche anterior.
Una cosa tengo que decir de Nicolas: quizá sus costumbres parisienses me desagraden, pero es un artista excelente. Él también lo sabe, y por esa razón no le diré nunca lo buenos que son sus diseños.
Es fácil encontrarles defectos si se los ve como dibujos para tapices. Para él son cuadros: no se ha dado cuenta de que con los tapices se necesita una composición muy equilibrada en el dibujo para hacerlos homogéneos, de manera que nada sobresalga. Eso es lo que hago cuando preparo un cartón: amplío el dibujo y lo pinto como sé que quedará la lana después de tejida, con menor mezcla de colores y formas más brillantes y uniformes. Los cartones no son tan hermosos como los cuadros, pero resultan imprescindibles para que los vaya siguiendo el tejedor mientras trabaja. Así es como me siento a menudo: imprescindible pero inadvertido, de la misma manera que no es posible apartar los ojos de los diseños de Nicolas.
Todavía los estaba contemplando cuando entró Georges en el taller. Tenía cara de sueño y el pelo revuelto, como si hubiera movido mucho la cabeza durante la noche. Se colocó junto a mí y contempló las pinturas.
– ¿Puedes convertirlas en dibujos utilizables?
– Sí.
– Bien. Haz algunos apuntes pequeños de los cambios para que los vea Léon. Cuando se dé por satisfecho podrás empezar con los cartones.
Dije que sí con la cabeza.
Georges contempló el cuadro de la dama con el unicornio en el regazo. Se aclaró la garganta.
– Nicolas se quedará para pintar contigo los cartones.
Di un paso atrás.
– ¿Por qué? Sabéis que puedo hacerlo tan bien como él. Quién…
– Es cosa de Léon. Forma parte de las condiciones del encargo. Monseigneur Le Viste se quedará con ellos y quizá los cuelgue para sustituir a los tapices cuando viajen con él. Léon quiere estar seguro de que responden exactamente a lo que Nicolas ha pintado en los originales. Disponemos de tan poco tiempo para tejer los tapices que será una ayuda contar con él.
Quería protestar, pero sabía que no debía. Georges es el lissier: decide lo que hay que hacer y lo ejecuto. Sé cuál es mi sitio.
– ¿Dibujaré los cartones o eso lo hará también él?
– Los dibujarás y harás los cambios necesarios. Y ayudarás a pintarlos. Trabajaréis juntos, pero será él quien tenga la última palabra.
Guardé silencio.
– Sólo serán unas semanas -añadió Georges.
– ¿Lo sabe Nicolas?
– Léon se lo está diciendo. De hecho voy a verlo ahora, para repasar el contrato -Georges contempló las pinturas y movió la cabeza-. Van a causarme problemas. Poco dinero, tiempo escaso, cliente difícil. Debo de estar loco.
– ¿Cuándo empezamos?
– Ahora. Georges le Jeune y Luc han ido a comprar la tela y volverán enseguida. Nicolas y tú podéis llevárosla a tu casa y trabajar allí si lo prefieres, o quedaros aquí.
– Aquí -dije muy deprisa. Siempre que puedo prefiero trabajar en la rue Haute. Tiene más luz que la casa de mi padre, que está cerca de una de las torres de la muralla y, a pesar de los telares, también hay más sitio. Mi padre es pintor como yo, pero menos acomodado que Georges. Como mis hermanos mayores trabajan con él, hay poco sitio para los más jóvenes.
Por otra parte cuando trabajo aquí estoy cerca de ella. No es que le importe. Nunca ha manifestado el menor interés por los varones…, hasta ahora.
– Si el buen tiempo se mantiene podéis pintar en el huerto de Aliénor -dijo Georges cuando ya se marchaba-. Eso hará que no molestéis a los tejedores: estaríais un poco apretados con dos telares.
Todavía mejor trabajar en su huerto, aunque no estaba seguro de que quisiera a Nicolas tan cerca de Aliénor. No me fío de él.
Cuando todavía estaba pensando en ella apareció en el umbral con mi cerveza matutina. Es poquita cosa, pequeña y pulcra. Todos los de su familia son mucho más altos.
– Aquí, Aliénor -dije. Vino hacia mí sonriendo, el rostro alegre, pero tropezó con la bolsa de cosas para pintar que tontamente había dejado yo en el suelo. La sujeté antes de que se cayera, pero buena parte de la cerveza se me derramó sobre la manga.
– Dieu me garde -murmuró-. Lo siento. ¿Dónde ha caído? ¡No sobre las pinturas, espero!
– No; únicamente en mi manga. No importa. Es sólo una jarra pequeña.
Me tocó la manga húmeda y movió la cabeza, molesta consigo misma.
– De verdad, no tiene importancia -repetí-. Fue una tontería dejar ahí la bolsa. No te preocupes por la cerveza; no tenía sed de todos modos.
– No, te traeré más -sin escucharme se apresuró a salir y regresó a los pocos minutos con otra jarra llena, caminando esta vez con mucho cuidado.
Se quedó a mi lado, los dibujos a nuestros pies mientras yo bebía. Traté de no hacer mucho ruido al tragar. Cuando estoy con Aliénor siempre me doy cuenta de lo ruidoso que soy: me crujen las botas, me castañetean los dientes, me rasco la cabeza, toso y estornudo.
– Cuéntame qué representan -dijo. Su voz es grave y suave; suave como su manera de andar o de volver la cabeza o de recoger algo o de sonreír. Y cuidadosa en todo lo que hace.
– ¿Qué quieres decir? -pregunté. Mi voz no es tan suave.
– Los tapices. La dama y el unicornio. ¿Qué es lo que cuentan?
– Ah, eso. Bueno; en el primero hay una dama delante de una tienda de campaña en la que están escritas unas palabras. Á mon seul désir -lo leí despacio.
– Á mon seul désir -repitió Aliénor.
– El león y el unicornio, sentados, sostienen abiertos los faldones de la tienda, así como la bandera y el estandarte de la familia Le Viste.
– ¿Son muy importantes, esos Le Viste en París?
– Supongo que sí, puesto que mandan hacer unos tapices tan espléndidos. La dama está sacando joyas de un cofre, y luego, en los otros tapices, vemos que las lleva puestas. A continuación hay tres en los que la dama logra que el unicornio se acerque más. Finalmente descansa en su regazo y se mira en un espejo. En el último la dama se aleja con él, sujetándolo por el cuerno.
– ¿Cuál de las damas es la más bonita?
– La que da de comer al periquito. Se supone que, de los cinco sentidos, representa el gusto. También hay un mono que come algo a sus pies. Esa dama está más llena de vida que las demás. Sopla el viento en el sitio donde se encuentran y hace que su pañuelo se agite. Y al unicornio se le ve más alegre.
Aliénor se pasó la lengua por el labio inferior.
– Pues ya no me gusta. Háblame de los otros sentidos. ¿Qué es lo que representa cada uno?
– El unicornio mirándose en el espejo es la vista, y la dama sujetándolo por el cuerno es el tacto. Eso está muy claro. Luego viene el oído, donde la dama toca el órgano. Y en este otro… -contemplé el cuadro-; este otro es el olfato, creo, porque hay un mono que huele una flor sentado en un banco.
– ¿Qué clase de flor? -Aliénor siempre se interesa por las flores.
– No estoy seguro. Una rosa, creo.
– Puedes verlo tú misma, preciosa -Nicolas se había apoyado en el quicio de la puerta y nos contemplaba. Parecía descansado y radiante, como si la bebida no le hubiera afectado. Imagino que en París vive en las tabernas. Se adelantó hacia el interior del taller-. Cuidas de un huerto, según he oído: debes de distinguir un clavel de una rosa cuando lo ves. No creo que mis cuadros sean tan malos como todo eso, ¿eh, preciosa?
– No la llames eso -dije-. Es la hija del lissier. Se la debe tratar con respeto.
Aliénor se había ruborizado, pero no sé si por las palabras de Nicolas o por las mías.
– ¿Qué te parecen mis cuadros, pre…, Aliénor? -insistió Nicolas-. Son hermosos, non?
– Diseños -corregí-. Son diseños para tapices, no cuadros. Pareces olvidar que sólo se trata de guías para obras que harán otros: el padre y el hermano de Aliénor y los demás tejedores. No tú. Parecerán muy distintos como tapices.
– ¿Tan buenos? -preguntó Nicolas con una sonrisita.
– Mejores.
– No me parece que se puedan mejorar mucho, ¿tú qué opinas?
Aliénor torció el gesto: prefiere la modestia a la jactancia.
– ¿Qué sabes de los unicornios, preciosa? -Nicolas lo dijo con una mirada maliciosa que no me gustó nada-. ¿Quieres que te cuente cosas sobre ellos?
– Sé que son fuertes -respondió Aliénor-. Se dice en Job y en Deuteronomio. «Sus cuernos son como los cuernos del unicornio. Con ellos empuja a los pueblos hasta los extremos de la tierra.»
– Prefiero los Salmos. «Mi cuerno has ensalzado como el del unicornio.» ¿Sabes algo sobre el cuerno del unicornio? -Nicolas me hizo un guiño mientras decía esto último.
Aliénor parecía no escucharlo y, en cambio, arrugaba la nariz con desagrado. Luego lo olí yo, y un momento después, también Nicolas.
– Vaya, ¿qué es eso? -exclamó-. ¡Huele como un barril lleno de orines!
– Es Jacques le Boeuf -dije-. El tintorero de glasto.
– ¿Es así como huele el glasto? Nunca he tenido que acercarme. En París se les obliga a trabajar fuera de las murallas, en un lugar convenientemente apartado.
– Aquí también, pero Jacques viene a la ciudad. El olor se le queda pegado, pero no se puede impedir que una persona se ocupe de su trabajo. Hay que reconocer que tarda poco en resolver sus asuntos.
– ¿Dónde está la muchacha? -la voz atronadora de Jacques le Boeuf nos llegó desde el interior de la casa.
– Georges ha salido, Jacques -le oímos decir a Christine-. Vuelve otro día.
– No es a él a quien busco. Quiero ver a Aliénor, sólo un momento. ¿Está en el taller? -Jacques le Boeuf asomó la greñuda cabeza por la puerta. Su olor hace que los ojos se me llenen de lágrimas-. ¿Qué tal, Philippe, bribón? ¿Dónde está la chica de Georges? ¿Se esconde de mí?
Aliénor se había tirado al suelo para acurrucarse detrás de un telar.
– Ha salido -dijo Nicolas, al tiempo que torcía la cabeza y cruzaba los brazos sobre el pecho-. La he mandado a buscarme unas ostras.
– ¿Es eso cierto? -Jacques avanzó unos pasos, mostrándonos todo su corpachón. Es un tipo grande, semejante a un barril, de barba descuidada y manos manchadas de azul a causa del glasto-. ¿Y quién eres tú para decirle lo que tiene que hacer?
– Nicolas des Innocents. He pintado los nuevos tapices para Georges.
– El artista de París, ¿no es eso? -Jacques también se cruzó de brazos y se apoyó contra el quicio de la puerta-. Aquí no tenemos muy buena opinión de los tipos de Paris, ¿no es cierto, Philippe?
Me disponía a responder, pero Nicolas se me adelantó.
– Yo no me molestaría en esperarla. Le dije que buscara las mejores ostras, ¿entiendes? Sólo las que estén a la altura de un paladar parisiense. Cabe que tarde algún tiempo en encontrarlas, porque no tengo muy buena opinión del pescado que se vende en esta ciudad.
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